Juan Ignacio Arrieta: “Habíamos pensado que el derecho estaba reñido con la caridad”

Secretario del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos

(Darío Menor) “El gran problema de la Iglesia es que ha pensado que el derecho era algo reñido con la pastoral y con la caridad cristiana. Precisamente es lo contrario: el derecho es justicia, es el instrumento para la protección del débil”. El obispo español Juan Ignacio Arrieta, de la Prelatura del Opus Dei, está impulsando, por su responsabilidad como secretario del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos la revisión del Libro VI del Código de Derecho Canónico, donde se detallan las sanciones y penas canónicas de la Iglesia católica.

En su búsqueda en los archivos, Arrieta descubrió que ya en los años 80 el entonces cardenal Ratzinger, como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, intentó una reforma en el tratamiento de los delitos más graves cometidos por los eclesiásticos para conseguir que se cumpliese la ley. La revisión, que verá la luz en unos dos años, va en la misma línea: ofrece a los obispos un protocolo de actuación claro ante estos casos y les recuerda que también tienen la responsabilidad de gobernar penalmente sus diócesis.

Vitoriano de nacimiento pero afincado en Italia desde hace casi un cuarto de siglo, Arrieta ha sido profesor de Derecho Canónico en la la Universidad de la Santa Croce de Roma, donde llegó a ser decano. Desde 2003 hasta 2007 puso en marcha el Instituto de Derecho Canónico San Pío X de Venecia, impulsado por el cardenal Angelo Scola.

“Es muy hermoso empezar proyectos universitarios”, comenta. En los últimos dos años, su responsabilidad al frente del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos le ha obligado a dejar la docencia. “El trabajo aquí es muy intenso, aunque tal vez no tiene mucha visibilidad exterior”, reconoce. “Todas las leyes y cuestiones jurídicas que hacen las Conferencias Episcopales y los distintos dicasterios pasan por aquí”.

Acusaciones al Papa

¿Cómo descubrió esa información sobre el intento de reformar el tratamiento dado a los delitos más graves en el Código?

Desde hacía dos años y medio estábamos revisando el Libro VI del Código de Derecho Canónico. Coincidió que en aquel tiempo hubo una presión muy fuerte contra el Santo Padre, a quien se acusaba de no haber tomado medidas en el tema de la pederastia. Paradójicamente, Dios permitía que se acusase de no haber hecho nada justo a la persona que más se había empeñado. Entre las cosas que encontré en mi búsqueda en los archivos estaban unas cartas escritas por el entonces cardenal Ratzinger prácticamente desde que llega a Roma como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. En aquella época, todas las dispensas de la reducción al estado laical las concedía ese dicasterio; en estos momentos, se encarga la Congregación para el Clero. Doctrina de la Fe, tras la promulgación del Código de Derecho Canónico en 1983, percibe que en muchos lugares no se toman medidas penales. Según el Código, deben ser los obispos los que las tomen, pero éstos no se atreven a adoptar medidas fuertes, no se atreven a castigar.

En cambio, se intenta convencer de que abandone el sacerdocio a quien ha cometido un delito. Finalmente, según esa idea, se llega a la misma conclusión, es decir, al abandono del estado sacerdotal, pero se trata de una aberración jurídica. El cardenal Joseph Ratzinger dice que hay que reaccionar por el propio bien de los fieles, de las personas ofendidas y de la comunidad cristiana.

¿Son la mayor parte de estas faltas ‘delicta graviora’, como los abusos sexuales?

Entiendo que la mayor parte estaban relacionados con delitos contra la castidad. Son cosas graves.

¿Podemos decir, haciendo una reducción simplista, que de aquellos polvos vienen estos lodos?

De alguna forma, sí. En el Código, por primera vez en la historia de la Iglesia, se han definido los derechos de los fieles, de los laicos, de los curas… Cuando se formulan los derechos en un ordenamiento jurídico hay que establecer los sistemas de garantías para defenderlos. Uno de estos sistemas consistía en que para imponer una pena perpetua, como es la dimisión del estado clerical, hace falta un proceso judicial. Hay un problema por la universalidad de la Iglesia: hay que aplicar la norma en Salamanca y en Burundi.

Al final, el problema, ¿de dónde nace? ¿De la falta de medios?

En una parte importante, sí. No se es capaz de realizar este sistema de garantía. Hay, sin embargo, otros sistemas, que tal vez son más factibles para la organización de la Iglesia, la mitad de la cual está en territorios de misión, con poco clero.

¿Incluye la revisión del Código nuevas garantías para proteger los derechos?

Hay que ofrecer garantías. También en los procedimientos administrativos cada vez se han tomado más elementos del proceso judicial, por lo que hay más elementos de garantía. Hay, por ejemplo, un abogado, la posibilidad de recurrir, el examen por parte de varias personas. Existen muchos sistemas de garantías que no necesariamente suponen el proceso judicial. Garantías tiene que haber.

¿Cuándo se aprobará?

Todavía no lo sabemos. Lleva un proceso largo de consultas con distintas instancias. Puede llevar tiempo. En un par de años podemos tenerlo.

¿Qué criterios han utilizado para revisar el Código?

Hemos tratado de disminuir la incertidumbre en que puede encontrarse cada obispo al intentar aplicar las normas. Curiosamente, disminuyendo el margen de actuación, se ayuda al obispo. Si se le dice cómo tiene que comportarse ante una determinada situación, se ayuda a que en las 3.500 diócesis que hay en el mundo haya criterios uniformes. Lo mismo ocurre con las congregaciones religiosas. Al concretar un poco, se evita que quede paralizado por la incertidumbre.

