Los derechos de la mujer en las cofradías

(Manuel Amezcua Morillas, Director del Secretariado Diocesano de Hermandades y Cofradías de  Guadix) El arzobispo de Sevilla, Juan José Asenjo, ha decretado la perfecta e íntegra igualdad entre hermanos y hermanas en las cofradías hispalenses. El asunto no revestiría mayor importancia si no es por su contenido simbólico, pues no afecta más que a tres o cuatro hermandades, un tanto dedicadas a guardar esencias en los siempre frágiles tarros de las tradiciones.

El Santo Entierro, la Quinta Angustia y el Silencio no dejaban a las mujeres ejercer su derecho a participar en la estación de penitencia, retirando previamente su papeleta del sitio.

Ya en tiempos del cardenal Carlos Amigo se había instado a estas hermandades a revisar estas situaciones discriminatorias, pero con el mismo escaso éxito que otras muchas disposiciones episcopales. En estas estábamos cuando Asenjo se pronuncia así: “Como pastor de la Iglesia de Sevilla, no puedo ignorar sino acoger, con solicitud e interés, la petición de cuantas hermanas, ante las dificultades encontradas en el seno de sus hermandades, expresan su vivo deseo de participar, en igualdad de condiciones con sus hermanos, de tan piadoso instrumento de santificación”.

El arzobispo acierta no sólo en cuanto se refiere a la solución de un conflicto no por minoritario menos real, sino en la consideración de las hermandades como “instrumento de santificación”. La santidad es más grande que la condición cofrade, tanto en extensión como en intensidad, y la naturaleza del ser y el quehacer de las hermandades no pasa de ser instrumental respecto al total de la vida cristiana. Cuando convertimos los medios en fines, corremos el peligro de que el fin termine, si no justificando, sí absolutizando los medios.

Conozco cofrades reciamente cristianos que se rinden ante el “siempre ha sido así”, “esto es lo clásico”… Por no hablar del consabido “la cofradía es soberana”… En el fondo, y en la forma, se confunde lo sustancial con lo accidental y se termina dando más importancia a lo secundario que a lo principal. La hermandad, “instrumento de santificación”, habrá de conformar, reformar y, en definitiva, “formar” a sus miembros según el estilo de Cristo. Sabido es cómo “formarse” en cristiano: adquirir la forma  de pensar, de sentir, de discernir la realidad propia de Cristo. Acuérdense de aquello: “Ser cristiano es cuestión de discernimiento”.

Las hermandades son instrumentos de la piedad, consolidados durante siglos en la cultura de la religiosidad popular y, muchas veces, capaces de rozar el populismo religioso por exceso o la ‘religiosidad’ populachera por defecto. La piedad es una noble virtud demasiado descuidada en la catequesis actual, donde el fervor parece estar mal visto y las actitudes reverentes ante el sagrario o los lugares sacros son contempladas como exclusivas de algunos movimientos eclesiales donde las exhiben con aleccionadora ostentación.

La religiosidad popular es ya harina de otro costal, pues incluirá siempre una muy notable mezcolanza de elementos puramente culturales que han de ser cuidadosamente discernidos. El populismo religioso es la búsqueda del aplauso público, con ocasión del acontecimiento sacro, ya sea por ministrillas acatólicas o por hermanos mayores metidos a “ministros por un día”. Finalmente, la ‘religiosidad’ populachera no llega ni a la categoría de horterada, y consiste en la instrumentalización de lo sagrado con fines meramente satisfactorios del propio narcisismo. Haberlos, haylos…

El mantenimiento del exclusivismo masculino en las filas de unas pocas hermandades se sitúa entre las formas culturales de la religiosidad popular y la búsqueda de la aprobación de un núcleo estricto hacia el interior de estas serias corporaciones cofrades, por otra parte muy rigurosas y altamente ejemplares en el soberano arraigo de su hondura de siglos.

Lo curioso y hasta sorprendente es la reacción de los medios ante el decreto del arzobispo. De cualquier Obispado salen, con frecuencia, normas de más enjundia que la emanada por Asenjo sin que se produzca este revuelo mediático. Detrás están dos factores de indudable interés: la tensión secular entre el clero y las cofradías y la situación de la mujer dentro de la Iglesia. Como es natural, cada medio es afín a sí mismo, incluso en el apoyo fotográfico de la noticia. Así, mientras ABC saca a monseñor Asenjo en amable sonrisa, El País lo crucifica con un primer plano de hosca seriedad… No podía ser de otra manera.

