Encontrar a Dios cuando llega la catástrofe

El terremoto de Japón deja un paisaje desolador y preguntas que interpelan a la sociedad y a los creyentes

FRAN OTERO | Bajo la tierra nipona se oyó un ruido de trueno el pasado 11 de marzo. Una violenta sacudida metió el miedo en el cuerpo de los ciudadanos que, tras el almuerzo, se preparaban para un fin de semana de descanso. Bramó la tierra por el estruendo del mar y el oleaje. Se creían sofisticadamente preparados en uno de los países poderosos de la Tierra. En el recuerdo, Haití, uno de los más pobres. Hace un año, un temblor puso en jaque su misma supervivencia. Aún hoy sufren las consecuencias. Ante un paisaje desolador aumentan las preguntas. ¿Vivimos en un mundo feliz?

Japón, Haití, Chile… Pasó en Lisboa en 1755. Allí, un intenso terremoto asoló la ciudad y se dejó sentir en países remotos. El seísmo de la capital lusa no solo removió el suelo, sino que cuestionó también hasta el mismo sistema filosófico cartesiano. Voltaire cuestionaba el mundo feliz de Leibnitz en su famoso Poema sobre el desastre de Lisboa. La existencia de Dios, la presencia del mal y una retahíla de cuestiones que interpelaban, incluso, las certezas del pensamiento.

El país del sol y del acero, con su disciplina congénita, rezaba de rodillas ante la tierra que temblaba. Sus manos elevadas y la mirada puesta en el Emperador, un destello de la divinidad que en la pequeña pantalla les pedía serenidad. No ha desaparecido el peligro. Pervive la alarma nuclear. Las consecuencias están aún por ver. El mundo entero se cuestiona el avance científico. Las preguntas siguen en pie y, hoy, Voltaire vuelve a preguntar: ¿estamos en el mejor de los mundos posibles? Es la raíz de la Teodicea.

Vida Nueva se acerca al desastre y a sus consecuencias de la mano de peritos en la materia, sin dejar de escuchar el testimonio vivo de aquellas tierras, sacudidas en sus vidas y haciendas, y contando lo que pasa. Una mirada distinta después de la tragedia sobre un fondo desolador.

A Dios se dirigen no pocas de las preguntas y, por extensión, a los creyentes que ven como se cuestiona al Creador por su silencio ante una catástrofe. ¿Dónde, pues, podemos encontrar a Dios en medio de una catástrofe? La profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia Comillas, María Dolores López Guzmán, dirige la mirada hacia las víctimas. “Ellas son el rostro sufriente de un Señor que también fue víctima en su paso por el mundo”, explica tras sostener que “la catástrofe no es lugar para Dios ni para el hombre”, y que “en la naturaleza, el Creador ha dejado su huella, pero donde reside su Espíritu es en el ser humano”.

La fe de las víctimas

A los que sufren el mal también se refiere el catedrático de Teología de la Universidad Pontificia de Salamanca, Gonzalo Tejerina Arias, para contestar a la pregunta. Así, afirma que Dios está “en la fe de las víctimas que siguen confesando, a veces de forma impresionante, la verdad y el amor de Dios y la esperanza en Jesucristo”. Aunque también está en “la solidaridad de tantos” y en que “el orden y sentido de la misma realidad física, que es superior a la catástrofe advenida, se sobrepone y sigue ofreciendo un seno hogareño en el que prevalece el bien que con todos sus límites revela el Creador amoroso”.

Coincide del mismo modo Jesús Yusta, profesor en la Facultad de Teología del Norte de España, en Burgos, que señala que Dios se hace presente “en el mismo sufrimiento humano, sufriendo con el hombre”. “El Dios cristiano no es el Dios solitario del deísmo, sino un Dios solidario, cercano, paciente y sufriente con el hombre. De hecho, asumió la finitud, se hizo hombre. No vino para suprimir el mal ni para darle una explicación, sino a compartirlo y llenarlo con su presencia, y a expresar solidaridad con los dolores y sufrimientos humanos. Y, desde allí, transformarlos”, apunta.

Pero Yusta va más allá en su reflexión y pone de manifiesto la paradoja de los que “no tienen reparos en unirse al coro de los que gritan ‘Dios ha muerto’, pero no pueden tolerar que Dios siga callado ante el dolor”. “En nuestra coyuntura actual, al hombre parece preocuparle más el silencio de Dios que el Dios del silencio”, reconoce el experto. En cualquier caso, insiste en que “se pone de manifiesto, una vez más, que el tema es inevitable”. “La huida de lo divino se topa con sus huellas”, apostilla.

