La otra cultura de la muerte

La resurrección alimenta la esperanza de que la vida será más fuerte que la muerte

(Texto y fotos: VNC) La escena del grupo familiar que desde un puente arroja al agua y al viento las cenizas de un muerto, no es usual pero sí cada vez más frecuente. En cambio llegó a ser parte de las costumbres la cremación de los cadáveres y la conservación de las cenizas en urnas que se depositan en los cenizarios.

Hacen contraste estos usos con el culto tradicional a los muertos, encerrados en elaborados cofres mortuorios y expuestos al homenaje de familiares y conocidos en aparatosos catafalcos, rodeados de cirios encendidos y aromas de coronas y ramos de flores, con cintas de seda en las que se destacan los nombres de las entidades o personas que han costeado la vistosa ofrenda.

Los desfiles de  autos con coronas, encabezados por la carroza del féretro, todavía interrumpen o hacen más lento el tráfico urbano. Es la fuerza de una tradición que, lenta pero implacablemente, va cediendo ante la aparición de nuevas formas de ver y de enfrentar la muerte.

Historia de algunas formas

Entre estos parsimoniosos desfiles fúnebres y el sencillo cortejo familiar que arroja las cenizas de su muerto desde un puente, hay una diferencia y una distancia hechas por la emergencia de episodios como las muertes masivas de nuestro tiempo.

La sequía de los años 70, repetida en  1984- 85 desde las islas de Cabo Verde hasta Etiopía, en Africa, produjo centenares de miles de muertes en un atroz episodio que dejó atrás todos los rituales de la muerte porque la multiplicación de cadáveres impuso la solución de las fosas comunes y la quema masiva de los cuerpos, ante el peligro de una epidemia. La guerra y el hambre tuvieron el efecto de una bomba atómica en Somalia: moría un somalí por minuto y se hacía necesario no sepultarlos, sino deshacerse de los cadáveres. Sucedió en las guerras mundiales, en las guerras civiles, sucede en los conflictos armados de nuestro tiempo, la muerte masiva transforma las ideas y actitudes ante los muertos.

Además llegaron las mortandades virtuales que los televidentes contemplan cada día  en sus pantallas, hasta el punto de que la muerte aparece como una rutina de libretistas que necesitan provocar sensaciones fuertes.

Ese acostumbramiento a la muerte está acompañado por la filosofía del “ahora”. El pasado, y el futuro tienen cada vez menos espacio en vidas que solo están abiertas a las sensaciones fuertes del presente.

Sin embargo, con todos estos elementos en contra, emerge una visión de la muerte que parece reunir eclécticamente ideas de ayer y de hoy, lo mismo  que principios budistas, judíos y cristianos, intuiciones místicas y pensamientos racionalmente elaborados, como si se tratara de un sedimento  secular, para construir el pensamiento de comienzos de siglo sobre la vida y la muerte.

No es la pintoresca y folclórica idea de la muerte de la cultura mexicana; ni la idea comercial que aparece en las empresas funerarias de Estados Unidos donde la muerte se maquilla y pierde su adustez y dignidad.

La investigación de Philip Aries sobre la Historia de la Muerte, descubre  eras distintas de la muerte: hubo la de la muerte sumisa, la de la muerte invisible, o la de la muerte de sí mismo. La era actual sería la de la muerte sin mitos, que se mira sin angustias y como una parte natural de la vida.

Una filósofa contemporánea, la judío-alemana Hannah Arendt, hace eco a una idea que entusiasma a numerosas personas: “no nacimos para morir, sino para renacer”. Una médica siquiatra, Elisabeth Kübler-Ross, que  fue saludada por el teólogo Hans Kung “como una valiente mujer a la que una incalculable cantidad de personas, no solamente los teólogos, le están infinitamente agradecidos porque rompió el tabú sobre la muerte y agregó a la medicina otro marco de referencia” le ha dedicado largos años de investigación a la muerte. Ella dice, con sólida convicción que “la muerte es el paso a un nuevo estado de conciencia en el que se continúa experimentando, oyendo, comprendiendo, viendo y en el que se tiene la posibilidad de continuar creciendo. La única cosa que perdemos en esta transformación es nuestro cuerpo físico, pues ya no lo necesitamos”. Esta, que es una convicción nacida de la experiencia y el conocimiento de una profesional, tiene su equivalente en el creyente para quien la resurrección de Cristo es el corazón del evangelio y permite alimentar la esperanza de que la vida es más fuerte que la muerte.

Una transformación

La vida del creyente no termina con la muerte sino que se transforma. “Dios no nos ha creado y llamado para que desaparezcamos, cada hombre está llamado a la vida eterna”, se lee en el Catecismo Holandés, al explicar los alcances  de este misterio central que es la resurrección.

La intuición de las distintas culturas, las búsquedas de los hombres  de hoy, y el hallazgo de la fe, coinciden: la vida, en la muerte se transforma; y los muertos viven una forma superior de vida, tal como la describe san Juan al hablar de ese lugar donde no habrá llanto, ni dolor, ni enfermedad, ni pena. O sea, la plenitud del ser humano.

