La Carta Ecuménica, diez años después

PEDRO LANGA AGUILAR, O.S.A., teólogo y ecumenista | Mucha sembradura y poca cosecha en la “hoja de ruta de todo cristiano”. Lo que hace falta saber es si la Carta Ecuménica, firmada diez años atrás en la alsaciana Estrasburgo, ha servido para algo en las relaciones ecuménicas, o si de allí salió tan solo papel mojado. Legítima curiosidad, por otra parte, valedera para el BEM-Lima 1982 y otros acuerdos de larga parafernalia inaugural y corto trayecto. La verdad es que diez años se van en un suspiro.

Pedro Langa

Y eso, no más, hace ahora que los presidentes del Consejo de las Conferencias Episcopales Europeas (CCEE) y de la Conferencia de las Iglesias Europeas (KEK), respectivamente Miloslav Vlk, cardenal de Praga, y Jeremías Caligiorgis, metropolita de París, firmaron el 22 de abril de 2001 en la iglesia de Santo Tomás de Estrasburgo la Carta Ecuménica para Europa (CE). Se dijo entonces, y pronto pudo comprobarse, que el documento es fruto de intenso trabajo, abundantes encuentros, fecundos diálogos intereclesiales, duras fatigas y firmes esperanzas.

No habían pasado cinco meses, y con los atentados a las Torres Gemelas del 11 de septiembre de 2001 en los Estados Unidos llegó el primer aviso. La CE, redactada para cumplir con una específica recomendación de la Asamblea de Graz a base de reglas, directrices, criterios ecuménicos con que ayudar a distinguir entre proselitismo y testimonio cristiano, fundamentalismo y fidelidad a Jesucristo, venía a revelarse letra muerta más que estímulo eficaz. Con todo, el dramático revés evidenció el grave deber de los cristianos urgiendo unidad visible entre Iglesias y comunidades eclesiales.

Nadie podía cuestionar la Carta. Había salido con el Muro derribado y un fecundo vínculo entre cultura y tradición Este-Oeste por delante. Quería ser, sobremanera, instrumento apuntando al aprendizaje de la cátedra “inesperada y escandalosa” de un Dios en cruz que entra en las heridas de la humanidad y asume las divisiones y los dolores hasta el grito del divino abandono en el madero.

Muchos la calificaron de “Carta Magna” en lo de servir a Dios atendiendo a las necesidades de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Cumplía con el criterio de sus redactores: texto breve, positivo, al servicio de las Iglesias en relaciones pancristianas. No pretendía exponer. Solo definir pautas de acción. Vista como “norma vinculante” de “lo que puede y debe declararse oficialmente obligatorio”, sus contenidos coinciden en mayor medida que los del Consejo Mundial de las Iglesias (CMI) con los documentos ecuménicos católicos romanos: la Iglesia “es una, santa, católica y apostólica”.

Se aspira a la “unidad visible de la Iglesia de Jesucristo en la única fe, que halla expresión en un bautismo recíprocamente reconocido y en la comunión eucarística”, destacando así la dimensión sacramental de la unidad. Su carácter ecuménico, pues, quedaba fuera de sospecha: salía cual firme apoyo a una cultura del diálogo y primer documento histórico de este tipo; una especie de carta de navegación para mejor responder los cristianos europeos a las exigencias del Evangelio y de la historia actual. Su tercera parte considera el auxilio de las Iglesias a Europa y los números que miran al diálogo intercultural e interreligioso son cuatro: “Reconciliar pueblos y culturas” (n.8); “Intensificar la comunión con el hebraísmo” (n.10); “Cuidar las relaciones con el islam” (n.11); y “El encuentro con otras religiones y visiones del mundo” (n.12).

Precioso documento

Apuesta también por un Cristo resucitado que realiza la nueva evangelización, la catolicidad, el diálogo; promueve la vía ecuménica e interreligiosa; da rostro a la religiosidad anónima, al ansia de divinidad en el hombre; fomenta la vocación cultural de Europa, en resumen. Precioso documento, sin duda, porque alienta un mea culpa de las Iglesias europeas ante las dramáticas divisiones intercristianas; apuesta por una Iglesia en camino hacia su definitiva plenitud; cercena cualquier vínculo entre la enseñanza cristiana y el antisemitismo teórico y práctico; y tiende la mano, en fin, a los musulmanes, diciéndoles de paso que, sin reciprocidad, es imposible dialogar ni compartir nada.

