¿Cambiar agua por oro?

Las enseñanzas ecoteológicas de Santurban

Uno de los episodios más interesantes y polémicos en la historia ambiental colombiana, se ha vivido recientemente en el escenario del Páramo de Santurbán, ubicado al oriente del país, sobre una de las estribaciones de la cordillera de los Andes, entre los departamentos de Santander y Norte de Santander. El caso ha sido ampliamente difundido por los medios de comunicación y en la red circulan análisis pormenorizados de los pros y los contras de las alternativas, ante las cuales, el gobierno nacional debe tomar una decisión trascendental. Sin embargo, poco se ha escrito sobre los criterios de discernimiento ético ambiental y el aporte que la ecoteología puede brindar a la interpretación y posterior solución del conflicto.

En este contexto y con el horizonte de promover  una conciencia intencional sobre la responsabilidad ambiental de los(as) creyentes, es necesario responder a las preguntas: ¿Qué está pasando? ¿Por qué pasa lo que pasa? ¿Dónde está Dios mientras pasa lo que pasa? ¿Cuál es nuestra misión frente a lo que pasa?

Una escena para comprender

Es evidente que lo que está en juego es la decisión sobre el  uso del territorio que comprende el Páramo. El conflicto aparece por la divergencia de intereses entre los diversos actores sociales pues para algunos, el valor que prima es el monetario y en tal caso, lo primordial en la extracción del oro. Para otros, en cambio, la conservación de las fuentes de agua es lo prioritario y por tanto, hay que garantizar la integridad del ecosistema. Hay un tercer grupo que aspira a conciliar la operación minera con la sostenibilidad de la naturaleza, de tal forma que oro y agua no sean bienes excluyentes.
Cada uno de estos intereses está respaldado por una argumentación y  éstas, a su vez, por unas comprensiones de la vida, la naturaleza, el ser humano, Dios. Entonces, lo que hay de fondo es un debate hermenéutico, es decir, una pugna entre los “imaginarios” que se han construido respecto a las relaciones entre las personas y el páramo.
Así, hay quienes piensan que el páramo es un “recurso”, una cosa, un objeto y que el ser humano tiene el derecho supremo de explotarlo para maximizar las ganancias y acrecentar el capital. Por el contrario, hay quienes consideran que el páramo está vivo, que no  es un “algo” sino “alguien” (Pachamama, Nana, Madre Tierra, Gaia), que el ser humano es una fibra del frágil tejido de la vida y por tanto, no puede atribuirse el derecho a destruir la complejidad del ecosistema tan sólo por querer satisfacer sus necesidades.
En un nivel intermedio, hay quienes predican la responsabilidad del ser humano frente el cuidado de la naturaleza. Tal responsabilidad se basa en principios científicos, consideraciones éticas o creencias religiosas. En dicha perspectiva, no se toman decisiones sesgadas por un antropocentrismo fundamentalista o un biocentrismo radical, sino que se entiende al ser humano como un mayordomo, jardinero, administrador de la naturaleza, la que a su vez, se descubre como una compleja red de sistemas y procesos de la vida.
Todo lo anterior también visibiliza un debate respecto a la noción de “desarrollo”. Cada uno de los actores sociales que interactúan en el escenario vital del Páramo de San Turbán, maneja unos intereses, respaldados por una forma de pensar que, a su vez, se deriva de lo más arraigado de sus cosmovisiones, valores y sentidos de la existencia. De esta forma, los planteamientos de la empresa GreyStar, los inversionistas, el sector del gobierno que apoya el proyecto Angostura, los habitantes de los municipios Vetas y California (de reconocida tradición minera), las personas que viven de la minería ilegal, confrontan su imaginario de desarrollo basado en el crecimiento económico con una noción de desarrollo preocupada de la sustentabilidad del ecosistema y la perdurabilidad de las condiciones de calidad de vida, enfoques que caracterizan la posición de movimientos ambientalistas, universidades, sindicatos, autoridades ambientales locales y regionales, algunos gremios como Fenalco, periodistas y en general, gran parte de la sociedad civil santandereana.

