La Iglesia en las aulas: historia de un desafío

Texto : VNC  Fotos: Archivo SM

Los titulares en radio, prensa y televisión con que se anunció el nombramiento del sacerdote eudista, Camilo Bernal, como director del Sena, no solo tuvieron lógica periodística: un hecho novedoso, inesperado y sorprendente, sino que señalaron la vigencia de otra época. ¿Hubieran imaginado ustedes algo así en los tiempos de Mosquera? O más cerca: ¿en los de López Pumarejo? La dificultad para imaginarlo nace no solo del lado de los presidentes liberales, también del otro lado: el de los arzobispos.

El de la educación en Colombia ha sido un clavo ardiente en las relaciones Iglesia-Estado, como lo demuestra la historia.

El 10 de diciembre de 1540 el provincial dominicano en Madrid, recibió de puño y letra del Rey una carta en que anunciaba que el Adelantado de Canarias, Gobernador de Santa Marta, iba “al servicio de Dios nuestro Señor e instrucción de los naturales de estas tierras” y agregaba: “conviene que vayan con él algunas personas religiosas que entiendan en la dicha instrucción, porque además de ser de el nuestro Señor muy bien servido, a mí serviréis mucho”.

Este es uno de los más antiguos testimonios del proceso educativo que se ha desarrollado en Colombia. Los primeros maestros fueron los curas doctrineros que, según las leyes de Indias, enseñaban la doctrina cristiana y los acostumbraban a vivir en comunidad.

La versión de esos doctrineros en el siglo XXI pueden ser los estudiantes del Instituto Misionero de Antropología (IMA) que opera en Medellín, Leticia, Puerto Asís y Toribío en el Cauca de donde surgió el programa NASA de los indígenas paeces. En el IMA se promueve el desarrollo integral de las comunidades en torno a los valores de justicia, verdad, libertad, amor y paz a través de una licenciatura en etnoeducación.

Entre el programa educativo elemental y reducido de los curas doctrineros y este ambicioso pensum que enfatiza lo antropológico y lo lingüístico, hay una diferencia de concepciones educativas que se ha forjado a lo largo de una agitada historia.

De escuela pública sólo se habló en la segunda mitad del siglo XVIII. Hasta entonces la iniciativa para educación corría por cuenta  de los particulares que dejaban parte de sus herencias como legados para escuelas. Cuando la corona asumió la creación de escuelas, lo hizo a cuentagotas y con recursos tan limitados que no había para pagarles a los maestros. El sabio Caldas se quejaba, en su tiempo, de que en Santa Fe, con 30.000 habitantes sólo hubiera una escuela pública.

En la historia de la educación se lee como un hito histórico el decreto del general Santander de octubre de 1820 que ordena la creación de escuelas de primeras letras en los conventos religiosos y en los pueblos que tuvieran más de 30 vecinos. Allí se enseñarían la lectura, la escritura, la aritmética y los dogmas del cristianismo junto con ejercicios militares los días de fiesta. Con el maestro, como comandante, y los alumnos distribuidos en compañías, tendrían fusiles de palo para los simulacros.

Insatisfechos con la metodología que los religiosos seguían, Bolívar y Santander buscaron la ayuda del inglés Joseph Lancaster y de James J. Thompson para actualizar los métodos de enseñanza. Pero fueron reformas tan lentas las que se acometieron que en 1836 el estadounidense John Stewart, radicado en Bogotá, lo anotó: estaban ausentes las ciencias en colegios y universidades, aunque sí se dictaban cátedras de farmacia, anatomía y terapéutica en la facultad de medicina. “Algo  había cambiado,” escribía en El Constitucional. La misma observación hizo en 1842 el Ministro del Interior Mariano Ospina Rodríguez. El país no podía seguir formando solamente abogados, médicos y teólogos, con descuido de las artes útiles e industriales. La reforma que el ministro propuso tuvo una limitada acogida en su momento, pero su espíritu revivió en 1870 cuando, con la instrucción obligatoria, se quisieron introducir nuevos contenidos. En el artículo 82 de esa reforma se leía que “se atendería la educación moral, religiosa y republicana a fin de grabar en las conciencias convicciones profundas sobre la existencia del Ser Supremo y del respeto a la religión y a la libertad de conciencia”.

Políticos y eclesiásticos creyeron ver en ese texto un lenguaje masónico y el anuncio de la desaparición de la verdadera educación religiosa y convirtieron su reclamo, en el conflicto del momento hasta el punto de que “la guerra civil se desató, entre otros factores, por la reacción de la Iglesia contra la reforma educativa”. Los fieles fueron convocados “a defender activamente  los intereses de la Religión y de la Patria”. Los pedagogos alemanes de una misión contratada por el gobierno nacional, fueron rechazados por la Iglesia porque “venían a desfigurar los sentimientos religiosos de los niños”. Fue tal la presión y tan fuerte el impacto de la guerra de 1876, que la reforma fracasó.

A esa victoria de los conservadores y de la Iglesia se sumaron la Constitución de 1886 y un nuevo Concordato que dieron a la Iglesia el control completo de la educación que se dirigiría “en concordancia con la religión católica”.

