Japón y Libia

No podemos contentarnos con ver las noticias y quedar atónitos ante lo que está sucediendo en estos dos países. En primer lugar, la solidaridad humana y cristiana por el altísimo costo de vidas humanas en juego. Es un llamado a reflexionar sobre muchos aspectos que normalmente dejamos a la sombra.
El terremoto y posterior tsunami en Japón, ponen de manifiesto las dimensiones físicas y humanas de una situación extrema. Nadie como los japoneses está preparado para una eventualidad de esta naturaleza, aunque la actual ha superado con creces las previsiones. Sin embargo, todo parece indicar que sin la disciplina y preparación previas para eventos de esta naturaleza, las víctimas mortales hubieran sido muy superiores.

No se ven noticias de saqueos en las zonas desvastadas. Con férrea disciplina, tanto la población civil como los organismos competentes, hacen frente con competencia y celeridad, a la catástrofe. La gente se siente asistida, acompañada en su situación. Eso genera confianza, serenidad y esperanza. Por otra parte, las explosiones en las plantas nucleares ponen sobre el tapete un tema que no se puede esquivar: es compatible con la vida humana correr los riesgos de desarrollar energía nuclear cuando los riesgos pueden ser apocalípticos en sus consecuencias para las actuales y futuras generaciones?
En el reverso del Japón debemos examinar nuestra propia realidad. La improvisación, falta de planificación y de políticas serias en materia de prevención de catástrofes ante eventos naturales, no parece sea del interés real de nuestros gobernantes. Si las lluvias o las sequías, de dimensiones no muy críticas, generan confusión y caos, daños que pudieran preverse a tiempo o paralización de muchas actividades, qué pasaría ante un evento de dimensiones imprevistas. El deslave de Vargas 1999 es la mejor muestra de nuestra incapacidad e indolencia.
¿Si colapsan las represas, hay explosiones frecuentes en las instalaciones petroleras, podemos pensar con seriedad en proyectos nucleares o involucrarnos en extracción y comercio de uranio y otros minerales radioactivos, sin un mínimo de prudencia y respeto a la vida humana?
Libia, por otra parte, es la mejor prueba de que el delirio de poder está por encima de la vida humana. Hay que masacrar, sin distingos, a quienes se consideran enemigos o ponen en vilo el ejercicio omnímodo del poder. La creación de la ONU y la declaración de los derechos humanos fue el resultado de los horrores de una guerra absurda. Debe existir un control real internacional y plural para que no se enseñoreen monstruos para quienes la vida humana vale sólo en función de sí mismos. El genocidio es uno de los mayores crímenes ante los que no podemos quedar indiferentes.
En el espejo de la violencia desatada que actúa impunemente, ante la represión desmedida de cualquier manifestación, ante la amenaza del uso del poder y las armas ante la población civil, ante las leyes embudo que se aplican de diversa manera según sea amigo o contrincante, debemos preguntarnos si así se construye una sociedad igualitaria, fraterna, respetuosa y plural. La necesidad de recurrir a medidas extremas, como la huelga de hambre, deja en claro que los caminos ordinarios del diálogo y el entendimiento no funcionan.
En un mundo globalizado e interconectado, las exigencias éticas, humanas y cristianas, tienen que ser acordes con el respeto a la vida humana y con las condiciones de bienestar material y espiritual al que tiene derecho toda persona. Difícil pero necesaria tarea que hay que asumir con pasión y entrega. VNC

Texto: Mons. Baltazar Enrique Porras Cardozo, Arzobispo de Mérida, Especial para Vida Nueva

Fotos: B.R.Q.

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