Tensión entre clero y cofradías

En no pocas situaciones, el entendimiento entre el clero y las cofradías no es fácil. Así, cualquier párroco ve con malos ojos los excesos festivos de las primeras comuniones y sus pantagruélicos banquetes, en contraste con la ausencia de vida religiosa y eucarística de bastantes familias…; o los magníficos ataúdes y mausoleos, en contraste con el abandono del pobre enfermo durante su dolencia, sin más visitas que las del cura… Así, la exageración de los oropeles cofrades, a veces, suena a hueco. Ello no obsta para que se cuide el patrimonio artístico en su debida proporción, cuyo grado habrá de ser menor respecto del incremento del espiritual y solidario, pues está visto que las cofradías, o son escuelas de experiencias sólidas de amor a Dios y al prójimo, o quedan reducidas a comisiones de festejos, más o menos sacros, según la diversa gradualidad de su carácter penitencial, festivo, patronal o simplemente costumbrista.

Tener un cargo de responsabilidad en una cofradía no es pecado, y ser cura, tampoco. Habrá que ver cómo se soluciona esta equidistancia asimétrica tan llena de posibilidades. Lo cierto es que las hermandades y cofradías son un campo de evangelización y unos agentes de solidaridad extraordinarios. A veces, bastaría con que los hermanos mayores y los curas se “autocondenaran” a tomarse un café juntos con frecuencia, para percatarse de lo mucho que pueden promover a favor de la experiencia, religiosa y solidaria a la par, de sus cofrades.

La Iglesia, que es “casa y escuela de comunión”, ha de serlo también respecto de las auténticas manifestaciones de la verdadera piedad popular y de lo que, bien discernido a la luz del Evangelio, pueda tener de aprovechable la religiosidad popular, siempre más noble que el populismo religioso y su cortejo hortera.

La mujer en la Iglesia

Pero si la tirantez entre clero y cofrades suele ser de baja intensidad en la prensa, la situación femenina en la Iglesia es, por derecho propio, de alta tensión mediática y explica el despliegue informativo del decreto hispalense. Acaso ésta es una ocasión como otra cualquiera, y mejor que muchas, para deshacer un equívoco. Siendo verdad, y lo es, que la mujer en la Iglesia no puede acceder al ministerio ordenado –obispos, presbíteros y diáconos–, no es verdad, por el contrario, que no pueda poseer autoridad, en su sentido más clásico: auctoritas. Es más, el cristianismo en su conjunto, y con él la Iglesia, ha sido pionero en investir a la mujer de la responsabilidad del mando en todo su ejercicio.
Cuando san Benito importa el monacato a Occidente, lo hace también respecto de las mujeres.

La figura de la abadesa, ya sea en las reformas de Cluny o del Císter, reviste durante toda la Edad Media un carácter de solemne autoridad, a veces con serios rasgos feudales, como no podía ser de otra manera. El aparato canónico de la democracia interna de las órdenes religiosas se hereda por parte de los mendicantes, ya en el ocaso del medievo, pero con gran vitalidad franciscana, dominicana, carmelitana, agustiniana… Y de todas sus ramas femeninas y órdenes terceras seglares. Pero será san Vicente de Paúl quien abra para la mujer el campo eclesialmente inmenso de la solidaridad hospitalaria, hasta entonces más propio del laicado que de los religiosos, a través de innumerables cofradías, con la fundación de sus Hijas de la Caridad.

Vendrán después oleadas de congregaciones femeninas dedicadas a la enfermería, al servicio a los pobres, los niños o los viejos, a la enseñanza…, para pasar, en el siglo XX, a fórmulas pastorales y canónicas en las que la laicidad de las miembros de estas instituciones se preserva con celo parejo al de su entrega a la Iglesia. Aquí el pionero es san Pedro Poveda.

No son pocos los obispos cuya indiscutible autoridad pastoral y canónica, siendo perfectamente íntegra, no es comparable a la de algunas madres generales. Éstas son poseedoras de una capacidad de decisión, en algunos campos, incomparablemente mayor que la de muchos pastores. A veces, y según para qué, las tocas mandan más que las mitras.

Si esta asunción de responsabilidades legítimas, por parte de la mujer, es antiquísima en la Iglesia, no deja de adquirir proporciones telúricas en comparación con el resto de la sociedad, antigua, medieval o renacentista y barroca, hasta bien entrado el siglo XX. No ha existido en la historia una institución milenaria cuya confianza en la mujer sea de mayores proporciones, aun con las limitaciones de cada época, pues no se puede pedir a un, o una, medieval que piense y sienta como se piensa y siente en la actualidad. Con ser esto verdad, no es obstáculo para reconocer  que la lucha por la dignidad femenina es susceptible de enormes avances, también dentro de la Iglesia.

Dicho todo lo cual, parece un deber nacido de la mejor cortesía felicitar a la archidiócesis hispalense por tan acertado decreto, y a las demás diócesis de gran vitalidad cofrade, por no necesitar la solemnización de lo obvio, habida cuenta de que no se niega a la mujer, ni siquiera minoritariamente, el ejercicio de sus derechos cofrades. ¿Qué sería de más de una hermandad sin sus mujeres?

En el nº 2.741 de la revista Vida Nueva

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