El Cervantes reconoce, al fin, la magia de Ana María Matute

A los 85 años, es la tercera mujer en lograr el gran galardón de la literatura en español tras María Zambrano y Dulce María Loynaz

(Juan Carlos Rodríguez) “Érase una vez una niña llamada Ana María Matute, que a los cinco años empezó a escribir y dibujar historias…”. El cuento, ochenta años después, tiene final feliz: aquella niña ha ganado, por fin, el Premio Cervantes.

Por fin, porque ya llevaba más de una década quedándose al borde del galardón; aún antes de aquel año 2000 en el que lo obtuviera Francisco Umbral, y en el que debió ganarlo. Por fin, porque es también la tercera mujer que lo obtiene en 35 años de historia tras María Zambrano (1988) y Dulce Mª Loynaz (1992).

Su amplia y dilatada trayectoria comenzó, sí, con ese cuento a los cinco años que aún conserva, La avaricia de un rey, en el que expresaba una temprana conciencia social o perplejidad infantil porque “los pobres se morían de hambre”. Quince novelas, una treintena de libros de relatos –en su mayoría breves e infantiles–, y once operaciones después, sigue escribiendo, imaginando la vida al otro lado del espejo: de niña escribía de adultos a los que no entendía; de adulta escribe de niñas en las que se reconoce. Acaba de publicar La puerta de la luna (Destino), sus cuentos completos. Y recibe el Cervantes con la certeza de que “sigo viva porque escribo”.

Toda la obra de Matute es, y así lo proclama ella, magia, es decir, un ejercicio de transformación de la realidad a través de la imaginación. Y no para evadirse, sino para tomar conciencia de lo que realmente es. Ésa es la lectura de su obra, desde esas duras y lúcidas novelas de posguerra, Luciérnagas (1955) y Los hijos muertos (1958), a su gran obra maestra: Olvidado Rey Gudú (1996), prorrogada con Aranmanoth (2000) y, en cierto modo, vislumbrada ya en La torre vigía (1971).

Tercera mujer en la Academia

Ese año, 1996, fue importantísimo para Matute porque, tras su reaparición después de 25 años, tras una profunda crisis personal, fue premiada con el sillón K de la Real Academia Española; la tercera mujer tras Carmen Conde y Elena Quiroga en penetrar aquel arcaico muro masculino.

La edad le hace mirar atrás con la sencillez con la que ha afrontado el Cervantes, lejos de los “egos” de algunos divos de la literatura: “Un premio no hace a un escritor, hace lectores. Es un reconocimiento, eso sí, a mi trayectoria. Y yo estoy encantada con ella”.

Más información en el nº 2.732 de Vida Nueva. Si es usted suscriptor, vea el reportaje completo aquí.

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