Nueva etapa en la Iglesia vasca

Borja Vivanco doctor en Economía y licenciado en Sociología

(Borja Vivanco Díaz– Doctor en Economía y licenciado en Sociología) Si aún hace cinco décadas el País Vasco comprendía una de las regiones del sur de Europa con mayores índices de religiosidad y confianza en la Iglesia católica, hoy ocurre lo contrario. Y es posible que, al menos en Europa, ningún territorio haya experimentado un proceso de secularización tan rápido y drástico como el que aconteció en la sociedad vasca de 1965 a 1975. Como consecuencia, es probable también que, en lugar del mundo alguno, exista un divorcio de tal magnitud en la actitud ante la religión entre la población más adulta y la más joven.

La sociedad vasca, durante los últimos decenios, ha multiplicado sus esfuerzos en la defensa de sus señas de identidad política, cultural y lingüística, pero la fe católica de sus mayores y de sus antepasados no ha querido contarse entre ellas. En cambio, si el resto de pueblos de la península profesaran, por ejemplo, el protestantismo, seguro que la sociedad vasca habría redoblado su interés y recursos en la conservación del catolicismo, ya que su tradición religiosa sí conformaría un factor de diferenciación y serviría de instrumento de cohesión social, tal y como ha sucedido en Polonia, Lituania, Irlanda o Croacia. En las pasadas décadas, la realidad política no ha jugado, en definitiva, a favor de la presencia del cristianismo en la sociedad vasca.

La Iglesia vasca contempló con gran entusiasmo y esperanza el Concilio Vaticano II. En el momento de su finalización, en 1965, la influencia de la Iglesia católica en la sociedad vasca era incuestionable, sus seminarios estaban repletos, su clero se contaba entre los mejor cualificados y su vocación misionera era referencia mundial. Pocas Iglesias locales estaban mejor preparadas o contaban con más recursos para abordar, íntegramente y con valentía, los cambios que el Concilio fomentaba.

La crisis religiosa o la secularización –agudizadas en los años 70– no mermó el ánimo de la Iglesia vasca y, en particular, de la diócesis de Bilbao, para ubicarse a la vanguardia de la renovación conciliar. En efecto, la Iglesia de Vizcaya organizó una Asamblea diocesana (1984–1987) en la que participaron unas 20.000 personas; consolidó amplias estructuras de corresponsabilidad; animó el trabajo a favor de los pobres y los marginados; desarrolló iniciativas necesarias a favor de la paz o la reconciliación en el seno de la enfrentada sociedad vasca, a la vez que sus obispos eran voz autorizada en el terreno de la “ética política”.

Evidentemente, el “progresismo”, como ideología pastoral, orientaba la evolución de la Iglesia vasca y de sus prelados desde los años 70. De tal modo que, con el pontificado de Juan Pablo II y el nuevo rumbo que la Iglesia universal emprendió, los prohombres de las diócesis vascas quedaron descolocados y buscaron impermeabilizar, a toda costa, sus líneas pastorales. Tanto es así que, por ejemplo, los “nuevos movimientos eclesiales”, que crecieron con fuerza en el pontificado del Papa polaco y que ofrecieron vías de evangelización eficaces en una sociedad ya secularizada, no se sintieron tan acogidos en la Iglesia vasca como en otras diócesis españolas.

Aparte de las críticas que recibió por parte de sectores nacionalistas por razón de su origen “foráneo” y por desconocer el euskera, la designación de Ricardo Blázquez como obispo de Bilbao, en 1995, fue también interpretada como el intento definitivo de la Santa Sede por hacer converger a la Iglesia vasca al camino al que el conjunto de la Iglesia católica se había ya sumado, sin marcha atrás, en los pasados quince años.

Pero la pérdida de “músculo” sufrida por el “progresismo eclesial vasco” ha tenido lugar más bien por propio “desencanto” o “agotamiento” y, sobre todo, por su incapacidad para continuar aunando adhesiones entre las generaciones más jóvenes. El clero vasco, que se ha mostrado abiertamente crítico –en los meses pasados– a los nombramientos de José Ignacio Munilla y Mario Iceta como obispos de San Sebastián y Bilbao, no ha contado con apoyos entre los sacerdotes más jóvenes. Por lo tanto, seguramente estamos asistiendo más a un problema generacional que a un debate sobre un modelo de Iglesia.

Una Iglesia semper reformanda exige combinar diferentes estilos pastorales. Lo que fuera imperativo en los años 70 y 80, incluso en los 90, no tiene por qué serlo en 2010. Si el “progresismo” fue necesario –hace ya veinte o treinta años– con el objetivo de respaldar las reformas propiciadas por Concilio Vaticano II, ahora lo oportuno puede consistir en explorar otras fórmulas pastorales y de religiosidad, que ubiquen a la Iglesia vasca en una situación más equilibrada.

En el nº 2.732 de Vida Nueva.

INFORMACIÓN RELACIONADA

Compartir