Japón: el infierno en media hora

El pueblo se conjura para trabajar unido en la reconstrucción del país

ALEJANDRA PEÑALVER. TOKIO | Tras el dantesco escenario que el terremoto de Japón ha dejado, es muy difícil comprender la razón de tanto sufrimiento. Incluso para el pueblo japonés, curtido en mil batallas. Un pueblo del que, erróneamente, se dice que no llora, que es muy frío e impasible incluso ante la peor de las catástrofes. Llevo en Japón desde que la furia de la Naturaleza se cebó con el archipiélago y puedo asegurar que tal afirmación es del todo incierta.

Ante acontecimientos de este calibre, se hace sencillo comprender que existen fuerzas superiores a las del ser humano, por mucho que el hombre haya querido coronarse el rey del universo. Y aún más difícil resulta comprender cuando, sobre el terreno, se comprueban en primera persona las terribles consecuencias de tan tremendo seísmo. Pueblos completamente devastados, convertidos en una impenetrable pila de escombros. Objetos personales, peluches, fotografías o, simplemente, una almohada, que ahora, totalmente inservibles, pasan a decorar la apabullante destrucción. Entre otras cosas porque, casi con seguridad, sus dueños estén bajo los escombros. Muertos.

Miedo y resignación

El viernes 11 de marzo, a las 14:46 horas, la costa noreste de Japon rugió enfurecida durante dos interminables minutos. El brutal terremoto, de intensidad 9 en la escala de Richter, pasará a la historia como el quinto más potente y uno de los más devastadores. El temblor provocó la furia del mar que, en forma de tsunami, se tragó grandes extensiones de tierra y todo lo que había en ella. El infierno, sin previo aviso, y en apenas media hora.

Después, se hizo el silencio más absoluto. El resto es ya parcialmente conocido porque el verdadero drama, el de miles de personas que han perdido a todos o a parte de sus familiares, quedará sin contar cuando el foco de la información se traslade a otros escenarios. El recuento oficial de muertos supera, al cierre de esta crónica, las 9.000 personas. Los desaparecidos sobrepasan los 13.000.

Los japoneses están resignadamente acostumbrados a padecer temblores de tierra casi a diario. Japón es un gran país, con el inconveniente de estar asentado sobre una zona de extraordinaria actividad sísmica. Paradójicamente, es el lugar del mundo más seguro para sufrir un terremoto porque sus edificios están preparados para aguantar sacudidas de gran intensidad.

Desde que he llegado a Tokio, me ha tocado vivir ocho terremotos de diversas intensidades, desde 6,4 grados, el más fuerte, hasta 5,8, el más leve. La primera vez fue una experiencia horrible en la que, literalmente, lo único que se me ocurrió hacer durante los 15 segundos que duró la pesadilla fue invocar a Dios para que dejara de mover las entrañas de la tierra.

Pasé miedo, mucho miedo. Porque, para alguien que nunca ha vivido una situación semejante, resulta muy impactante ver cómo todos los objetos que hay a tu alrededor se tambalean y se caen. Y que un enorme edificio de 24 plantas de altura se mueva de lado a lado como si fuera un flan…

Más tarde, los japoneses con los que he ido hablando te dicen tranquilamente que un terremoto de 6,4 grados no es para tanto, que está dentro de lo normal. A todo se acostumbra uno, aunque en esos escasos pero interminables segundos, entiendes de una vez por todas tu pequeñez e insignificancia en el complicado entramado del universo.

El problema no son la grandes ciudades como Tokio, Osaka o Kioto. El problema son los pueblos como Sendai, Ibaraki o Fukushima, los más próximos al epicentro del seísmo, porque no cuentan con la tecnología de última generación necesaria para evitar una catástrofe humanitaria como la que, trágicamente, se ha producido estos días.

Lección de civismo

Para los que no tienen un gran conocimiento de la cultura oriental, el comportamiento admirable con el que los japoneses han sabido reaccionar a los enormes problemas originados por el terremoto y posterior tsunami, es una incógnita. Para quienes vivimos en esta parte del planeta, este saber estar entra dentro de su forma de ver la vida, de su manera de no expresar sus sentimientos en público por pudor personal, de su sentido de la obediencia y respeto a la autoridad, valores todos ellos que la sociedad occidental ha perdido o, simplemente, no conoce.