Desdichadamente, sin embargo, la Carta Ecuménica ha tenido hasta la fecha escasa resonancia, y aplicación mínima, por no decir nula, en España. Este diagnóstico negativo lo emitían en diciembre de 2003 delegados de 15 países de Europa central y oriental, representando a 20 Iglesias diferentes, reunidos tres días en Budapest: el ecumenismo –puntualizaron– no es facultativo, sino fundamental, y la CE es una contribución concreta de las Iglesias a la definición de la Unión Europea.

Lo propio denunció el convenio ecuménico sobre Los cristianos y Europa, desarrollado en Terni del 5 al 7 de junio del 2006, las miras puestas en Sibiu y el análisis en puntos de la CE, como unidad intereclesial, aporte de los cristianos a la construcción de Europa, salvaguardia de lo creado y diálogo con las otras religiones a partir del hebraísmo y del islam. Definieron el documento como el parámetro de las relaciones recíprocas.

El 14 de mayo de 2008, el Consejo de Iglesias Cristianas en Francia, festejando su 20º aniversario, firmó a título meramente simbólico en la catedral de San Esteban, sede de la Asamblea de Obispos Ortodoxos de Francia, la CE, ya rubricada el día de su puesta de largo en Estrasburgo.

Se quería con ello impulsar la marcha ecuménica descrita en dicho documento, cuya riqueza pone de relieve la evolución en curso del paisaje religioso europeo y, por ello, de nuestras relaciones interconfesionales. Era también un desafío a percibir todos de igual manera los compromisos formulados en sus páginas: reconocimiento del bautismo, unidad visible de la Iglesia, anuncio del Evangelio y diálogo interreligioso. Porque “la CE –precisaron aquí también– no ha penetrado aún en todos los estratos de las diferentes Iglesias en Francia”.

¿Relanzamiento?

El Patriarca Ecuménico Bartolomé I volvió a la carga en la XIII Asamblea de la KEK tenida en Lyon el mes de julio de 2009: la CE –dijo– es poco conocida en nuestras parroquias y comunidades. Y el pastor Jean Arnold de Clermont, por su parte, aprovechó el encuentro de Estrasburgo en diciembre del mismo 2009 para ver en ella la hoja de ruta de todo cristiano. Propuso, además, exhibirla en los lugares de culto, como la de los Derechos Humanos en las alcaldías.

Por de pronto, señala que el compromiso común de las Iglesias debe hacerse visible en la defensa del hombre y en la construcción de una Europa reconciliada y solidaria. Ineludible compromiso, pues, que urge sacar adelante a base de profundizar en la comunión con el hebraísmo y en las relaciones con el islam, y de promover el encuentro con las otras religiones en medio de la sociedad pluralista del Viejo Continente. Sus doce puntos relativos al testimonio común de la fe cristiana, al intercambio de experiencias en la catequesis y la pastoral, a la cooperación en la educación cristiana, y, en fin, a la comunión espiritual entre las Iglesias, pesan y no se pasan.

De ahí su deseable relanzamiento a partir de este décimo aniversario. Supondría, cuando menos, levantar acta del camino recorrido respondiendo a las exigencias interreligiosas paneuropeas. Puede que anime a ello ver a grupos interconfesionales que estudian la Biblia y responden así a una CE que invita a reflexionar juntos sobre nuevos modos de vida.  En Francia, sin ir más lejos, la tibia sensibilidad ecuménica de muchos católicos contrasta –es curioso– con la de los protestantes, en quienes nueve de cada diez matrimonios son interconfesionales. Ya le llegará el turno a España, ya. Y pronto. Habrá entonces que desempolvar este documento, al menos para no hacer el ridículo en foros internacionales.

En el nº 2.748 de Vida Nueva

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