El cumplimiento de un sueño

(Jaume Aymar Ragolta – Profesor de la Universidad Ramon Llull) Nací en Barcelona y, ya de pequeño, me impresionaban las altas torres de la Sagrada Familia; en mi mente se producía un prodigio: a veces veía una, y otras veces veía cuatro. No había comprendido que una era la visión desde la calle Marina, donde la perspectiva las solapaba, y otra la de la calle Mallorca, donde se veían las cuatro de la fachada del Nacimiento en todo su esplendor. Después, cuando cursaba el bachillerato en el colegio de los jesuitas de la calle Caspe, veía el milagro de crecer cada día la fachada de la Pasión. Más tarde, en el COU, estuve al tanto de la polémica por la construcción del templo y sabía que tenía sabios detractores, pero sentía a la vez la emoción de vivir cotidianamente el crecimiento de una nueva catedral gracias a los donativos de los humildes.

Supe que había conversiones como las de Josep Maria Subirachs, que pasó de detractor a fiel continuador de la fachada de la Pasión. En la Universidad hice mi tesis doctoral sobre el arquitecto Joan Martorell, maestro y mentor de Antonio Gaudí, y entonces pude conocer más de cerca al genial reusense y comencé a profundizar en el sentido alegórico de su obra. Después he tenido muchas veces la ocasión de hacer lo que Gaudí hizo muy a menudo en vida: enseñar el templo. Es una basílica que necesita guía.

Tengo la certeza de que, si un día la Iglesia beatifica y canoniza a Don Antón –como era conocido en su tiempo–, será el patrono de los guías turísticos. Muchas veces, al acompañar al templo a adultos o a jóvenes, a gente del país o a extranjeros, he acabado repitiendo la frase que un año fue el lema de la Colecta Anual Pro Templo: Qui digui que no s’acabarà mai, no coneix el nostre poble (Quien diga que no se acabará nunca, no conoce a nuestro pueblo).

Todas estas vivencias se agolpaban en mi mente cuando el pasado domingo pude asistir a la consagración del templo de manos de Benedicto XVI. Fue para mí –y estoy seguro de que también para muchos– el cumplimiento de un sueño: la Sagrada Familia ya estaba cubierta, sus altas columnas, tal como un bosque de palmeras, invitaban a mirar a lo alto y a descubrir la luz que, cenital, se filtraba por los óculos y, tamizada, llegaba a la nave a través de los vitrales de Joan Vila-Grau.

Me causó admiración el original baldaquino con aquel Cristo casi desnudo que había elegido el propio Gaudí, aquel Cristo que con las rodillas flexionadas levanta esperanzadamente el rostro hacia Dios Padre con los racimos de uvas y las 50 simbólicas lámparas que lo circundan. Me agradaron los cuatro vítreos evangelistas de Domènec Fita. Pude abrazar a un emocionado Etsuro Sotoo, el escultor japonés que lleva 30 años trabajando en el templo tratando de mirar a donde miraba Gaudí.

Y me emocionó, asimismo, oír al Papa predicar con sabiduría sobre la belleza, afirmando que hay que superar la escisión entre la belleza de las cosas y Dios como belleza. Y me emocionó oírle hablar en catalán, la misma lengua que indefectiblemente usaba Gaudí con las personas a quienes acompañaba. Y todo en un ambiente gozoso, muy gozoso, con centenares de voces en los coros, que evocaban aquella Jerusalén celeste que es nuestra madre, donde una multitud de hermanos nuestros ya alaba eternamente al Señor (cf. Prefacio de Todos los Santos). En un hermoso gesto de colegialidad, la unción papal fue acompañada de la que doce obispos, sucesores también de los apóstoles, hicieron en sendas columnas del templo. Fue bello también el momento en el que el cardenal Martínez Sistach mostraba a los fieles la bula que declara la Sagrada Familia basílica menor. Era como una merecida recompensa al pastor que ha trabajado desde hace meses para que el sucesor de Pedro visitase a su grey.

Al terminar la solemne celebración bajé a la cripta y me detuve unos instantes a orar cerca de la tumba de Gaudí con la persuasión de que, desde la gloria, “el arquitecto de Dios” exultaba en esta solemnidad.

Por la tarde hubo un complemento esperado: el Papa visitó la obra benéfico-social del ‘Nen Déu’. Fue un acto entrañable: al símbolo del templo material se unía a los ojos del mundo el de las piedras vivas, los más pequeños de la sociedad, a los que Benedicto XVI, como un abuelo que visita a sus nietos el domingo por la tarde, sonreía y besaba. Una niña discapacitada nos recordó a todos que también los disminuidos tienen un corazón capaz de amar. Luego el Papa, ya de partida en El Prat, ante los Reyes y los notables de España, sintetizó como buen profesor universitario los dos símbolos de la Barcelona de hoy en la fecundidad de la misma fe: una alabanza en piedra a Dios y una institución eclesial de carácter benéfico-social de la cual bendijo una primer sillar para un nuevo edificio. ¡Qué hermosos sueños hechos realidad!

En el nº 2.729 de Vida Nueva.

Número Especial de Vida Nueva

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