La idea que impulsa la reforma, ¿es la misma que acompañó al Código de Derecho Canónico de 1917, que supuso una centralización de la Iglesia?

No. El Concilio Vaticano II estableció dos niveles en la Iglesia: el universal y el particular. No se puede centralizar porque los obispos no representan en sus diócesis al Papa, sino a Cristo. La idea del Código no es centralizar, sino hacer que los obispos diocesanos lo tengan más fácil y claro, pero manteniendo garantías adaptadas a la situación de la Iglesia. Si algo pretende la revisión es que sean los obispos los que gobiernen penalmente sus diócesis.

Castigo, acto de amor

Usted ha hablado también de las “exhortaciones a la tolerancia” que había en el Código hoy todavía vigente. ¿De dónde nacen?

En Luz del mundo, el Papa cuenta lo que le dijo el arzobispo de Dublín. Cito las palabras del Pontífice en el libro: “Decía que el Derecho Penal Eclesiástico hasta el final de los años cincuenta había funcionado. Es verdad que no de modo completo –se podía criticar mucho–, pero en cualquier caso se aplicaba. A partir de la mitad de los años sesenta, simplemente no se ha aplicado. Dominaba la convicción de que la Iglesia no debía ser una Iglesia de derecho, sino una Iglesia del amor, que no debía castigar. De esta forma se apagó la conciencia de que el castigo puede ser un acto de amor”.

Entonces surgió el error de pensar que el pastor no tiene que aplicar penas. Se olvida que el pastor tiene que ser padre y que, para llevar adelante la comunidad, tiene que exhortar y reprender. Las penas en la Iglesia tienen como objetivo restablecer la justicia, evitar el escándalo y recuperar al delincuente. Eso supone que el pastor aplique el derecho. El gran problema de la Iglesia es que ha pensado que el derecho era algo reñido con la pastoral y con la caridad cristiana. Precisamente es lo contrario: el derecho es justicia, es el instrumento para la protección del débil.

El Papa señala en Luz del mundo una obligación que en primer lugar debe ser realizada por la canonística: “Debemos aprender nuevamente que el amor por el pecador y el amor por la víctima están en el equilibrio justo del hecho de que yo castigo al pecador en la forma posible y apropiada”. Estas trazas, que necesitan naturalmente matices que ahora no es posible hacer, ofrecen en términos generales algunas líneas de fuerza del sistema penal contenidas en el actual Código, las cuales forman parte del cuadro general de tantas otras innovaciones disciplinarias y de gobierno promovidas por el Concilio Vaticano II, pero definitivamente “cristalizadas” en el Código.

¿A qué achaca usted este cambio en la consideración del Derecho?

Creo que se ha presentado el Derecho Canónico en el pasado de una forma excesivamente formal y basada en la autoridad, sin mostrar que sus normas tienen su explicación en la realidad teológica de la Iglesia. Dependen en última instancia de cómo Jesús ha querido dirigir a la Iglesia, se fundamentan en los sacramentos. Creo que el problema nace de no haber entendido la función del derecho en la Iglesia. Se ha pensado que el derecho impone formas que no tienen sentido y que se pueden resolver hablando. Sin embargo, si no se hace como dice la ley, se pueden cometer injusticias. No creo que se deba a una relajación moral, sino a una actitud pastoral que al final no es pastoral, porque a veces puede ser muy injusta.

¿Por qué pasa tanto tiempo desde que, en 1988, se denuncia esta situación hasta que, en 2001, finalmente los ‘delicta graviora’ pasan a ser tratados en Roma por la Congregación para la Doctrina de la Fe?

La preocupación mayor en toda esa época era el área anglosajona, con los Estados Unidos al frente, donde ya empezaron a salir algunas cosas. Lo que se intentó fue preparar normas especiales para un determinado país. Luego, poco a poco, se vio la magnitud del problema de forma universal. Se vio que había determinadas cuestiones que debían ser gestionadas de forma uniforme en toda la Iglesia. Cuando toda la cuestión penal está en manos de los obispos, que son 5.000 en todo el mundo, cada cual puede tener una forma de actuar diferente. Entonces, se decidió que a los delitos más grandes había que darles un tratamiento uniforme. Eso fue muy contestado en el mundo canonístico en 2001, se criticó mucho al cardenal Ratzinger por haber centralizado esta cuestión. No olvidemos, sin embargo, que el principio de subsidiariedad funciona en los dos sentidos: yo no hago lo que puedes hacer tú, pero a mí no me queda más remedio que hacer lo que tú no haces. Eso es lo que entonces hizo Doctrina de la Fe. Desde 1983, cuando se aprueba el Código, hasta 2001, toda la cuestión está en manos de los obispos.

Mayor atención

¿Piensa que la revisión de este texto permitirá que no se repitan casos tan dolorosos como los abusos y las tinieblas que los han rodeado?

Son cosas distintas. Lo que sí ha cambiado, y sin que haya una nueva ley penal, es la sensibilidad por parte de los pastores, de la jerarquía, ante este tipo de cosas que produce la sociedad moderna, en la que estamos todos. Hoy en día hay una mayor atención a la formación y la selección de candidatos al sacerdocio, se cuida más la afectividad en los seminarios y las congregaciones, hay mayor atención a todos estos problemas y a cómo afrontarlos. Esta revisión del Código de Derecho Canónico trata de disminuir la duda en que puede encontrarse cada obispo al intentar aplicar las normas. Si se le dice cómo tiene que comportarse ante una situación, se ayuda a que en las 3.500 diócesis que hay en el mundo haya criterios uniformes. Lo mismo ocurre con las congregaciones religiosas.

En el nº 2.739 de Vida Nueva.

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