Un enfoque para analizar

Desde finales de la década de los años sesenta del siglo pasado, se ha venido utilizando, cada vez con mayor asiduidad, la expresión “Ecoteología”, para describir la reflexión que, desde la fe, se hace respecto a la cuestión ecológica. Así, la  Ecoteología se asume como un “logos” de las relaciones del “theos” con el “oikos”;  es decir, un estudio, un discurso sobre las relaciones de “Dios” con la “casa”. Pero, ¿cuál casa? ¿Qué “Dios”?
Para Ernst Haeckel,  zoológo alemán, quien acuñó el término “ecología” hacia 1869, la casa se refería al medio físico al que  los organismos se adaptan y con el que establecen múltiples relaciones. Con el paso de los años, la conciencia del impacto de la sociedad en la casa de dichos animales, la comprensión del comportamiento humano en dimensión similar a la de otras especies, la introducción de la teoría general de procesos y sistemas, y la magnitud de la crisis ha llevado a comprender la “casa” en la escala de este planeta azul que llamamos “Tierra”, aun más, en las gigantescas proporciones del universo, en el que nuestro sistema solar, es apenas, un minúsculo refugio de la vida conocida. Ha sido el paso de la “ciencia” ecológica a la “conciencia” ecológica.
En el caso de la teología, la crisis de la vida en el planeta, está llevando a revisar las concepciones y representaciones mentales que cada cultura y cada tradición religiosa se ha formado de Dios, y a partir de las cuales, se interpretan los acontecimientos de la historia. Por ejemplo, frente a un tsunami, un terremoto, una oleada invernal, los seres humanos tendemos a interpelar a Dios por su presencia o su ausencia. Muchas veces lo culpamos de nuestras desgracias, acatamos obedientemente sus “pruebas” o “castigos” o simplemente asumimos una actitud suplicante pues sabemos que es el Dios Todopoderoso, capaz de intervenir en el mundo y cambiar el curso de los acontecimientos.
En este orden de ideas, la Ecoteología en su tarea de pensar las relaciones entre Dios, el ser humano y la naturaleza, comprende que no bastan las lógicas de la razón sino que hay que recurrir al sentir y al actuar, a la espiritualidad y la mística, las inteligencias múltiples, a la praxis transformadora, para responder pertinentemente a este gran “signo de los tiempos” en que se ha constituido la crisis ecológica. En la perspectiva específica de la tradición cristiana, se reconoce a Dios como Creador y a todo lo que existe y co – existe como su Creación. El ser humano hace parte de dicha Creación, y por tanto una auténtica comunidad eclesial piensa, siente, actúa en referencia a la relación entre Creador y Creación, tratando de interpretar el Plan de Salvación que Dios mismo ha revelado en Cristo y empeñándose por tejer redes sociales con el hilo del amor al estilo del Maestro de Galilea.
En el diálogo con otras cosmovisiones que recuperan el valor sagrado de la naturaleza y descubren que hay un sentido profundo de realización humana en la comunión con la Creación, se está perfilando una “Eco-Sofía” de carácter ecuménico, interreligioso e intercultural, la sabiduría de aprender a comprender los ritmos de la Creación y de convivir pacíficamente en nuestra “oikos”.
En tal sentido, son valiosos los esfuerzos por buscar vínculos de unidad como por ejemplo, a través del Parlamento de las Religiones del mundo, la Alianza entre Civilizaciones que la O.N.U ha propuesto, el énfasis en la justicia, paz e integridad que el Consejo Mundial de Iglesias ha planteado o la clarividencia del Magisterio Católico que recalca que la paz con Dios Creador implica la paz con toda su Creación (Juan Pablo II, 1990) y que si queremos la paz, debemos cuidar la Creación (Benedicto XVI, 2010).