Ante la pregunta sobre el destino del cuerpo, las distintas culturas han respondido  con el embalsamamiento, que en la cultura egipcia equivalía a un ingenuo intento de evitar la corrosión del tiempo y de asegurar la inmortalidad. En la India es costumbre la cremación de los cuerpos en grandes piras ceremoniales a la orilla del río sagrado; entre esos dos extremos, la literatura ha conservado el drama de los dolientes que luchan por un cadáver: Homero hace escuchar el llanto del rey Priamo cuando reclama el cadáver de su hijo Héctor; Sófocles recrea el gesto de rebeldía de Antígona al robar el cadáver de su hermano Polínices, condenado a quedar insepulto; y García Márquez muestra como el mayor de los castigos severos la decisión de Macondo de dejar expuesto, en la plaza del pueblo, el cadáver del médico que se negó a atender a sus pacientes. Ese cadáver sería alimento de perros y ratas y de las aves carroñeras, según la insobornable voluntad de los pobladores.

Ese afán de conservar cadáveres desaparece con la práctica de arrojar las cenizas del muerto al río Ganges o a un río cualquiera, o al mar; o la de sepultarlo, anónimo, al pie de un árbol, como abono. Son decisiones que corresponden a una voluntad de originalidad, o a la convicción de que el cuerpo como un capullo, pierde importancia cuando abre sus alas la mariposa que allí estaba encerrada. Expresa la misma idea la imagen del violín inerte y silencioso cuando el violinista se ausenta. El cuerpo es un instrumento silencioso e inmóvil cuando el espíritu que lo animaba se le separa y toma otro rumbo.

La citada Elisabeth Kübler-Ross habla del cuerpo etéreo, en oposición al cuerpo físico y cuenta que en una de sus múltiples experiencias supo de un hombre que en un accidente de tránsito perdió sus dos piernas: “mientras se encontraba fuera de su cuerpo físico, vió una de sus piernas en el suelo y fue consciente de encontrarse en un cuerpo etéreo absolutamente perfecto y de tener sus dos piernas”. El lenguaje de san Pablo alude al hombre viejo y al cuerpo carnal, en oposición al hombre nuevo y al de los que resucitan en Cristo. Este proceso de resurrección, o de nuevo nacimiento, es el que comienza en el bautismo y culmina, al morir, con el nuevo nacimiento. Los dos cuerpos, el de Cristo crucificado, que prefigura el de todos los que mueren tras una enfermedad que destroza y desfigura su organismo, y el de Cristo resucitado, glorioso y de deslumbrante esplendor, dan la respuesta de la fe a la pregunta sobre el cuerpo después de la muerte. Otra vez se da la coincidencia con esa intuición del cuerpo etérico de que hablan los investigadores.

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PARA QUIEN MUERE NO HAY AUSENCIAS


La muerte es sentida como una ausencia y duele por esa razón. Sin embargo, es cada vez más común la creencia de que, para quien muere, no hay ausencias. El que muere está presente, de otra manera, con los suyos, y al morir descubre presencias que nunca le abandonaron y que en este momento le acompañan, como comité de recepción a la otra vida. Los investigadores de lo que pasa en el momento de morir han registrado 25 mil personas  que por un accidente, emergencia médica o coma inducido, se han asomado a los umbrales de la muerte y dan fe de que “nadie llega a morir solo”. “Seres que los rodean, los guían y les ayudan en el momento de la salida del cuerpo”. Reciben distintos nombres: “compañeros de viaje” les dicen los niños; o “ángeles de la guarda”, una denominación común, o “guías espirituales”. Concluye Elisabeth con firme convicción: “es importante saber que cada ser humano está rodeado de guías espirituales y de ángeles de la guarda en el momento del paso al más allá”. Sorprende encontrar en estos investigadores que, con métodos científicos siguen el proceso de los moribundos, una convicción muy parecida a la que alienta en la doctrina de la comunión de los santos y en los ritos funerarios de la Iglesia. Pasados los trenos furibundos del Dies Irae –esos versos latinos centrados en el juicio y el castigo- sobrevive el hermoso canto de despedida a los difuntos en los que se les desea que salgan a su encuentro los ángeles y los santos y todas esas presencias amadas y amables de cuantos los precedieron en el país de las almas. Esta persuasión desde la razón de los investigadores, y desde la fe de los creyentes, se complementa con otra: la de que morir es regresar a casa. Ha sido una idea arraigada en las culturas de la muerte que “nuestra vida en el cuerpo terrenal sólo representa una parte muy pequeña de nuestra historia”. Estar aquí, en la existencia terrena, es como llegar a una estación de paso,  con todo lo provisorio que implica esa situación.
Para el creyente esta es una certeza que le define sus actitudes ante la vida, ante los demás y ante las cosas. Nada se asume como definitivo, todo es provisional, como de quien está de paso. En la literatura mística este es un pensamiento constante y aún en la literatura clásica abundan ejemplos como los de los versos de Jorge Manrique sobre las vidas que son como ríos que van a dar al mar que es el morir. En los avisos funerarios de los periódicos es frecuente encontrar la expresión densa de la fe cuando se anuncia  la muerte de alguien como el regreso a la casa del Padre.

Es una expresión en la que resuena el sentimiento alegre de quien regresa a su lugar de origen. El teólogo Karl Rahner así lo formula al final de un sólido artículo “sobre el morir cristiano”. “Si concebimos la muerte como el abandono en Dios, en el que caemos en las manos del Dios eterno, en tal caso hemos comprendido la muerte y la hemos superado”.

Con la sabiduría de los niños, un pequeño hablaba de la muerte inminente de su abuela después de una larga enfermedad, y decía: “ahora la abuela estará mejor”.
Es una cultura de la muerte atravesada por la  espada de luz de la esperanza, la que se está abriendo paso en la conciencia de los hombres y mujeres del siglo XXI.

Publicado en el nº 14 de Vida Nueva Colombia.

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