Santiago García de la Rasilla, SJ: “Perú me ha regalado la experiencia de una Iglesia viva”

Obispo vicario apostólico de Jaén (Perú)

(José Luis Celada) Acaba de cumplir cinco años al frente del Vicariato Apostólico de Jaén (Perú), pero va para medio siglo de su llegada al país andino. Era un 17 de julio de 1962 y, ya por entonces, Santiago García de la Rasilla Domínguez, había sentido cómo Dios torcía sus planes. Tanto que aquel joven madrileño, entusiasmado por la arquitectura, decidió “seguirle el juego”. “Me dijo que me quería jesuita –recuerda–, y le hice caso”.

Antes, en su infancia, a la vuelta de San Sebastián, esa “tierra bonita y sufriente” donde recaló al inicio de la Guerra Civil y en la que fue bautizado, había pasado por el Colegio de Areneros que la Compañía tenía en la capital. Aunque sería más tarde, alentado por el testimonio misionero de san Francisco Javier, cuya estampa le había impresionado siendo niño, cuando ingresó en el noviciado jesuita con el deseo de ser enviado a la Viceprovincia del Perú.

Y así sucedió tras concluir sus estudios de filosofía. Aunque el religioso regresó a España (para cursar la teología en Granada y ser ordenado en Madrid), sería por poco tiempo. De vuelta a Perú, fue párroco y coordinador pastoral de Tacna, en la frontera con Chile, durante más de dos décadas, “años muy felices y fecundos en los que aprendí a conocer y amar a la Iglesia”.

En 1998 se trasladó a Lima. Allí coordinó el área sur de Latinoamérica del Movimiento por un Mundo Mejor y ayudó a varias diócesis a adoptar el proyecto pastoral de conjunto que promueve este organismo, mientras permanecía al frente de dos comunidades jesuitas como superior.

Hasta que llegó el 3 de noviembre de 2005. Ese día, monseñor García de la Rasilla no pudo dormir la siesta: una llamada de Nunciatura le dio “el gran susto” de su vida. “Dios me había hecho trampas y había vuelto a torcer mis planes”, relata. Por eso, aunque inicialmente se mostraba “perdido” y con un cierto “caos interior”, pronto supo cuál sería el lema del ministerio que iniciaría el 13 de enero de 2006: Sean uno en Nosotros. A esta espiritualidad de comunión dedicó la mayor parte de su vida sacerdotal y a ella viene consagrando sus afanes episcopales. Porque sigue convencido de que Dios le hizo obispo para que promoviera “una Iglesia en estado permanente de misión, signo de comunión salvadora para la sociedad humana”. Un empeño que ahora, como “animador de todo y de todos”, resulta “¡muy bonito!”. Incluso, ha descubierto que, para hacerse más presente entre su gente, debe participar en la vida política de la comunidad. “Saber mantener el equilibrio y la libertad” es su sabia receta para lograrlo.

Realidades muy diversas

Claro que no siempre es fácil. El Vicariato de Jaén reúne zonas muy diversas, cuyos “grandes objetivos pueden y deben ser comunes, pero los medios y los ritmos tienen que ser diferentes”. Un ejemplo: la parte de selva amazónica, todavía un “territorio de misión”. Y es aquí donde el prelado jesuita reconoce uno de sus “grandes dolores”, porque mientras no pocas cosas han cambiado “muchísimo” desde su llegada al país, casi nada ha variado en el trato de las autoridades a los indígenas: “Para nuestros gobernantes –lamenta–, parece que en la selva sólo hay riquezas que esperan ser explotadas por las transnacionales, pero da la impresión de que no hay personas”.

Una “gravísima injusticia” que es la cruz de una moneda con muchas caras, la de tantos peruanos que le han brindado la ocasión de aprender “de su bondad, de su capacidad de acogida y de ternura, de su esperanza casi nunca perdida, de su sentido festivo de la vida…”. Pero si algo le ha regalado Perú a Santiago García de la Rasilla ha sido “la experiencia de una Iglesia viva, presente en el mundo y llena de esperanza”. Valores “que ahora tal vez podemos transmitirle” a la Iglesia española de la que un día partió en misión.

En esencia

Una película: hace mucho tiempo que no puedo ir al cine.

Un libro: La Iglesia que quiso el Concilio, de José María Castillo, y el Documento de Aparecida.

Una canción: Canto a la libertad, de Labordeta.

Un deporte: tenis y frontón.

Un rincón del mundo: San Sebastián.

Un deseo frustrado: ninguno.

Un recuerdo de infancia: las tardes de los jueves jugando a las cartas con mi abuelo.

Una aspiración: contribuir a que la Iglesia sea signo de la comunión trinitaria para el mundo.

Una persona: son muchas a las que les debo mucho.

La última alegría: la última visita a un caserío con la acogida de la gente sencilla.

La mayor tristeza: un sacerdote que deja su ministerio.

Un sueño: el de Jesús: “Sean uno en Nosotros”.

Un regalo: el cariño de mi gente.

Un valor: la lealtad.

Que me recuerden por… lo que a cada uno más le haya parecido “huella digital” de Dios en mí.

En el nº 2.736 de Vida Nueva.

Compartir