OBITUARIO: José María Izuzquiza, obispo emérito de Jaén (Perú)

De profesor de física a misionero en la selva

ÁNGEL GARCÍA RODRÍGUEZ, O.SS.T., BUENOS AIRES | Me llegó hace días la triste noticia de la muerte (26 de abril) de un obispo amigo de Dios, de los campesinos y de los indígenas situados en la ceja de selva peruana: el jesuita José María Izuzquiza, de 85 años, un misionero español que, tras estudiar Teología y especializarse en Física, dedicó la mayor parte de su vida, primero como sacerdote misionero y después como obispo, al Vicariato Apostólico San Francisco Javier en Perú.

No era un obispo de despacho, papeles y burocracia. Era un obispo pastor, un obispo de campo, subido en la mula visitando caseríos o con la alforja al hombro sentado en la canoa para acudir a las lejanas comunidades indígenas de Santa María de Nieva. Llevaba una vida sencilla, como cualquier sacerdote con los que convivía en la casa parroquial de Jaén; su despacho estaba siempre abierto a todos los campesinos que necesitaban de él. En tiempos duros del terrorismo en Perú (años 90), representó a esa Iglesia defensora de la Vida y de los Derechos Humanos de campesinos e indígenas.

Hoy, junto a mi oración desde este rincón de Buenos Aires por el eterno descanso de José Mari –como familiarmente le llamaban sus hermanos jesuitas en el Vicariato–, ¡me brotan tantos recuerdos, sentimientos y gotas de vida y esperanza compartidas con él en el Vicariato de Jaén! Le conocí en 1989, cuando paraba en la parroquia de Jaén por mi trabajo de promoción vocacional de los trinitarios. Desde un primer momento, nos abrió las puertas del Vicariato para sembrar la semilla trinitaria entre los jóvenes. Él mismo nos animó a fundar allí. Recuerdo el recorrido que nos hizo en 1992 durante varios días en su camioneta, acompañado del provincial, por Chiriaco, El Muyo y Santa Rosa. Era hombre sencillo, de amena conversación, de escucha de los campesinos. Un testimonio misionero cuya cercanía y acogida nos animó a los trinitarios a fundar en El Muyo en 1995.

Pero, ¿quién de aquellos sacerdotes que estábamos en Jaén no recuerda también haber entrado en su despacho de obispo y verle enredado entre tornillos y cables, arreglando tantos cachivaches eléctricos necesarios en la misión? Nos recibía riéndose: “No busquéis aquí muchos libros de Teología ni de Derecho Canónico, en la misión hay muchas cosas que hacer y arreglar”. Él mismo nos colocó la placa solar en la casa de nuestro centro misionero de El Muyo, sin luz eléctrica, a lo que comentaba entre risas: “Como ven, no llaman al obispo para dar ejercicios espirituales ni charlas piadosas. Soy un obispo muy solicitado para poner placas y arreglar artefactos”.

Gracias, José Mari, por tu alegría y tu servicio al Reino de Dios y gracias por el testimonio misionero que sembraste en tantos sacerdotes, religiosas, catequistas y laicos.

En el número 2.752 de Vida Nueva

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