Esa Alegría

Hace muchos años, cuando mi hijo hizo la primera comunión, le pregunté qué había sentido al comulgar y me sorprendió con respuesta inesperada en los labios de un niño de ocho años. “Es como una alegría que sale de la nada” -me dijo. Se lo conté estos días al padre Nicanor, mi tío.

-Alegría que sale de la nada… Eso es la fe, hijo mío. Eso es la contemplación del misterio. Eso es la vivencia mística. Eso es la experiencia religiosa. Una alegría humilde, frágil, delgada, que se aleja por igual de la pasionalidad seudo religiosa del fanatismo como de los desbordamientos sensoriales o del seudo misticismo. Una alegría tan sutil, muchacho, que no se siente o definitivamente pareciera no existir pero perdura aun en medio del sufrimiento, de la incomprensión, de la noche oscura. Una alegría que es conciencia honda de la misericordia de Dios.

-Una alegría que, pienso yo, es como una fuente que corre por la vida y la refresca; como la “fonte que mana y corre, aunque es de noche”, de san Juan de la Cruz. La alegría de la fe. De la visión oscura y hasta a de la no visión. Alegría no apoyada en dogmas o formulaciones conceptuales del misterio, sino en la debilidad de la condición humana ante Dios. Debilidad que no es otra cosa que el desnudamiento interior que abre el camino a la esperanza.

-La esperanza, padre, también nace de la nada, ¿cierto? Espera el que nada tiene, el que paradójicamente nada espera y lo deja todo en manos de Dios. No creas que la fe, la religión o la vida espiritual te van a dar seguridad o a resolver los problemas de la vida. Te los iluminan sí y te dan vigor para afrontarlos y superarlos o sufrirlos con serenidad, que no con resignación. Ese es el verdadero milagro. Lo demás es milagrerismo barato. Gracias, tío. La alegría de la fe, al menos, nos ayuda a no andar tristes por la vida. Y eso es una forma de alegría.

Compartir