Al silencio también se dirige María Dolores López Guzmán, que lo ve como la mejor respuesta al sufrimiento de aquellos que han sido golpeados. “Un silencio que no es respuesta, sino pregunta y sobrecogimiento ante el misterio de un dolor desbordante y extremo. Cualquier palabra que se quiera decir, algo que no ofenda a las víctimas, debe contener silencio”, añade.

De este modo, recalca que “no hay otro modo para expresar lo inexpresable”. “También en Dios, este Dios nuestro del que decimos que es la Palabra, hay mucha carga de silencio. Deberíamos detenernos más a menudo no sólo en tratar de descifrar el significado de sus palabras, sino el contenido de sus silencios”, propone.

Hacia la trascendencia

Para Yusta, “una respuesta desde el optimismo, aunque sea trágico, a la cuestión del sentido del mal se situará, siempre, allende la razón humana”. Por eso, considera que para hablar de esta cuestión hay que referirse “al misterio del mal”, que remite, según su explicación, al ámbito religioso. “Y, entonces, ya no se trata de la necesidad de justificar a Dios dado el mal; se trata de que el mal, por su intensidad y carácter enigmático, conduce, al final, a la hipótesis de la trascendencia personal, como indispensable, si se le quiere encontrar sentido”, añade.

Entonces, ¿cómo encontrar sentido a la existencia personal y colectiva de tantos hombres y mujeres sin la esperanza en una vida más allá de la muerte? La respuesta la encuentra en las palabras de Martin Heidegger: “Solo un Dios puede salvarnos”.

Por su parte, Gonzalo Tejerina sostiene que la mejor respuesta que se puede dar es la solidaridad con quien padece, el planteamiento de los cambios necesarios para que en adelante, y dentro de las posibilidades del ser humano, “se puedan reducir los daños de una catástrofe natural” y “seguir confiando, e invitar a hacerlo, en el amor de Dios, que ha dado signos de sí en la historia y en la vida de los hombres”.

En cualquier caso, para los expertos esta invocación a Dios no se lleva a cabo para eludir la responsabilidad humana. “Cuando la tragedia es extrema, es comprensible que el ser humano apele a Dios, porque aunque se pudiera demostrar de forma inapelable que hay una parte de responsabilidad humana, la magnitud del dolor es tal que se necesita invocar a una realidad mayor que pueda ofrecer un horizonte de sentido y acoger a esos seres sepultados, únicos e irrepetibles. Hiere el pensamiento de que alguien pueda pasar por la historia y desaparecer sin más”, aporta López Guzmán.

En este sentido, reconoce que la muerte de inocentes “ocasiona grietas que quedan abiertas”. Y es que “vivir con el corazón partido forma parte de la condición humana”. “Suena trágico, pero no es del todo así. Porque el tirón del amor está ahí. El amor es la única posibilidad de que surja de nuevo la vida”, concluye.

Jesús Yusta lo justifica no tanto en eludir la responsabilidad como en la “impotencia”. “Lo sucedido en Japón, donde se pensaba que todo está a prueba de terremoto, y donde se ha manifestado, una vez más, la finitud de todo lo humano, nos hace recordar el mito de Prometeo”, apunta. De este modo, prosigue el profesor de Burgos, “desde la limitación de todo proyecto y obra humana descubrimos que Dios no está al borde de lo real, sino en su centro; lejos de ser un recurso de emergencia, es la clave que otorga al todo inteligibilidad,  al hombre, plenitud y sentido”.

Preguntas a Dios

Tejerina considera “legítima” la pregunta por Dios, porque, en su opinión, “el creyente tiene algún derecho a preguntarle por su providencia amorosa en medio de una catástrofe natural”. “Si hay que preguntar por las responsabilidades humanas, no es ajena a la experiencia cristiana la pregunta a Dios, que no deja de ser confessio fidei porque, en su preguntar, el creyente invoca dolidamente a Dios, lo que no haría sin fe en su amor y su justicia. Esa pregunta puede ser la oración que espera en respuesta a la manifestación amorosa del Dios que, soberanamente, da signos de su bondad”, añade.

