La tregua de ETA y la Iglesia vasca

(Rafael Aguirre Monasterio, biblista y profesor emérito de la Facultad de Teología de Deusto) El último comunicado de ETA tiene pocas novedades. A diferencia de otros anuncios de “alto el fuego”, esta vez se señala su “carácter general”, que no sabemos si incluye el cese de operaciones de abastecimiento y de las extorsiones económicas; y también su disposición a “ser verificada por la comunidad internacional”, lo que no es sino una estrategia para que su causa encuentre mayor repercusión en la opinión pública.

Las dos últimas treguas de ETA las había adoptado cuando negociaba contrapartidas políticas: en septiembre de 1998, los partidos nacionalistas, con el acuerdo de ETA, firmaron el Pacto de Lizarra, que suponía la acumulación de fuerzas soberanistas y el aislamiento total de los no nacionalistas; en marzo de 2003, el alto del fuego respondía a las negociaciones de Loyola, en las que se habían puesto sobre la mesa concesiones políticas de envergadura, en un tremendo error de José Luis Rodríguez Zapatero, porque alentaba a los terroristas.

Esta vez, el alto el fuego de ETA se debe a su aislamiento social y a que su actividad es el gran obstáculo para sus aliados políticos. Entre los simpatizantes de ETA reina el desconcierto y la división. Cada vez más presos etarras se desvinculan de las órdenes de la banda. Las fuerzas democráticas han reaccionado de forma similar en una operación concertada: la declaración es un alivio, pero no es suficiente; lo que se requiere no es una tregua permanente, sino definitiva, es decir, la disolución de ETA.

¿La reacción de la Iglesia? En un breve comunicado, los tres obispos de Euskadi y el arzobispo de Pamplona reiteraban a ETA “la exigencia moral de su disolución definitiva e incondicional” y pedían oraciones a los fieles.

Se está dando simultáneamente un cambio profundo en el País Vasco en la situación política y en la vida de la Iglesia. Se vislumbra con claridad la derrota del terrorismo con el empleo firme de los recursos del Estado de Derecho (legislación, jueces, fuerzas de seguridad). Durante años ha estado vigente el mito del “empate infinito”, de que “la lucha armada” (ha costado mucho generalizar la palabra terrorismo) respondía a un contencioso político, cuya resolución era imprescindible para que ésta cesase; era un planteamiento muy común el de las dos violencias, la de ETA y la del Estado, como si fuesen equiparables, y se proponían medidas de ingeniería política para finalizar con la violencia.

Este tipo de planteamientos ha estado muy extendido y suponía la deslegitimación de la democracia existente, la asunción de postulados nacionalistas radicales. Se han hecho malabarismos con la Doctrina Social de la Iglesia, cuando el problema era mucho más claro, como los hechos están demostrando. La Iglesia tenía que haber denunciado con más claridad y fuerza las raíces idolátricas de una ideología que ha penetrado profundamente en los circuitos culturales y educativos del País Vasco y que ha contribuido decisivamente a la desertización moral y religiosa de nuestra sociedad. Los responsables políticos no lo atajaron y los eclesiásticos no percibieron el monstruo que se había incubado.

¿Qué tendría que hacer la Iglesia ahora que la situación está cambiando radicalmente gracias a la actuación decidida de la democracia? Ante todo, contribuir a la deslegitimación de la violencia porque ETA no ha desaparecido, y menos la ideología que durante tiempo la ha justificado. Pero hay más tareas pendientes.

Estamos asistiendo ya a una verdadera lucha por hacer prevalecer el relato de lo sucedido en Euskadi durante estos años. En esto se juega el futuro y la dignidad de nuestra sociedad. Frente a quienes escriben la historia para justificar la trayectoria de ETA, convirtiéndola en quien abrió nuevas posibilidades para la sociedad vasca, hay que defender el relato hecho desde las víctimas y dejar bien claro que ETA nunca estuvo justificada, que no ha conseguido nada positivo, hay que reivindicar el sufrimiento de las víctimas y debe caer el oprobio y la deslegitimación sobre la causa por la que tanto dolor se ha causado.

Además, la sociedad vasca necesita curar las heridas, superar odios, reconciliación sanante, abatir el fanatismo ideológico y crear un clima sereno para poder afrontar los problemas políticos. Esto no se logra en pocos años, quizá requiera más de una generación.

La Iglesia necesita ganar autoridad moral, sobre todo ante los sectores ideológicos que se han sentido más abandonados por ella. Los cambios episcopales en las diócesis vascas pueden conllevar una renovación pastoral, cuyo reto es no descolgar a los grupos y personas que han tenido protagonismo hasta ahora, pero incorporar otras sensibilidades y otros estilos que pueden aportar mucho a una tarea bien difícil.

En una sociedad democrática y madura, el papel de la Iglesia no es la mediación política ni proponer medidas de ingeniería política, aunque sea bajo la capa de una presunta experiencia moral. El gran reto de la Iglesia vasca es ganarse la autoridad moral, sobre todo ante las víctimas, para proponer los valores evangélicos, que amplían el horizonte de la vida humana, para poder hablar de perdón y de reconciliación en el momento oportuno, respetando los procesos psicológicos, diferenciando las disposiciones personales de las medidas políticas, que corresponden a las autoridades democráticas. Bien entendido que el perdón implica el arrepentimiento del victimario y la disposición a perdonar de la víctima.

La Iglesia es el lugar de encuentro más plural que existe en  nuestra sociedad: una gran tarea es convertir la comunión como creyentes en aprecio personal, tolerancia y aceptación de las diferencias como ciudadanos.

En el nº 2.738 de Vida Nueva.

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