La muerte y el morir

ERNESTO OCHOA MORENO

El padre Nicanor vive con el cuento de que la muerte es una forma de ternura. Me lo ha dicho una y mil veces. ¿Miedo? Sí, claro. Pero un miedo que hay que vaciar en esas manos tiernas, maternales, que nos van a recibir. Manos de un Dios-madre.
La muerte es una forma de ternura. Cuando una madre es tierna con su  hijo, éste se abandona a ella y en ella. Lo mismo cuando brota la ternura entre los amantes. Se entregan, se abandonan el uno en el otro, se unen, se diluyen. Y es que la ternura es también un dulce morir. García Lorca llama al acto amoroso la muerte chiquita. Para los sufíes la muerte es la última danza en que la criatura se diluye en el Absoluto.
No me gusta la palabra muerte. Prefiero sustantivar el infinitivo del verbo: el morir. La palabra muerte es demasiado contundente. Como un puntillazo. ¡Pum, se acabó! El morir, con en el artículo, traduce mucho mejor la realidad de lo que es este camino -y su llegada- a la plenitud.
Porque eso es el morir: plenitud, completez, llenamiento. Cuando tú terminas de leer un libro, ese final es plenitud. Cuando uno camina y llega a la meta no se pone triste, sino que se alegra. Ha llegado. Hizo el viaje.
El ser humano -es natural- se angustia al pensar que la muerte es un salto en el vacío. Pero no. La vida sí es un diario y constante salto en el vacío. El morir, no. Porque lo que está al otro lado no es el vacío. Es Dios. O tal vez, si se quiere,  un “Dios-vacío”. No el Dios figurado o imaginado, no el Dios definido por las religiones y los teólogos, sino el que arrobó a los místicos. Más allá de los conceptos, más allá de las elaboraciones dogmáticas, más allá de nuestras esperanza antropomórficas. Más allá de la vida. Más allá de la muerte. Tras el morir. Eso es el misterio.

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