Alberto Guerrero: “El cristianismo debe ser buena noticia para los obreros”

Jesuita y sindicalista

(José Luis Palacios) Alberto Guerrero, un zaragozano que se siente “el último jesuita obrero”, vino al mundo en 1946 en el seno de una familia tradicional bien resguardada de la miseria. Cumplidos los 17 años, se marchó al noviciado jesuita de Veruela (Zaragoza), para pasar más tarde por los barrios valencianos del Cristo y Nazaret, y por las localidades madrileñas de Aranjuez y Alcalá de Henares.

Fueron tiempos convulsos. La Misión Obrera de los jesuitas y sus Vanguardias Juveniles habían desplazado a las viejas casonas y a los clergyman. Él quería “convertirse en un obrero, aunque intuía que no era ninguna ganga”, convencido de que “el cristianismo debe ser liberador y buena noticia para los obreros”, tanto o más que el marxismo. Hoy recuerda con humor y mucha comprensión la osadía juvenil de ingeniárselas para librarse de una visita del Padre Arrupe, al que no le perdonaba sus entrevistas con Franco.

Llegó a ser detenido y despedido por incitar a la huelga. Participó en la fundación de CC.OO. en Barcelona y llegó a pertenecer a la Ejecutiva de la Federación del Metal de Valencia. En sus tres años como profesional sindical al más alto nivel, comprobó que “el mero análisis marxista, economicista, no vale para vencer al capitalismo”.

“Incluso los líderes obreros, entregados a la causa generosamente, caen en la instrumentalización, el autoritarismo, la violencia y la agresividad”, dirá de aquella experiencia, de la que sin embargo no reniega: “Había que demostrar que se puede estar en los cargos sin corromperse y sin ningún afán de poder”.

Al cumplirse su mandato sindical, Alberto se fue a Nicaragua para asistir a la “primera revolución en la que participaban cristianos”. “El impacto fue tremendo”, rememora. “La miseria, los muertos, la complicidad de los países ricos, la pobreza masiva y la implicación del Norte, incluidos los obreros y el sindicato”. Tuvo que salir del país y acabó en México, donde encontró una “Compañía de Jesús con claras opciones sociales, pluralista”.

Pudo recapitular y redimensionar su vida, al tiempo que afianzó su opción. “El Dios de Jesús me seguía saliendo al encuentro y, como a los discípulos de Emaús, se me aparecía entre los empobrecidos, entre los vulgares, los más desfavorecidos, para demostrarme, en la praxis, que la causa igualitaria de Jesús seguía adelante y merecía la pena”. Allí, definitivamente, se haría sacerdote jesuita. En concreto, tres días después del asesinato de sus compañeros en El Salvador.

Por una sociedad “de iguales”

Por el sindicato solo pasa ya los miércoles, para atender como un simple voluntario a las empleadas de hogar; la mayoría son inmigrantes internas que viven, “en el año 2011, en cumplimiento con la legalidad, como esclavas, trabajando 132 horas a la semana, cobrando 700 euros, de los que hay que descontar la Seguridad Social, que ellas mismas se tienen que pagar, y, a veces, soportando insultos y agresiones por miedo a ser despedidas”.

A nueve meses de jubilarse, le acaban de mandar del viejo al nuevo hospital La Fe de Valencia, y lo ha aceptado, sabiendo que es la suerte que les toca a los trabajadores hoy en día, “ya sean médicos o ingenieros”.

Acabará así su carrera laboral, pero no su empeño por “unir el movimiento obrero con el internacional, con los emigrantes, con los explotados del Tercer y Cuarto Mundo” y, sobre todo, “por ser feliz en una sociedad de iguales, donde nos podamos mirar a los ojos con confianza”.

EN ESENCIA:

Una película: Novecento, de Bertolucci.

Un libro: La perla, de Steinbeck.

Una canción: Habrá un día en que todos, de Labordeta.

Un rincón en el mundo: la Laguna Miraflor (Nicaragua).

Un deseo frustrado: acabar con la ley de las empleadas de hogar.

Un recuerdo de la infancia: el capuchino que venía a casa y me daba caramelos.

Una aspiración: el Magnificat de María, la madre de Jesús, el carpintero, hecho realidad.

Una persona: Mama-Yo, religiosa holandesa de 75 años que conocí en Burundi.

La última alegría: ver a las mujeres con burka o hiyab gritar contra las dictaduras y por sociedades más justas.

La mayor tristeza: las muertes de mujeres al parir por falta de vacunas en África.

Un sueño: la desaparición de las oficinas del paro debido a que todos tenemos trabajo digno.

Un regalo: para niños, una cometa; para mí, turrón de trufa aragonés.

Un valor: capacidad de indignarse ante las injusticias.

Que me recuerden por… ser una persona que se ríe de sí mismo, incluyendo mis utopías.

En el nº 2.746 de Vida Nueva

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