‘Deus caritas est’

(Fr. Francisco J. Castro Miramontes, franciscano) La ciudad apostólica de Santiago de Compostela viene siendo a lo largo de la historia meta de peregrinaciones, espacio abierto de encuentro entre personas venidas de diversos puntos del planeta Tierra, haciendo de los distintos caminos, sobre todo la conocida como ruta “francesa”, un eje vertebrador de la catolicidad, en sentido literal, como “universalidad”, y, al mismo tiempo, como comunión: la que se produce de modo espontáneo entre los peregrinos que orientan sus pasos y sus esperanzas hacia este lugar situado en el confín occidental de la vieja Europa: el finis terrae.

En la memoria colectiva de los compostelanos aún resuenan como ecos entrañables las dos únicas visitas realizadas por un papa a lo largo de la historia a la “sede santiaguista” (hasta este mismo año). Aconteció en el año 1982, con motivo de una visita pastoral a España (entonces también Año Santo Compostelano), y años después, en 1989, en el marco natural y simbólicamente muy significativo del Monte del Gozo, para celebrar la Jornada Mundial de la Juventud. El gran protagonista, entonces, fue Juan Pablo II, el Papa peregrino.

A estas fechas para el recuerdo habrá que sumar ya el 6 de noviembre de este 2010, nuevamente Año Santo Compostelano (evento que tiene lugar cada vez que el 25 de julio, fiesta de Satiago Apóstol, coincide con el domingo, el Día del Señor). Y sin duda alguna la visita de un peregrino tan ilustre ha sido un gran colofón para este acontecimiento eclesial que conlleva siempre el objetivo de remover las brasas del alma para reavivar el fuego de la fe. La historia guardará una página en su memoria para vincular la figura del papa Benedicto XVI con esta ciudad compostelana en la que arte, historia y espiritualidad se amalgaman de tal manera que la piedra labrada por el arte se anima por la fuerza de la espiritualidad que sigue impregnando de bellas experiencias las historias de los peregrinos que siguen llegando, en número considerable, hasta estas latitudes.

El Papa ha pasado de modo fugaz (apenas unas horas de estancia), pero nos ha permitido salir a las pétreas rúas santiaguesas sin rubor de sentirnos parte viva de una Iglesia peregrina, santa y pecadora, que ha de tener su constate cimentación sobre los hombros de Jesús de Nazaret, aquel galileo inolvidable que ha hecho posible la mayor revolución posible, la del ser humano que se descubre frágil pero llamado a la grandeza del amor de Dios que late en nuestro interior, que ha diseñado el plan pastoral perfecto: el amor al prójimo, y que vive por la gracia de Dios en lo íntimo de nuestro ser.

Benedicto XVI visitó también, no hace mucho tiempo, Tierra Santa, espacio geográfico natal de nuestro Santiago Apóstol. De esta manera, a través de la figura del Papa, las tres grandes urbes de la cristiandad, las tres ciudades santas, han quedado unidas por quien sabe perfectamente que Deus caritas est.

Aún hoy pende de una de las torres de la compostelana iglesia de San Francisco una gran pancarta que sobre fondo blanco y amarillo sobreimpresiona un lema sencillo y cordial: San Francisco saluda al Papa. Pero antes o después habrá que descolgarla y retirarla, la vida cotidiana es así de implacable. Ahora es tiempo de seguir adelante con la ingente tarea de demostrar –antes con obras que con palabras– que sí, que Dios es amor, y que cada uno de nosotros somos, debemos ser, expresión viva de esa amabilidad.

En el nº 2.729 de Vida Nueva.

Número Especial de Vida Nueva

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