Una Iglesia con vocación de paz

No siempre fue así. Los errores y desvíos comenzaron a quedar atrás cuando la Iglesia en Colombia, independiente de los partidos, acogió la paz en su proyecto pastoral. No fue una imagen común la de los tres obispos colombianos que mostraban sus trofeos con ese ánimo feliz de los deportistas coronados en un podio, o de los periodistas en la cima de un premio de periodismo. A los tres obispos, monseñor Luis Augusto Castro, monseñor Leonardo Gómez y monseñor Nel Beltrán, los exaltó el Premio Nacional de Paz como expresión de la voluntad de paz de la Iglesia en Colombia.
A monseñor Castro, actual arzobispo de Tunja, siempre  se le verá como el arquitecto de la liberación masiva de los 60 soldados que las Farc habían secuestrado en 1997 en Las Delicias; monseñor Leonardo Gómez, obispo de  Magangué, también será recordado por su acción a favor de la paz que culminó en la liberación del sargento Moncayo y a monseñor Nel Beltrán, obispo de Sincelejo, integrante de la Comisión de Paz creada por el presidente Belisario Betancur en 1984 y promotor del grupo de Sainville y de su iniciativa de paz, le reconocen su admirable terquedad en la búsqueda de la paz.
La televisión recogió y difundió la imagen de estos tres obispos en una  escena que, a los más viejos entre  los televidentes, les hubiera resultado impensable hace 60 años. Entonces era difícil ver en un obispo un promotor de paz. Un jurado como el que en diciembre pasado, presentó como ejemplar la vocación de paz de estos obispos, en los años 50 hubiera descartado cualquier idea de premiarlos, apoyado en hechos como estos.
Los pastores en esos años se habían convertido en activistas políticos contra un partido que, primero fue el liberal y después el comunista.
“Ser liberal es pecado” se oía en los confesionarios y en los púlpitos; después la campaña eclesiástica se dirigió contra los comunistas: “el comunismo no es una doctrina, sino un crímen”, “guerra a muerte al comunismo, en todos los frentes todos los días”, se leyó en el Boletín Diocesano de Tunja en la edición de mayo – junio de 1948. (Esta y otras citas de prensa de la época las debo a la historiadora Gladys Esther Rojas en “Iglesia, Movimientos y Partidos”.)
Un exaltado sacerdote, el padre Eutimio Ramírez convocaba en aquellos días posteriores al estallido del 9 de abril de 1948, “a una nueva campaña libertadora y moriremos hasta el último hombre antes que permitir que la patria caiga en las fauces de los chacales moscovitas”.
El tono guerrero no era solo retórica. Informaba El Tiempo en abril de 1949 que en poblaciones como El Espino, en Boyacá, el párroco había organizado “milicias azules”, que recibían, dos veces por semana, instrucción militar y ejercicio de polígono bajo su dirección. A su vez, Jornada, el periódico gaitanista, reveló en ediciones del 26 de marzo y del 18 de julio de 1948, la existencia de milicias campesinas al mando del párroco de Gachantivá, quien uniformado como militar, instruía sus reclutas en el tiro al blanco y en el manejo de machetes y cuchillos.
Los frecuentes reportes de estos dos periódicos difundieron la imagen de unos sacerdotes en armas contra liberales y comunistas, que aquel hipotético jurado habría alegado para rechazar la asociación entre Iglesia y paz. Además se habría interpuesto la asociación entre Iglesia y partido conservador.
Iglesia y conservatismo unidos, trabajaron para convertir en un deber de conciencia el voto por los candidatos de este partido. En las elecciones de junio de 1949, según reveló Jornada, hubo párrocos que cedularon a menores, expidieron partidas de nacimiento falsas o utilizaron los sacramentos como forma de presión a favor del  conservatismo. El párroco de Tuta fue célebre porque, además de difundir la consigna de “sangre y fuego contra los rojos ateos” anunció que no bautizaría ni sepultaría liberales, según relato de El Liberal del 6 de mayo de 1949.
La prohibición de votar por los liberales y los comunistas “bajo pecado mortal” vigorizó la estructura mental para la violencia de los años 50.
Los sacerdotes que encabezaron grupos de choque electorales con vivas a Cristo Rey, a Roa Sierra, el asesino de Gaitán, y al conservatismo, ganaron las elecciones del 5 de junio, pero contribuyeron a fortalecer la idea de que era legítimo matar comunistas y liberales. “Quien mata un liberal no comete pecado”, “Matar liberales es seleccionar la raza” fueron sentencias que, repetidas, encontraron un nicho en las conciencias.
Las crónicas de entonces sobre el desalojo de Togüí y Cómbita, dos de los pueblos liberales que fueron abandonados por sus  habitantes, parecen reproducirse hoy cuando se relata el drama de las poblaciones arrasadas y abandonadas bajo la presión de paramilitares o guerrilleros. Sólo que en aquellos años eran sacerdotes los instigadores de esos desplazamientos.
Toda esta historia terminó con el proceso lento y gradual que se inició el 9 de abril de 1948. En contraste con las actuaciones individuales, escandalosas e irracionales, es notable el tono sereno de la pastoral colectiva del episcopado, suscrita el 6 de mayo de 1948.
