Juan de Ávila y la predicación

El Maestro y patrono del clero español pronto será declarado Doctor de la Iglesia

LORENZO ORELLANA HURTADO, párroco de San Gabriel y delegado de Misiones de la Diócesis de Málaga | Próximos a su festividad (10 de mayo), y a la espera de que en fechas no muy lejanas sea declarado Doctor de la Iglesia, la figura de san Juan de Ávila se nos ofrece en estas páginas como guía y modelo de predicación. De la mano del Apóstol de Andalucía y patrono del clero, iremos respondiendo a las preguntas que en este campo proponen los estudiosos de la homilética: ¿quién predica?, ¿qué predica?, ¿para qué predica?, ¿cómo predica? El Maestro Ávila tiene las respuestas.

El título, Juan de Ávila y la predicación, es todo un mundo al que solo se puede acceder desde la modestia. Por ello, iniciemos esta reflexión recordando las circunstancias que rodearon la vida del Apóstol de Andalucía, pues, como dice el aforismo árabe: “Los padres nos dan la vida y los contemporáneos el modo de vivirla”.

Juan de Ávila pertenece a la primera generación del siglo XVI. Generación marcada por los procesos últimos de la Reconquista y el descubrimiento de América; por la unidad política de España y el cambio cultural y espiritual producido por el humanismo renacentista; por la ruptura de la unidad religiosa en Europa y las discusiones conciliares.
Los procesos últimos de la Reconquista acontecen cuando se halla en el trono Isabel la Católica. Su ejemplo fue tan decisivo que el pueblo acuñó la siguiente letrilla: Jugaba el rey, éramos todos tahúres; estudia la reina, somos agora todos estudiantes.

Este “agora todos estudiantes” fue un deseo, pero un deseo que comenzó a cuajar. El cambio supuso que España pasara de cuatro universidades a comienzos del siglo XVI a tener 30 a finales del mismo siglo. Siglo en el que “la vida y obra de Juan de Ávila constituye uno de los paradigmas mejor logrados de reforma personal y eclesial”.

Mas si en la vida del padre Ávila hay algo a lo que él se entrega de cuerpo entero es a la predicación. Así consta en la portada de la primera edición de sus obras: Obras del Padre Maestro Juan de Ávila, predicador en el Andalucía. Así consta en la biografía de Luis Muñoz: Vida y virtudes del venerable varón el Padre Maestro Juan de Ávila, predicador apostólico. Así consta en el subtítulo que Fray Luis de Granada pone a la vida que escribe sobre él: Vida del Padre Maestro Juan de Ávila y partes que ha de tener un predicador del Evangelio.

En ese subtítulo, y sobre todo en el prólogo de la obra, se indica lo que ha movido a fray Luis en la composición de la misma: “Que aproveche a los hermanos, y especialmente a los que están dedicados al oficio de la predicación: porque en este predicador evangélico verán claramente, como en un espejo limpio, las propiedades y condiciones del que este oficio ha de ejercitar”.

Hagamos caso al padre Granada y acerquémonos ya a ese espejo limpio que es el Maestro Ávila. Para ello, hagámoslo con las preguntas que, según los estudiosos de la homilética, ha de responder la predicación: ¿quién predica? ¿Qué predica? ¿Para qué predica? ¿Cómo predica?

¿Quién predica?

Hoy está claro que la homilía la predica el ministro ordenado. Los documentos de la Iglesia así lo señalan: Es a los obispos a quienes compete en primer lugar el deber de predicar la fe como maestros auténticos de la misma (LG, 24-25; CD, 13); después, a los presbíteros en el grado propio de su ministerio (LG, 28; PO, 4); y, finalmente, a los diáconos que sirven al Pueblo de Dios en el ministerio de la liturgia de la Palabra y de la caridad (LG, 29; SC, 35, 4; CD, 15).

Y aunque el Vaticano II habla de sacerdotes y diáconos, en los comienzos de la Iglesia predicaban casi exclusivamente los obispos. Es verdad que, con el tiempo, se fue imponiendo la necesidad de que predicaran los presbíteros. Necesidad que se convierte en objetivo de los grandes reformadores de la Edad Media y del siglo XVI. El Padre Ávila reconoce: “El oficio de la predicación está muy olvidado del estado eclesiástico, y no sin daño de la cristiandad”.

Tan olvidado estaba el oficio de la predicación que la mayoría de los obispos y sacerdotes no predicaban, peor aún, no sabían predicar, pues no estaban preparados para ello.

Esta falta de curas predicadores le duele tanto a Juan de Ávila que cuando don Pedro Guerrero, arzobispo de Granada, le invita para que vaya con él a la segunda sesión del Concilio de Trento, él, que ya se encuentra achacoso, le remite el Memorial Primero, en el que escribe: “Cosa muy cierta es que, si quiere la Iglesia tener buenos ministros, que conviene hacellos”. Y añade: “En todos los oficios humanos el oficial bueno no nace hecho, sino que hase de hacer”.

Y por eso pide que los candidatos al sacerdocio reciban una formación durante ocho años, para que sean educados primero que ordenados. Que sean educados, es decir, formados. El padre Ávila quiere que predique un sacerdote con formación remota y permanente, con santidad de vida y con gozo por haber sido escogido por Dios para este oficio.

¿Qué predica?

El Vaticano II recomienda que los fieles tengan un amor vivo a la Sagrada Escritura. Hoy, no hay duda: la Sagrada Escritura escogida para cada tiempo litúrgico marca la pauta de la predicación. Aunque eso no siempre fue así.

¿Qué se predica? El padre Ávila predicaba la Palabra de Dios, como recomienda a sus discípulos: “Sed amigos de la Palabra de Dios, leyéndola, hablándola, obrándola”.

¿Para qué se predica?

En primer lugar, la predicación ha de pretender la gloria de Dios. “El verdadero predicador, de tal manera tiene de tratar de Dios y sus negocios, que principalmente pretenda la gloria de Dios”. Principalmente, la gloria de Dios. Que se predique para gloria de Dios, para inculcar el amor a Cristo, que es la mejor forma de dar gloria al que nos lo envió.

Por eso, la predicación del Maestro Ávila es cristocéntrica, e invita constantemente a abrirse al amor del Padre manifestado en Cristo. Su predicación no reflexiona a nivel informativo, sino a nivel persuasivo. Está al servicio de la fe como palabra de salvación. Es kerigmática. De ahí, que siendo tan bíblica –como recordaba Schökel–, no se distrae en exégesis, sino que el texto se hace anuncio de salvación para unos oyentes concretos. Podríamos decir que su doctrina pretende, como dice san Pablo, recapitular todas las cosas en Cristo.

Mas para que la predicación alcance la gloria de Dios y gane almas para Cristo, ha de dirigirse al corazón del hombre buscando su conversión, pues, como dice el P. Rodríguez: “Predicar no es estar razonando una hora sobre Dios, sino que venga el otro hecho un demonio y salga hecho un ángel”.

Y el Maestro Ávila da una receta para conseguirlo, que se suba al púlpito templado. Fray Luis de Granada explica este término diciendo: “En la cual palabra quería significar que, como los que cazan aves procuran que el azor o el falcón con que han de cazar vaya templado, esto es, vaya con hambre, porque esta le hace ir más ligero tras de la caza, así él trabajaba para subir al púlpito, no solo con la actual devoción, sino también con una viva hambre y deseo de ganar con aquel sermón alguna ánima para Cristo”.

El mismo padre Ávila subía al púlpito tan templado que los que oían sus sermones no los olvidaban.

En el nº 2.752 de Vida Nueva. (Descargue el Pliego íntegro, PDF)

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