¿Y el cerebro creó al hombre?

(Raúl Berzosa, obispo electo de Ciudad Rodrigo) Confieso que, desde el primer momento, el título del libro de Antonio Damasio me llamó la atención: Y el cerebro creó al hombre (Editorial Destino, 2010), suscitando luego estas reflexiones que divido en dos partes: en un primer momento, una exposición, sucinta, de algunas de las principales tesis de esas páginas; en un segundo momento, algunas acotaciones críticas subrayando el planteamiento religioso que se expone y el que se omite.

De cómo aparece el “en sí mismo” (conciencia) individual y colectivo.

R. Berzosa

Según Damasio, el cuerpo es el fundamento de la mente consciente (pp. 44-45). Los primeros productos, y los más elementales, del proto-sí mismo (conciencia) son los sentimientos (p. 47). El cerebro no empieza a forjar una mente consciente en la corteza cerebral, sino que lo hace más bien en el tronco encefálico (pp. 47-48). Si bien es cierto que el “sí mismo y la conciencia” no “ocurren” en una única área, región o centro del cerebro, de la misma manera que una sinfonía no puede ser interpretada por un solo músico o, ni siquiera, por unos cuantos solistas (pp. 49-51).

Dos de los logros reconocibles de la conciencia son la gestión y el cuidado eficiente de la vida (pp. 51-53). Pero hay más: el progreso de la mente no termina con la aparición de los modestos niveles de “sí mismo”… Las mentes conscientes, apoyadas por capacidades mayores de memoria, razonamiento y lenguaje, engendraron los instrumentos de la cultura y abrieron el campo a nuevos medios de homeostasis sociales, que dieron origen a los sistemas de justicia, organizaciones políticas y económicas, las artes, la medicina y las tecnologías (pp. 53-55). Nótese que omite, en este momento, hablar de la aparición del fenómeno religioso.

Damasio es también consciente de que “naturalizar” la conciencia y asentarla firmemente en el cerebro no supone minimizar el papel que la cultura desempeña en la formación de los seres humanos ni rebajar la dignidad humana, ni tampoco marca el final del misterio, la perplejidad y el desconcierto… Naturalizar la mente sirve para alzar el telón de otros mitos que aguardan en silencio el momento de ser desvelados (p. 58).

En cualquier caso, situar la construcción de la mente humana en la historia de la biología y de la cultura abre el camino que lleva a la reconciliación del humanismo tradicional con la ciencia moderna. Importa saber cómo funciona el cerebro para conocer no solo lo que actualmente somos, sino aquello que podemos llegar a ser (pp. 58-59).

Adentrándonos más en la lectura de la obra, se afirma que, dada la probable capacidad intelectual de los primeros humanos, resulta verosímil suponer que se hicieron preguntas acerca de su posición en el universo, tales como “¿de dónde venimos y hacia dónde vamos?”, Cuestiones que, aún hoy, miles de años después, nos obsesionan.

Aquel momento marcó la entrada en la madurez de aquel “sí mismo” rebelde y se desarrollaron los mitos, se elaboraron las convenciones sociales y las reglas, y se crearon los relatos religiosos, cuya finalidad consistía tanto en explicar las razones que subyacían al drama de la condición humana como hacer cumplir las nuevas leyes destinadas a paliarlo. En síntesis, la conciencia reflexiva no solo contribuyó a desvelar mejor la existencia, sino que hizo también posible que los individuos conscientes empezaran a interpretar su condición y su actuar.

El motor que sustentó estos avances culturales es el impulso “homeostático socio-cultural” y no solo las expansiones cognitivas cerebrales… Así mismo, no debe extrañarnos que las narraciones socioculturales tomaran prestada su autoridad de seres míticos, a los que se les presuponía mayor poder y sabiduría que a los humanos; unos seres cuya existencia explicaba toda clase de dificultades y penurias, y cuya actividad tenía la capacidad de ofrecer socorro y modificar el futuro. Se subraya que la biología y la cultura son plenamente interactivas. Precisamente, el mismo impulso homeostático que configuró el desarrollo de los mitos y de las religiones fue el responsable de la eclosión de las artes con el concurso de la misma curiosidad intelectual y el mismo ánimo explorador.