Una misión por continuar

Ante esta mirada, el caso del Páramo de Santurbán, se convierte en un texto abierto para meditar y discernir el querer de Dios sobre su Creación. Ante todo, la crisis ecológica revela la profundidad de la crisis moral del ser humano. Por eso se hace necesario, explotar a fondo los intereses e imaginarios de cada uno de los actores sociales implicados, negociar en busca de aquello que posibilite la vida en abundancia (Jn 10,10) para todos y para todo y trabajar en pos del bien común desde una perspectiva sustentable. Aquí no cabe una oposición entre cultura y naturaleza, sino que se requiere abordar holísticamente la búsqueda de un bienestar para la Creación en el que se articulen los circuitos de la acción humana en el mundo con los circuitos de la vida que están inscritos en la estructura y dinámica de los ecosistemas.
Sólo que, se requiere considerar al Páramo como un actor vital, de tal forma que sus características biofísicas direccionen las políticas ambientales, ordenando y delimitando los alcances de la acción adaptativa del ser humano. Tal vez por eso es tan importante que el conocimiento científico continúe  especificando en qué consiste esa realidad que denominamos “páramo” y que suministre elementos para discernir adecuadamente cuál es el tipo de intervención humana más pertinente, de tal manera que la vida perdure. Esto implica un cambio de paradigma, las decisiones no pueden tomarse solamente desde el plano legal argumentando datos matemáticos, desde una lógica lineal frente a una realidad que es compleja, dinámica, ecosistémica. Esto es lo que se ha percibido en el debate epistemológico entre las partes, mientras unos desean extraer el oro y lo requieren saber cuál es la cota limite a partir de la cual pueden hacerlo a su antojo, otros defienden apasionadamente la integralidad del páramo, acaso tal vez descuidando las demandas sociales de aquellos que aun no conocen alternativas de subsistencia diferentes a la minería tradicional.
Tampoco es asunto de cultivar frailejones y robles en invernadero y replantar el jardín como si la ecología se ocupara tan sólo de aspectos estéticos superficiales. Es imprescindible comprender la complejidad de los procesos de la vida, entre los cuales hay unos que le dan al Páramo una significación vital en el ciclo del agua.
Por eso, con la certeza de la Alianza (Gen 9,13; 1 Co 11,25), el anhelo por “cielos nuevos y tierra nueva en donde habite la justicia” (2 Pe 3,13) es fundamental una conversión cultural (Rom 12, 2) y una transformación de la civilización (Ap 21, 6). Se gesta una nueva escala de valores, una nueva manera de comprender la vida, la naturaleza, al ser humano y al mismísimo Dios. No es que ya no importe el desarrollo ni que se privilegie a la Madre Tierra en detrimento de la humanidad, lo que está germinando es “un modelo de desarrollo alternativo, integral y solidario, basado en una ética que incluya la responsabilidad por una auténtica ecología humana y natural, que se fundamente en el Evangelio de la justicia, la solidaridad y en el destino universal de los bienes” (Aparecida 474c).
Esta premisa de la sabiduría cristiana confluye con la lucidez de otras tradiciones como la de los indígenas Cree de Norteamérica a quienes se les atribuye la famosa frase “Sólo después que el último árbol haya sido cortado, sólo después que el último río haya sido envenenado, sólo después que el último pez haya sido pescado, sólo entonces descubrirás que el dinero no se puede comer”.
Esperamos no ver jamás la desaparición del último frailejón en Santurbán ni ser espectadores de la muerte prematura de ningún ser humano. El discipulado misionero en el cuidado de la Creación se orienta hoy en día, a tejer comunión entre las personas y todo lo creado, para alabar y dar gloria al Dios Creador, de tal forma que el cosmos  tenga a Cristo por cabeza (Col 1, 20) y todos disfrutemos de la vida abundante que Él nos ha comunicado. VNC

Texto: Alirio Cáceres Aguirre

Fotos: Mykady69, Vanguardia Liberal, Municipio de California Santander, Uncle Kick-Kick

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