Carta desde Japón tras la catástrofe

Signos de la presencia amorosa de un Dios que sufre y llora

MANUEL SILGO, jesuita y residente en Japón | Queridos amigos y amigas: Me han pedido que escriba un artículo sobre lo que ha sido, y sigue siendo, la tragedia del terremoto del pasado día 11 en Japón. He preferido compartir con los lectores y las lectoras de Vida Nueva, en forma de carta, mis experiencias de estos días y algunas de las reflexiones que me he hecho yo mismo en las presentes circunstancias.

Manuel Silgo

Este mes, hace 48 años que llegué a Japón. Vivo en el que fue, en mis tiempos de estudiante, el Teologado de los jesuitas en Tokio, un viejo caserón de cuatro pisos construido hace más de 50 años bajo la dirección de un hermano jesuita alemán, que era arquitecto. El edificio, a pesar de los años que tiene, es muy sólido y ha resistido sin dificultad otros terremotos. Bien es verdad que nunca fueron tan fuertes como el de ahora (9 grados en la escala de Richter). Enfrente de nuestra casa se encuentra un edificio de una planta que sirve como enfermería y casa para mayores de la Provincia de Japón de la Compañía de Jesús.

El viernes día 11, alrededor de las 14:30 de la tarde, estaba yo en mi despacho usando el ordenador. De pronto, su pantalla, y todo el edificio, comenzó a bambolearse cada vez con mayor intensidad. Sentí el ruido que hacían al irse cayendo los libros de una estantería adosada a una de las paredes del cuarto. Me levanté de la silla como pude para ponerme debajo del dintel de la puerta, uno de los sitios más seguros, según dicen, en caso de terremoto. Algunos compañeros jesuitas que viven en el mismo piso salieron de sus cuartos tratando de ponerse a salvo de lo que ya todos sentíamos que iba a ser uno de los terremotos más fuertes que habíamos experimentado hasta entonces en estas tierras.

Como lo hace siempre que hay un terremoto, la NHK, la radiotelevisión nacional japonesa, comenzó a dar los datos que se iban teniendo sobre el seísmo. También advirtió de que existía peligro de que se produjese un tsumami, o maremoto, como así fue.

Temor e incertidumbre

Me acerqué a la enfermería para ver cómo estaban los jesuitas que residen allí y las personas que los atienden. Todos, ellos, y los que vivimos en el edificio antiguo, habíamos pasado un gran susto y nuestra pizca de miedo. El movimiento, aunque de menos intensidad ya, no cesaba. Volví a casa y, al cruzar los pocos metros que la separan de la enfermería, sentí cómo el suelo seguía moviéndose. Fue una sensación muy extraña. Era como si estuviese mareado.

En la televisión comenzaron a mostrar imágenes de lo que estaba ocurriendo en la región de Tohoku, al noreste de Japón. Al principio, eran parecidas a otras que habíamos visto en circunstancias similares: libros cayendo de las estanterías, ordenadores por el suelo, personas refugiándose debajo de las mesas y un largo etcétera. Pero, al cabo de un rato, comenzaron a aparecer escenas mucho más trágicas y desoladoras. Se había producido un enorme tsunami y las olas del mar, con alturas de más de siete metros, avanzaban arrasando implacablemente todo lo que encontraban en su camino.

Veíamos con horror cómo desaparecían las casas, cómo los coches e, incluso algunos barcos, eran impulsados tierra adentro y cómo se desplomaban puentes y se agrietaban carreteras. El mar se llevaba por delante todo lo que encontraba. La gente huía delante de las olas tratando de refugiarse en edificios altos, donde no llegase el agua. Daban ganas de llorar viendo cómo las casas en las que habían vivido tantas familias desaparecían en un instante sin dejar más que escombros.

Poco después, las centrales nucleares, que soportaron la embestida del terremoto pero fueron afectadas muy seriamente por el maremoto que le siguió, comenzaron a tomar el protagonismo que han ido cobrando en los medios de comunicación. La posibilidad de que pudiera ocurrir una explosión nuclear aterrorizaba a los japoneses, los únicos en el mundo que han sufrido dos bombas atómicas.