Decir esto puede resultar irónico dado que Freud consideraba que las artes eran un antídoto contra las neurosis que las religiones causaban (pp. 436-440). En resumen, no es el cerebro quien creó al hombre, sino la mente subjetiva y colectiva. Y, entonces, el “en sí mismo” se apoderó de la mente y, añadimos en su misma lógica, “de lo religioso” (pp. 431-432).

¿Se puede decir algo más de lo religioso?

A la hora de realizar, con respeto y admiración, algunas acotaciones críticas a esta obra en lo que hace referencia a lo religioso, deseo comenzar por unas palabras del propio autor: “Los arquitectos les dirán que Dios creó el universo y que ellos se encargaron del resto” (p. 473). Es esta precisamente la piedra de bóveda de todo lo que deseo expresar a continuación. Nos situamos en la clásica pregunta: “¿Es el hombre –o su mente individual o colectiva– quien ha creado a Dios o es Dios quien ha creado al hombre e influye en su mente individual y colectiva?

En los últimos tiempos existe un amplio debate: por un lado, quienes, como por ejemplo E. Carbonell, co-director de Atapuerca, tratan de permutar el término religioso por “capacidad simbólica de la humanidad”, y, por lo mismo, ve la divinidad como una creación de esa misma capacidad simbólica (Cf. Los sueños de la evolución, National Geographic, 2003).

Por otro lado, están quienes, como D. Hamer, sostienen que lo religioso y espiritual se debe a un “gen específico” (el VMAT2) (Cf. El gen de Dios, La Esfera de los Libros, 2006); e incluso se habla del “punto cerebral de Dios” (“God spot”), y se ha buscado la experiencia religiosa en el lóbulo temporal o frontal o en la estimulación cerebral. Pero también se ha abierto un interesante debate en el campo de la neurociencia. Se contempla la persona humana en clave “holística, original y religiosa”; y dicha experiencia religiosa, como “arraigada y encarnada” en ella (Cf. M. Jeeves y W. S. Brown, Neurociencia, psicología y religión, EVD, 2010).

Según estos autores, las neuronas no estarían creando nuestra religión, sino al contrario: nuestra religión intervendría en la interpretación de nuestras experiencias neuronales. La religión surge en contacto con comunidades creyentes; no solo de propiedades internas del cerebro o meramente culturales. En un “enfoque ascendente”, se afirma que los cambios que tienen lugar en las estructuras neuronales del cerebro se manifiestan e influyen tanto en el estado de conciencia subjetiva como en la expresión objetiva de la vida religiosa. En un “enfoque descendente”, se nos muestra cómo las creencias y experiencias influyen en la salud física, en el optimismo mental y en la satisfacción vital.

La religiosidad forma parte de nuestra dotación biológica y se desarrolla y sustenta dentro de una comunidad. Se aboga por la dualidad sin dualismos: lo mental-espiritual se aloja y depende de sistemas corporales sin agotarse en ellos. Nuestras creencias tienen una realidad física, encarnada en el cerebro, pero, además, están arraigadas y presentes en la sociedad y en la cultura. Y no se quedan meramente en la cultura.

Nos abren a descubrir en la realidad un Creador-Sustentador que se autodesvela o revela en la historia, proporcionando no solo nuevas “informaciones” (gnosis), sino recreando a la persona humana en su mismo ser, haciéndola nueva. Desde aquí se puede afirmar que no es “el cerebro o la cultura” quienes crean al hombre, sino Dios mismo quien crea y recrea al hombre a su imagen y semejanza. Fe y ciencia se complementarían.

Agradecemos a Antonio Damasio la oportunidad de abrir un rico debate sobre este tema para preguntarnos no solo por el “cómo”, sino por el “por qué”, amplio e integral de la persona humana y del fenómeno religioso. Contemplamos su obra, en el aspecto que nos ha ocupado, más bien como un punto de partida y de continuidad para seguir reflexionando; nunca como un punto de llegada, definitivo y cerrado.

En el nº 2.744 de la revista Vida Nueva

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