El actor sigue de gira con su versión juglaresca de ‘El Evangelio de San Juan’
JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | Rafael Álvarez (Lucena, Córdoba, 1950) es para el mundo teatral simplemente El Brujo, desde que en sus años universitarios le apodaran así en el Colegio Mayor San Juan Evangelista. Quizás una predestinación. Casi 40 años después, interpreta por toda España –está en cartel en el Teatro Infanta Isabel, en Madrid– un monólogo en el que versiona El Evangelio de San Juan, estrenado en el Teatro María Guerrero el año pasado, y que también llevó a los festivales de teatro clásico de Almagro y Mérida. [Siga aquí si no es suscriptor]
El Evangelio de San Juan cierra una trilogía compuesta por San Francisco, juglar de Dios y Los misterios del Quijote, sus espectáculos anteriores: “Los tres espectáculos retoman el ámbito propio de la juglaría, con el humor, la vitalidad y el ritmo propios de la comedia, pero, al mismo tiempo, con una fuerte carga poética, en este caso ineludible, por el lenguaje propio del texto y la ternura y simbolismo de alguna de sus situaciones”, según lo ha descrito.
Pero, ante El Brujo, lo primero –más allá de la polémica, ya resuelta, por los derechos del montaje, coproducido inicialmente por el Ministerio de Cultura, que no le autorizaba a representarlo de nuevo en Madrid– es preguntarle por qué san Juan y por qué una adaptación del texto evangélico. “No es algo muy habitual, lo reconozco. La verdad es que no sabría decir por qué el Evangelio de san Juan ejerce sobre mí una atracción especial. Quizá porque es el que tiene un lenguaje más poético e imágenes más hermosas. Es un evangelio con una serie de recovecos, claves y misterios ocultos, con una gran luz y oscuridad al mismo tiempo, fruto del choque con ese gran fulgor. Es un evangelio muy, muy estético”.
Es lo que el mismo Rafael Álvarez escribe en el libreto de la obra. Esto es: “Al margen del interés de grandes cineastas por la figura concreta de Jesús (Zefirelli, Passolini, etc) desde Leonardo a Chaplin, Kierkegaard, Bach o Einstein, a lo largo de la historia, el Evangelio de San Juan ha conmovido a centenares de filósofos, poetas, artistas, músicos y hasta científicos. Newton le dedicó los últimos años de su vejez. Llegó a aprender griego clásico y arameo. Después de estudiar el fenómeno de la luz durante toda su vida, quiso penetrar en la raíz de su misterio”.
“Salvando las enormes distancias –continúa–, este proyecto se inscribe como una modesta aportación, desde el mundo de la escena, un pequeño granito de arena en esa corriente del arte que, a través del trabajo de los hombres y mujeres de todos los tiempos, evoca, contempla o celebra este enorme regalo de la vida en el Hombre: el don del misterio”.
Un misterio que nace, muere y resucita en Jesús. Así lo ve El Brujo: “Su secreto es la fuerza, la acción y el poder de su palabra –escribe– , pero este hombre es justamente el Hombre al que los hombres (ciertos hombres) no pueden soportar. Encarna en sí mismo la libertad del ser. Él es la Palabra. Si el lenguaje es el espejo del poder, el Jesús de san Juan es un escándalo. Pero sus adversarios no le entienden, le rechazan. Los viejos sacerdotes aferrados a la tradición temen el misterio (¡actual!). La novedad radical del mensaje de Jesús, su libertad de expresión, choca brutalmente contra la inercia opaca del poder”.
Gusto por lo espiritual
El Brujo es, después de una larga trayectoria pisando las tablas, sinónimo de “monólogo”. Él mismo lo explica: “El monólogo para mí es un tipo de trabajo en el que, personalmente, puedo explotar mucho mejor mis propios recursos, como el de la improvisación, por ejemplo, y, al mismo tiempo, puedo desarrollar como autor los temas que me interesan y me gustan”. ¿Qué temas son? “Me gustan los temas relacionados con la vida espiritual, la mística, la mentalidad medieval y la moderna, la pérdida de identidad del hombre, de sus referencias y claves religiosas y humanísticas”.
De ahí que haya interpretado a san Juan de la Cruz o a san Francisco… Sin embargo, para encontrarse con el Jesús de El Evangelio de San Juan, tuvo, primero, que acudir al Monasterio de Silos. Lo explica: “Los monjes me invitaron a hacerles fragmentos de teatro en el refectorio, y a partir de ahí considero a estos cracks musicales, superventas en Estados Unidos, mis íntimos amigos. Fue uno de ellos el que me dijo: ‘Por qué no cuentas los Evangelios, la vida de Jesús’. Y le contesté que cómo iba a vender a los ayuntamientos algo tan en desuso y a contracorriente. Pero años después, en Menorca, un joven programador de teatro me dijo: ‘Usted tendría que hacer un Evangelio’. Interpreté esas coincidencias como una sincronía de las de Jung, era una especie de mensaje”.
Por eso la pregunta se la han hecho muchas veces: ¿Se considera creyente? “De alguna manera sí. Pero no en el sentido convencional de la palabra, sino en la significación. Además, me han pasado tantas cosas en la vida que no creer en Dios sería como una infidelidad”.
Así, por fidelidad, después de Silos y Menorca, se puso a leer a fondo el Evangelio de san Juan… “Comencé a verlo como una extrovertida ceremonia popular con la frescura y espontaneidad que le confiere al teatro la risa y la sensualidad del contacto con el público, pero con cierto aire de exaltación mística, o mistérica, si se quiere. El Jesús de san Juan es directamente divino… Escribe su experiencia mística en relación con Jesucristo y la personifica en un Jesús que es una creación estética suya. Es menos realista, si se quiere, casi una composición abstracta. Tiene humor, el lenguaje está lleno de acción, no es narrativo, es estético, místico, inspirado en El cantar de los cantares”. Parece irresistible llevarlo al escenario.
La capacidad de asombro
“Indagué a fondo en el texto para encontrar todos estos elementos dramáticos ocultos. Descubrir esto fue lo que llevó a decirme: aquí, en san Juan, hay una obra de teatro. En cierto sentido, el Evangelio de san Juan es un solo de violín en una orquesta. Para mí, los cuatro evangelios forman una orquesta y el de san Juan representa la nota más alta. Es un Evangelio que relata una experiencia”.
Aun así, mantiene que lo que le decidió fue la belleza del texto, no su aspecto religioso más profundo. “Claudel se metió una tarde en Notre Dame, oyó el coro y creyó en Dios. Tú puedes ver una puesta de sol y se te puede revelar ahí el universo en su infinita capacidad de asombro. Depende de tu capacidad de asombrarte. Eso es para mí lo básico de este evangelio, que es la belleza de la verdad y la belleza de la bondad. La capacidad de asombro”.
El espectáculo es como una fuga musical en la que el actor se sube al escenario como si fuera un cicerone que muestra una catedral que se sabe de memoria y cuela chistes, inventa algo y, de vez en cuando, le cuenta al público un poco de su vida.
“Soy un cicerone juglaresco”, manifiesta con rotundidad, porque, interprete el papel que interprete, El Brujo se reconoce como un juglar: “Cuando hice San Francisco, juglar de Dios se me abrió un campo de posibilidades, descubrí la veta de la narrativa oral llevada al teatro, la tradición juglaresca, que viene del narrador solitario que contaba en la Edad Media vidas de héroes y de santos. Y ese es el tipo de trabajo que yo hago”.
En el número 2.754 de Vida Nueva