Llaman la atención sobre las causas de aquel estallido de violencia: la relajación de los resortes morales de la sociedad, la exaltación de las pasiones en la lucha política, la invitación a la lucha de clases, el excesivo afán por los intereses económicos. Es extensa su lista de propuestas: la unión para afrontar la amenaza común, el acercamiento benévolo y pacífico entre patronos y obreros, la garantía de los derechos de los trabajadores.
“Especialmente, agregaron, debemos procurar el mejoramiento económico, social y moral de los trabajadores”. Fueron nuevas formas de ver que con los años transformarían la acción del episcopado.
Mantuvieron su condena del comunismo, tema al que le dedicaron una segunda pastoral el 29 de junio y reapareció, como si se tratara de una deuda no cancelada, la vieja condena del liberalismo doctrinario. Pero la orientación episcopal fue de especial urgencia en los años que siguieron cuando, como un fuego no apagado del gran incendio del nueve de abril, reapareció la violencia del medio siglo.
En este período la Conferencia de los Obispos describió la violencia “como un ciclón que ha pasado con fuerza desoladora por vastas regiones”. En su Pastoral Colectiva de 1953 aunque mantuvieron su discurso que atribuye el problema “al apartamiento de las enseñanzas de Cristo” y reiteraron su enseñanza evangélica del amor de Dios y del prójimo, fueron toda una novedad dos capítulos dedicados a la dignidad de la persona humana, a la justicia y al derecho a la vida. Como había ocurrido en la pastoral de 1948, el episcopado concentró su visión del fenómeno también en las fallas de la justicia “sin su ejercicio la sociedad sería un caos y se caería en la barbarie”.
Esa nueva mirada se concretó en 1958 cuando en la Pastoral de la XIX Conferencia, los obispos con lucidez visionaria escribieron: “es tiempo de emprender una reforma agraria y social a base de un reparto más equitativo de la riqueza”. Con los años y con el desarrollo de los acontecimientos de violencia que siguieron, el país comenzaría a entender que el de la propiedad de la tierra sigue siendo el núcleo de las violencias en la historia nacional. La lectura de la Pastoral de la XXXVII Asamblea Plenaria del Episcopado -28-08-81- mostró una nueva evolución de los obispos, que los situó a considerable distancia de sus predecesores. Al describir la situación del país, entonces bajo el gobierno de Julio César Turbay, mostraron una crisis en la que tenían que ver “la clase política indiferente”, “una democracia sin participación ciudadana”, “unas instituciones politizadas”, “un ingreso altamente concentrado”, y una política oficial represiva y condenable. En este documento el episcopado denunció las violaciones de los derechos humanos por parte del gobierno. Característica de esa evolución fue la fina independencia, que como aire fresco, circuló por todo el documento, y el sentido humano que los obispos introdujeron a su lectura de las realidades políticas del momento.
Cuando el presidente Belisario Betancur propuso su proyecto de paz recibió el apoyo de los obispos pero no su unanimidad. Como los ciudadanos comunes, hubo obispos que aplaudieron  el propósito presidencial de parar la violencia y de avanzar hacia un acuerdo de paz, pero otros rechazaron, por altos, los costos de ese proyecto, como el de la impunidad que suponían los mecanismos legales de la amnistía. Con todo, varios obispos hicieron parte de las comisiones creadas por el gobierno para lograr el acercamiento y el diálogo con los guerrilleros.
Roto el unanimismo institucional, los obispos y el clero participaron en el debate nacional sobre la política de paz. Se trataba de eso, de una política que debía ser discutida, escudriñada, revisada y vuelta a hacer con tal que sus resultados asentaran una paz sólida. Consciente de las dificultades y de lo urgente del empeño, el recién nombrado Arzobispo de Bogotá,  Mario Revollo, advirtió que “las dificultades no debían obnubilar la mente para intentar actitudes que no van a ser la verdadera solución sino que por el contrario pueden agravarla más”.
En ese momento el episcopado estaba jugando un papel en que, independiente del poder gubernamental o político y de todo interés institucional, velaba por los derechos de los ciudadanos, en una novedosa versión de su tarea pastoral.
La creación en 1995 de la Comisión de Conciliación Nacional por parte del presidente de la Conferencia Episcopal, fue una expresión de esa nueva pastoral. Se trata de una organización independiente respecto del gobierno, dedicada a tareas como la humanización del conflicto y la creación de condiciones que propicien las negociaciones con los grupos armados ilegales.
Las encuestas de opinión le asignan a la Iglesia de hoy, uno de los más altos niveles de credibilidad, a pesar del empeño en los medios de comunicación, de presentar una imagen negativa, obstinadamente ligada al escándalo de la pederastia, a su oposición a todo lo que tenga que ver con la liberalización del sexo, o de entidad reaccionaria y tradicionalista a ultranza. Pero es una credibilidad que la Iglesia se ha ganado a pulso por su genuina vocación de paz, superior a la de los políticos, de mayor consistencia que la de académicos o gobernantes. Como decía el actual presidente de la Conferencia Episcopal, monseñor Rubén Salazar “queremos establecer un diálogo con todos los estamentos. Estamos convencidos de que el conflicto no tiene solución por la vía armada. Este tipo de conflictos jamás se soluciona militarmente. Hay que abrir la puerta al diálogo político y el objeto de nuestra convocatoria va en ese sentido: que se logre un acuerdo mínimo para que, a través de un gran diálogo, se busque la solución del conflicto armado”. VNC

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