Las ‘piedras vivientes’ de Tierra Santa

ADRIÁN MAC LIMAN, periodista y escritor | Un pastor evangelista americano quedó muy sorprendido durante su primera visita a Tierra Santa al “descubrir” la existencia de una comunidad cristiana en Palestina. “Nos preguntó cuándo nos convertimos”, recuerda con una sonrisa irónica el padre Abed. El pastor luterano es incapaz de disimular su amargura: “A comienzos del siglo IX, los cristianos representaban más de la mitad de la población de esta tierra. Hoy en día, solo el 2 % de los habitantes de Cisjordania y Jerusalén Este profesa la fe cristiana”.
En 1992, el arzobispo de Canterbury lanzaba, a su vez, un grito de alarma: “Me temo que de aquí a 15 años, Jerusalén y Belén acabarán convirtiéndose en una especie de Disneylandia cristiana, en un lugar que los peregrinos visitarán para conocer los lugares en los que vivieron sus correligionarios de antaño. Deseo que los cristianos sean capaces de vivir aquí, que los visitantes tengan ocasión de encontrar a los testigos de Cristo. Para ello, hace falta pensar en soluciones basadas en la dignidad humana y la libertad”.

A mediados de 1990, la llamada Conferencia Teológica de la Iglesia Local publicó un alarmante informe, del que se desprendía que en Jerusalén “faltaban” más de 10.000 cristianos. Señalan los autores del documento que, según las proyecciones demográficas, la Ciudad Vieja de Jerusalén debía haber contado con 18.000 habitantes cristianos. Sin embargo, hacia finales de 1989, el número de cristianos residentes en la parte antigua de Jerusalén apenas ascendía a 8.000.

“Sal de tu país, y de tu patria, y de la casa de tu padre a la tierra que yo te mostraré”, dice el Génesis. Desde finales del siglo XIX, más de un tercio de la población cristiana abandonó los Santos Lugares. La emigración económica de comienzos del siglo XX dejó paso, a partir de los años 50, a la emigración política. Actualmente, solo quedan en Tierra Santa unos 200.000 cristianos. “Es preciso frenar la emigración”, señala un informe del Sínodo Ecuménico de Oriente Medio, recordando que las Iglesias locales tratan de aunar esfuerzos para mejorar las condiciones de vida de los pobladores de Palestina.

Los programas incluyen la ayuda económica, la creación de empleos, la formación profesional, la asistencia espiritual. Aun así, hacen falta más inversiones y puestos de trabajo, más párrocos para ocuparse de la joven generación, que ignora o descuida su identidad religiosa.

“Nos hemos convertido en piedras vivientes. El problema que tenemos es el de la percepción de nuestros problemas en el mundo occidental”, recuerda el padre Abed. “No se puede hablar de solidaridad de los cristianos de Europa y los Estados Unidos con las comunidades de Palestina. Lo que sí hay es caridad, como en el caso del Tercer Mundo. Pero nosotros no somos mendigos: no queremos este tipo de ayuda”.

La ayuda real no se traduce por la introducción de “cuotas” de representación cristiana en los órganos legislativos (Parlamentos) de los países de la zona (Palestina, Jordania, Egipto, etc.) ni por la manera de singularizar a las comunidades cristianas, como lo desea la Unión Europea y/o algunos países católicos del sur de Europa. Lo que se necesita es una mayor solidaridad, mayor comprensión e identificación con la compleja problemática de los cristianos de Oriente.

En el nº 2.750 de Vida Nueva.

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