Amar a la Iglesia

(Pablo d’Ors– Sacerdote y escritor)

“‘¡He conocido a los cristianos!’, me decía en el camino a casa, como si fuera insólito dar con gentes con esta fe en una ciudad como Madrid. ‘¡Cristianos, cristianos!’, decía, y me parecía que en aquella palabra se concentraba lo que siempre había estado buscando”

Comencé a amar a la Iglesia con 19 años, en una cripta parroquial donde cada miércoles se reunían cristianos para escuchar las conferencias de su párroco y para ayudarse en su acercamiento a Dios. La mayoría eran ancianos, pero yo –quien sabe por qué– les veía jóvenes. Veía cómo Cristo había trabajado sus rostros, cómo había empezado a esculpir Su propio rostro en el de todos, cómo de tanto mirar a su Maestro habían comenzado a parecerse a Él.

En la esperanza de que algo de aquel Cristo del que gozaban llegara hasta mí, me arrimé a ellos. En cuanto les tuve cerca, comprendí que aquellos rostros estaban surcados por el silencio: su forma de mirar era límpida, como si tuvieran 15 años y no 60; su sonrisa carecía de esa mueca de amargura que, inadvertidamente, dejan los años; sus muchas arrugas hablaban de trabajo y de experiencia, no de pena o frustración; sus manos, hubiera querido acariciarlas como si fuesen las de mi amada.

Aquellos hombres y mujeres con rostros que parecían haberlo vivido todo eran como los amigos que nunca debí haber perdido y, sin conocerles, me sentí uno de ellos y parte de su familia. “Quiero ser uno de vosotros” –quise decirles–, “¿no me reconocéis como de los vuestros?”. Y les miraba como todo hombre y mujer piden ser mirados: con respeto, con amor.

“¡He conocido a los cristianos!”, me decía en el camino a casa, como si fuera insólito dar con gentes con esta fe en una ciudad como Madrid. “¡Cristianos, cristianos!”, decía, y me parecía que en aquella palabra se concentraba lo que siempre había estado buscando.

En el nº 2.744 de Vida Nueva.

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