¿Cuál es el papel de las mujeres en la Iglesia?

(Mª Dolores Díaz de Miranda Macías– Monja benedictina y médica) Estos días, los rescoldos de la visita del Papa a Santiago de Compostela y Barcelona mantienen el calor de un fuego encendido. Me pesaba lo delicado de esta visita, por la contraposición de pareceres que diariamente salían en los medios de comunicación. Hoy me siento aliviada y contenta: TV3 ha abierto ante 400 millones de telespectadores la belleza de la Sagrada Familia y la capacidad del pueblo catalán de organizar magníficamente un evento de estas dimensiones.

Junto a todos estos sentimientos se ha abierto en mí una pregunta cuya melodía suena también en la opinión de muchas personas: ¿hoy, cuál es el papel de la mujer en la Iglesia? Más concretamente, ¿cuál es actualmente el papel de las religiosas en la Iglesia? Pregunta suscitada por las propias imágenes televisivas de la ceremonia de consagración del templo de la Sagrada Familia por el papa Benedicto XVI.

En estas imágenes, las mujeres estábamos mínimamente representadas, de manera que no se podía ver la real participación y el trabajo que estamos haciendo en la Iglesia. Se vio a una mujer leyendo la primera lectura, a otra llevando las ofrendas y a la organista, y se visibilizó la presencia de las religiosas a través de siete de ellas que, tras la unción del altar por el Santo Padre con el óleo sagrado, subieron al mismo, limpiaron su superficie y las gotas de aceite caídas al suelo y pusieron el mantel sobre él. El efecto visual que produjeron en mí estas imágenes fue de turbación, me quedé sin palabras, como paralizada. Estábamos viendo la televisión prácticamente toda la comunidad, nos quedamos sin fuerzas para expresar el sentimiento común que nos invadía.

El hecho en sí forma parte de la celebración litúrgica y no hubiera tenido más relevancia si no se hubiera producido dentro del contexto en que se produjo. Nosotras ponemos el mantel de nuestro altar, es un gesto dentro de los tantos ritos en los que participamos de forma directa y visible en una celebración eucarística. Además, las benedictinas de Sant Pere somos las que hemos confeccionado, entre otras piezas, el mantel que se puso sobre el altar de la Sagrada Familia. Por tanto, lo que hicieron las siete monjas que vimos a través del televisor no tiene nada de extraño y, mucho menos, de denigrante. El problema ha surgido porque el contexto en que se produjo lo cargó de infinidad de connotaciones negativas: en una asamblea en la que mayoritariamente los “actores” eran hombres, la visualización de las mujeres, y concretamente de las religiosas, quedó reducida a la limpieza del altar.

Las imágenes evocaban inevitablemente la relegación y minusvaloración que las mujeres padecemos desde hace siglos. Mantenemos dentro de la Iglesia los mismos deseos que en la sociedad: nuestro lugar propio, un lugar en el que seamos consideradas de igual a igual con los hombres. La gran diferencia es que, en la Iglesia, el camino por andar es todavía mucho más largo. Por eso, respecto a nuestro lugar en la Iglesia, como punto de partida me conformaría con tener el mismo lugar que tengo en la sociedad civil, porque si bien es cierto que a las mujeres nos queda mucho por lograr en ese ámbito, en la Iglesia estamos a mil años luz de lo allí conseguido. Y que nadie interprete mis palabras como un implícito reclamo del sacerdocio femenino, pues ésa no es, a mi modo de ver, la primera cuestión a debatir. El continuo éxodo de mujeres que se van de la Iglesia y el hecho de que las más jóvenes no quieran saber nada de ella tiene motivaciones más profundas. Cuando mi sobrina y sus amigas, de unos veinte años, hablan conmigo, el concepto que tienen de mi vida en la Iglesia está marcado por el estereotipo de religiosa presentado en la televisión, y en nuestro caso concreto, al ser una comunidad de vida monástica, reforzado por la idea de una clausura entendida como encerramiento y reclusión.

Sinceramente, creo que la Iglesia diocesana de Barcelona –caracterizada por su apertura– perdió una oportunidad de oro ante el mundo entero para ofrecer la otra cara de la realidad femenina: la de mujeres capaces de realizar servicios eclesiales tan valiosos o más que el de cualquier hombre cuya competencia y profesionalidad no pueda ponerse en duda. Ha sido una gran oportunidad perdida, pero quizá sea un buen momento para abrir el debate y la reflexión que nos ayude a alcanzar el lugar que las mujeres deseamos tener dentro de la Iglesia.

En el nº 17 de Vida Nueva Colombia.

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