Superadas las dudas o hechas las preguntas, al creyente se le presentan nuevos y complicados desafíos. Cómo explicar a los que nos rodean y no tienen fe o se muestran escépticos que Dios es misericordioso, bondadoso… cuando suceden hechos tan sobrecogedores. Jesús Yusta cree que “no se puede aspirar a explicar y/o justificar el mal”. “Sería añadir más dolor al que ya, de por sí, soporta. Nuestra misión ha de ser mucho más modesta: se trata de ver la posibilidad de mantener la racionalidad de la existencia de Dios, a pesar de, o incluso, desde la experiencia del mal”, agrega.

Considera, además, que habría que evitar una especie de dualismo que podría encontrarse en algunas respuestas (predicaciones) dadas al problema del mal cuando se sitúa, en plano de igualdad, cuando no mayor, la fuerza del mal frente a la gracia de Cristo.

Precisamente, a Jesucristo es a quien recurre María Dolores para ofrecer su visión: “Es el espaldarazo que la Misericordia de Dios necesitaba para hacerse creíble, porque tocó a fondo el sufrimiento y, si lo hizo, fue únicamente por nosotros. Él es la mejor carta de presentación del Dios hecho ternura”, señala.

Gonzalo Tejerina propone, para explicar la bondad de Dios, hacer ver el sentido del mundo, en el que una lógica de unidad y comunión sostiene la realidad entera y habla de su origen en un principio creador que es fuente misteriosa de amor y vida. También con el Evangelio, pues “testifica la vida y muerte de Jesús como revelación plena e insuperable de la bondad del Padre”. Y finalmente, “con el testimonio de caridad cristiana y de la comunión de los creyentes, que siempre ha hablado de forma persuasiva de un amor sobrenatural”.

A modo de conclusión, Jesús Yusta ofrece una breve pero intensa reflexión: “El silencio de Dios nos lleva al Dios del silencio. Dios no tiene prisa en dar su respuesta. Al hombre le inquietan los eventos del momento. Dios los ve desde la eternidad y la perspectiva cambia. No es indiferente al bien y al mal. Pero hay dos cosas que Dios respeta porque proceden de él: la naturaleza de las cosas y la libertad de los hombres. En uno y en otro, Dios habla. La palabra de Dios se extiende por todo el orbe y resuena poderosa. El hombre es capaz de oírla, lo mismo cuando es sinfonía acordada que cuando es grito desgarrado del dolor. Todo tiene su origen en el silencio del Verbo de Dios y en el amor divino. Y todo retorna al seno del Padre, por el Verbo y el Espíritu, sin estrépito, sin rumor, en el silencio eterno”.

Dios y la libertad del hombre

Una de las cuestiones que se plantean con la Teodicea es cómo se conjuga a Dios omnipotente con la libertad del ser humano. Así, en este sentido, Yusta sostiene que “negar a Dios porque su existencia inferiría una relación de dependencia es confundir a Yahvé con Zeus e ignorar a Jesucristo Hijo de Dios”. En este sentido, apunta que la dialéctica del odio, dominación, amo/esclavo debe ser sustituida por la dialéctica del amor, reconocimiento, hombre/mujer. Su relación, pues, debe entenderse desde la “alteridad”. Tanto es así que, para Yusta, “la más alta hazaña de la omnipotencia divina no es crear el mundo de la nada, sino crear un ser capaz de negar libremente a su creador”.

“Dios acata las decisiones del hombre porque Él lo ha hecho libre, pero también acompaña su camino con su manifestación misteriosa en la que le hace presente su verdad y su amor que le deben orientar y sostener”, apunta el profesor Tejerina, quien añade que el hombre “debe acoger en un acto de libertad responsable el ofrecimiento de Dios, desde la convicción de que la actuación divina no merma su dinamismo creador sino que lo desarrolla más allá de lo que él logra hacer”.

María Dolores López señala que “la libertad de Dios es un tesoro y la del ser humano, un privilegio”, y añade que “nada es comparable a ser amado en libertad, por voluntad propia”. “Lo que conmueve y llena es ser querido por deseo y decisión gratuita. Dios muestra el grado de su libertad en la misma proporción con la que nos ama. Y el ser humano está llamado a ser reflejo de dicha libertad porque el modelo en el que se ha inspirado Dios para crear al ser humano ha sido el Hijo, una persona libre: libre en su obediencia, libre en su entrega, libre en su dedicación a los demás. Lo que da sentido a la libertad es el amor y viceversa”, recalca. Así, concluye diciendo que “solo un amor libre es auténtico amor y solo una libertad volcada en amar es auténticamente libre”.

En el nº 2.747 de Vida Nueva.

ESPECIAL JAPÓN

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