En cualquier caso, los japoneses están dando una lección de civismo al mundo. Dentro de lo malo, Japón es, quizá, el mejor país para que ocurra una catástrofe así, visto cómo han sido capaces de reaccionar. Y, como señalan muchas voces de renombre en la esfera pública japonesa, desde empresarios hasta filósofos y poetas, a partir de ahora hay que trabajar “unidos” para reconstruir el país. “Tenemos que aprender de esta dramática experiencia y hacer que esto se convierta en una oportunidad para propiciar el renacer de Japón”, decía estos días en la televisión pública japonesa NHK un prestigioso empresario.

Muchos son los desafíos a los que, ahora, van a tener que hacer frente estas gentes. Los economistas cifran en más de 250 billones de dólares y cerca de cinco años el dinero y el tiempo para volver a recuperar los niveles en los que el país se encontraba hace solo unos días.

Además, conviene no olvidar que, justo hace un mes, China había desbancado a Japón como segunda economía mundial, puesto que había ocupado desde hacía más de cinco décadas. Antes del terremoto, la estructura económica japonesa ya estaba tocada. Ahora, habrá que ver, en sentido metafórico, cuántas torres se lleva por delante el seísmo. El Banco de Japón ya ha prometido inyectar liquidez en la economía para que el pesimismo no se adueñe de los mercados.

Queda, también, el desafío de la crisis alimenticia. Los significativos y alarmantes niveles de radiactividad detectados estos últimos días en varios alimentos e, incluso, en el agua corriente, van a hacer caer la confianza internacional en los productos nipones, famosos por su extremada calidad y elevado precio. Y es que, si al principio, los niveles de radiación que se detectaban eran simplemente por yoduro radiactivo, los últimos análisis confirmaban ya la detección de cesio, un elemento químico mucho más peligroso y nocivo para la salud.

También el agua del mar ha resultado contaminada, lo cual, tratándose de un pueblo como el japonés, completamente enamorado de los productos marinos, supone un doble problema. No hay día que pase sin que en la dieta de un japonés no se incluyan algas, pescado o marisco.

Vergonzosa reacción de Occidente

Peor va a ser el desafío humanitario. Cuando realmente se conozcan los datos definitivos de las víctimas mortales y de los desaparecidos y desplazados, entonces no va a haber banco ni compañía aseguradora que pueda compensar la pérdida de un hijo, de una madre, de un marido.

Los que hemos tenido la suerte y la desgracia de vivir en primera persona un acontecimiento tan espeluznante como ha sido el riesgo de alarma nuclear que durante cinco días críticos ha mantenido al mundo en vilo, no tenemos, sin embargo, palabras para describir la vergonzosa reacción con la que, en esta crisis ha actuado, en general, Occidente. La mediocre y torticera cobertura que han hecho los medios de comunicación europeos (dentro de lo malo, los americanos han sido más respetuosos con la verdad) daría para una tesis.

Se habló de “apocalipsis” desde instancias públicas de la Unión Europea. Se habló, con matices políticamente interesados, de “desastre nuclear sin precedentes” y de la “maldad” de la energía nuclear cuando la Central de Fukushima Daichi estaba en sus peores momentos. Todo, desde el desconocimiento de lo que realmente estaba ocurriendo. Quizá sea una buena oportunidad para aprender de los errores y, dentro de la humildad, hacer un sano ejercicio de revisionismo también de la profesión periodística.

Desde el punto de vista ciudadano, también contrasta la reacción entre los propios japoneses y los occidentales. Mientras los segundos se han dedicado a despotricar cómodamente desde el sofá de sus casas acerca de la conveniencia de las centrales nucleares, los japoneses, en respetuoso silencio, han trabajado incansablemente para ayudar, aunque solo fuera moralmente, para que la nación entera no perdiera la esperanza en los dramáticos y oscuros momentos que siguieron al terremoto.

En el nº 2.747 de Vida Nueva.

ESPECIAL JAPÓN

Compartir