El temor y la inseguridad ante la incertidumbre del futuro comenzó a hacer mella en la psicología de los japoneses y en su comportamiento. Muchas personas abarrotaron los supermercados, tiendas de comestibles y gasolineras para aprovisionarse en caso de que los efectos de radiaciones nucleares pudieran extenderse a Tokio y a sus alrededores. Hay que decir que, aún en esto, los japoneses han sido ejemplares. No ha habido robos ni asaltos a comercios, y sí grandes colas de personas esperando con una enorme paciencia oriental a que les llegase su turno para, quizás, encontrarse con que lo que iban buscando había ya desaparecido de los estantes.

Confieso que me ha dado mucha pena el ver que algunos medios de comunicación, locales y extranjeros, han centrado su información en las centrales nucleares y en la alarma de una posible tragedia radiactiva, dejando en un segundo plano a las miles de personas que han fallecido, han desaparecido, o están sufriendo en estos momentos los efectos del terremoto y del tsunami. Se le saltan a uno las lágrimas al ver el dolor y el sufrimiento reflejado en tantos rostros.

Y se alegra uno cuando ve cómo una anciana ha sido rescatada de los escombros después de cuatro días, o cómo en uno de los albergues de acogida una joven madre ha dado a luz a su primer hijo. Ellos y ellas son los que deberían estar en la primera página de todos los diarios del mundo.

¿Qué va a ocurrir de ahora en adelante? Nadie lo sabe. La situación es seria y preocupante. Estamos en manos de Dios y de los peritos, que están tratando de resolver lo mejor que pueden los problemas que se van presentando. El terremoto y el tsunami nos han colocado a los seres humanos en nuestro sitio, forzándonos a ser más humildes. Creíamos que habíamos dominado la naturaleza, y nos hemos encontrado indefensos ante su gigantesca fuerza.

Entrañable compasión

Esta ha sido la primera vez en mis 48 años en Japón que he experimentado un terremoto de estas características. Ha sido una experiencia que me ha hecho reflexionar y me ha enseñado mucho. He vuelto a admirar y a querer más a estos buenos japoneses. Una vez más han dado al mundo un ejemplo de civismo, de solidaridad y de una entrañable compasión para con los que sufren. Los mensajes que a través de la radio muchos japoneses envían a las personas que están en la zona afectada por el terremoto son muestra de un evangelio vivido en la dura realidad de estos días. Muchos japoneses no son cristianos “de profesión”, pero con su comportamiento están siendo signo de la presencia amorosa de un Dios que sufre y llora con sus hijos.

Me han preguntado algunos si pienso regresar a España para evitar el efecto de las posibles radiaciones. Les he contestado que no, que seguiré en este Japón, al que quiero como si fuese mi tierra natal. Ha habido embajadas que han recomendado a las personas de sus respectivas naciones residentes en este país que regresen a sus patrias. Y ha habido empresas extranjeras que han enviado a sus empleados a casa. Respeto esas decisiones e, incluso en muchos casos, las considero prudentes.

Pero no creo que la idea de regresar a su patria haya cruzado la mente de ningún misionero o misionera. Ninguno de los que un día vinimos aquí lo hicimos para vender un producto, ni siquiera para predicar una doctrina. Si vinimos a Japón, lo hicimos para, con sencillez y humildad, y compartiendo alegrías y sufrimientos con nuestros hermanos japoneses, dar testimonio de un Dios que, pase lo que pase y hagamos lo que hagamos, estará siempre a nuestro lado, queriéndonos. Y es precisamente en momentos como estos en los que el acompañamiento y el compartir se hacen más reales y creíbles.

Termino pidiendo a todos los que creéis en la solidaridad y en la unión de los seres humanos, eso tan bonito y grandioso que nos enseñó Jesús al hacerse uno de nosotros: que sigáis estando a nuestro lado, como nosotros estamos junto a vosotros.

Que el Señor nos llene a todos de su paz. Un fuerte abrazo.

En el nº 2.747 de Vida Nueva.

ESPECIAL JAPÓN

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