Todos los esfuerzos para la renovación de la educación quedaron suspendidos hasta 1934 cuando el presidente liberal, Alfonso López Pumarejo, rescató el viejo impulso modernizador. Su ministro de educación, Luis López de Mesa, propuso el plan de cultura aldeana para llevar un aire nuevo a la educación en el campo, se multiplicó el número de aulas, se mejoró la dotación escolar y se previó la mejor formación del profesorado. “Un tipo de escuela, dirían los obispos en su mensaje de agosto de 1835, que constituye otro crimen de lesa religión y de lesa patria”. El Congreso Eucarístico celebrado en Medellín, por entonces, sirvió para protestar “contra los maestros que prescinden de la enseñanza del catecismo” y contra “el establecimiento de la educación laica”.

Pero más allá de los discursos y las cartas pastorales, la Iglesia adoptó durante la república liberal, una política de hechos concretos y creó más de 60 nuevos colegios en los cuatro años del gobierno López Pumarejo; en 1931 se había abierto la Universidad Javeriana en Bogotá y en 1936 se creó en Medellín la universidad Pontificia Bolivariana.

En los años que siguieron, hasta 1991, año de la nueva constitución, fueron perceptibles dos claras tendencias: mientras partidos y gobierno planteaban la igualdad religiosa, la autonomía de la educación con respecto a la religión, el respeto a la libertad religiosa, hechos como el Vaticano II, determinaron la emergencia de una Iglesia crecientemente comprometida con reformas sociales y con la búsqueda de la paz para el país. Como si hubiera dejado atrás sus intereses institucionales, el episcopado multiplicó sus pronunciamientos y sus acciones a favor de cambios profundos en la sociedad. Los años y las experiencias han dejado un sedimento de sabiduría en los gobiernos y en la Iglesia colombiana. Hoy las dos entidades comparten objetivos y dificultades en la actividad educativa.

Desde su llegada a la dirección del SENA el padre Camilo Bernal tuvo que hacerle frente a un hecho que preocupa al gobierno nacional. Como si la historia de la educación no hubiera cambiado los diagnósticos actuales sobre la educación siguen observando la recarga de estudiantes de humanidades y el déficit en ciencias exactas y en tecnología. Hoy los responsables de la educación en Colombia, sean educadores religiosos o laicos, tienen la misma preocupación nacida del estudio de las cifras de la investigación PISA, un programa de la organización para la Cooperación Económica y el Desarrollo, que analiza los sistemas educativos de 65 países. Al examinar la competencia de 470.000 estudiantes en lectura, matemáticas y ciencias, los 8000 estudiantes colombianos incluidos en la investigación, obtuvieron resultados preocupantes: entre los 65 países, Colombia ocupó uno de los últimos lugares, el 52. Para alcanzar el nivel promedio de los 65 países, 494 puntos,  Colombia necesitaría 8 años de progreso sostenido como el de los últimos dos años, y para alcanzar a los primeros, como Shangai, necesitaría 16 años.

Este atraso educativo se ha encontrado en tres áreas: la lectura, las matemáticas y las ciencias. Entre los 65 países, Colombia ocupó el puesto 58 en matemáticas, que fue la materia peor calificada. En ciencias fue el número 54 y en lectura el 52. En conjunto, nuestros estudiantes estuvieron por debajo del nivel mínimo aceptable de 494 puntos; los colombianos alcanzaron 413, por debajo de Chile, México y Uruguay, igual a Brasil y por encima de Argentina, Panamá y Perú.

Los bajos niveles de lectura, explicables por el auge de una cultura audiovisual y evidentes deficiencias en el sistema educativo, preocupan a los analistas de PISA porque de un buen nivel de lectura depende el aprendizaje de las ciencias y de las matemáticas, además el desarrollo de un pensamiento crítico depende de esa habilidad. La forma primitiva y emocional de la discusión en Colombia, sea sobre deportes (Barras bravas), economía, religión, cultura, política o cultura o la violencia en las escuelas, podrían explicarse por esa deficiencia. Tal como aparece en el estudio PISA 2009, el estudiante colombiano no entiende lo que lee, es incapaz de encontrar la idea central de un texto y, desde luego, de hacer una lectura crítica.

A desafíos como estos los colegios de la Iglesia están dando una respuesta satisfactoria como la que reportó el estudiante del colegio Divino Niño de Bucaramanga, Miguel Ariza, al clasificar el año pasado como el primer puesto del ICFES nacional. En el top 20 a  nivel nacional ocupan el puesto 5, el colegio San Carlos, de Bogotá; el 7, Santa Francisca Romana de Bogotá; el 10, San Mateo Apóstol, de Bogotá; el 13, el Seminario Corazonista de Marinilla; el 17, el San Pedro Claver de Bucaramanga. Pero no son solo logros de competidores. Cuando se mira la tormentosa historia de la actividad educadora de la Iglesia, sacudida por los estallidos de la intolerancia y el dogmatismo de unos y de otros, el panorama de hoy revela un evidente progreso…

Ya no se trata de poner la educación al servicio de la catequización, como enantes, porque la pastoral de la catequesis ha asumido sus tareas de modo autónomo e independiente de la actividad escolar; la antigua preocupación por detectar influencias de la masonería, del comunismo o del laicismo en los contenidos educativos ha cedido en beneficio de una búsqueda de la calidad y de actividades evangelizadoras al margen de la escuela y de la universidad; la pugna por asentar el predominio de la Iglesia sobre el poder del Estado ha sido cancelada, a su vez, por la doctrina del Vaticano II.

Mucha historia ha corrido desde aquella carta del Carlos V al superior dominico en 1540, hasta la llegada de un sacerdote eudista a la dirección del SENA.

En el nº 19 de Vida Nueva Colombia.

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