Miguel Hernández, viento de Dios

El poeta de Orihuela, de cuyo nacimiento se cumple un siglo, nunca perdió su fe en Dios, aunque se declaró “anticlerical”

(Juan Carlos Rodríguez) Miguel Hernández, “el cabrero rapado, de ojos grandes y risa franca”, como le describió María Dolores Sijé, nació hace ahora un siglo en Orihuela (Alicante), un 30 de octubre de 1910. De origen humilde, segundo hijo varón de un tratante de cabras que le prohibió leer, “su tenacidad y su capacidad de superación lo convirtieron en uno de los más grandes de la poesía contemporánea”, según Leopoldo de Luis. Quizás el centenario sea “el momento adecuado para poner a Miguel Hernández en el lugar que se merece; la universalización”, según Carmen Alemany, pero, también, “el momento oportuno para dejar de lado mitificaciones y acercarnos a su obra, tratarla y sacar todo el provecho que merece”.

Por ejemplo, destacar la notable presencia de Dios en su obra, sobre todo la anterior a 1937. Aunque su giro ideológico hacia el comunismo, influido por Pablo Neruda y las “amistades madrileñas” –desde Lorca y Alberti a Gómez de la Serna–, se reflejó en un creciente “anticlericalismo”, nunca lo transformó en antirreligiosidad. “Nunca perdió su fe en Dios”, según Francis Aggor en Un barroquismo de Dios: la poesía religiosa de Miguel Hernández, así como lo refleja Vicente Ramos Pérez en El Dios primero de Miguel Hernández. No es un poeta ateo, ni mucho menos. Entre 1934 y 1937, año de la publicación de El niño yuntero, su poesía bulle de referencias a las “religiones primitivas y la sacralización de la vida de la naturaleza”, como apunta Juan Cano, pero también ecos bíblicos (presentes en el mismo Niño yuntero), episodios evangélicos y la búsqueda de un Dios de perfección.

Su primera pieza teatral, escrita en el verano en 1933, fue el auto sacramental Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras. El hispanista Thomas Stauder, que ha estudiado a fondo su teatro, afirma: “El análisis de este drama alegórico (…) nos mostrará que Hernández no sólo estaba todavía firmemente anclado en la religión católica y la estética del Siglo de Oro, sino que también seguía compartiendo las convicciones políticas de su amigo Ramón Sijé”. Aquí Hernández define a Dios como “Perfecto Anillo”, es decir, simboliza la perfección de lo divino mediante formas circulares, lo cual ya había hecho en su primer poemario Perito en lunas.

También en su poesía temprana, por ejemplo, enaltece la eucaristía, que, en la interpretación de Aggor, es “producto de la tierra, símbolo en el que nos unimos con lo divino”: “No esperes al mañana/ para volver al pan, a Dios y al vino:/ son ellos tu destino./ Y has de ser resumible ¡siempre!, amiga,/ en un racimo, un cáliz y una espiga” (La morada amarilla). Una glorificación mística de la naturaleza propia de un poeta-pastor pero, sobre todo, del barroquismo, muy presente en su obra a través de Sijé, su íntimo amigo oriolano, católico ferviente y su guía intelectual.

José Cano y Eutimio Martín han vinculado este catolicismo inicial de Hernández exclusivamente, en palabras de Aggor, a “un intento por parte del poeta de satisfacer las aspiraciones católicas de Ramón Sijé como de su contorno católico”, en el que se incluye su mujer, Josefina Manresa, y el canónigo de la catedral de Orihuela, Luis Almarcha, más tarde obispo de León. Igual que su comunismo tardío se vincula a la influencia de Neruda y Lorca. ¿Qué queda entonces en Miguel Hernández?

Hombre íntegro


José Luis Ferris
en Miguel Hernández, pasiones, cárcel y muerte de un poeta perfila la integridad del poeta que se empeñaron en desdibujar unos y  otros. No hay que rechazar que la notable presencia católica de sus primeras obras, más allá de la influencia de Sijé, estuviera también en un descubrimiento de la fe como un intenso ejercicio personal. No ya de su educación en las Escuelas Avemaría y, más tarde, con los jesuitas, sino también en la lectura ferviente de poetas como Gabriel Miró. No es extraño que sus primeras poesías, sus sonetos a la Virgen María y otros escritos suyos revelen un claro predominio católico. María Lourdes Domenech, a partir de Los poemas poéticos de Miguel Hernández, de Marie Chevalier, o la magnífica edición de la Obra poética completa comentada de Leopoldo de Luis y Jorge Urrutia, retrata a un autor marcado por un combate entre la fe y el pecado: “La imagen del Dios perfecto en el que creía de niño se enturbia por el castigo de poseer un cuerpo que es impuro por naturaleza. Dios hiere al hombre con unas necesidades físicas que lo llevan al pecado. Este primer sufrimiento orienta, ya desde 1934 y de forma definitiva, la obra del poeta”.

El poeta Juan Carlos Mestre recita versos ante la tumba de Hernández

De hecho, Domenech distingue cuatro etapas en sus poemas de amor: amor a Dios, atracción sexual, amor humano pero espiritual (púdico) y pasión, dolor y desamor. “El primer objeto de amor fue el Dios de un catolicismo que daba una importancia fundamental a la castidad y el castigo olvidándose de la caridad –insiste Domenech–. La violencia de la tentación será el tema único de un bello poema sombrío, Primera lamentación de la carne, en el que los acentos de sinceridad llegan a la desesperación. El adolescente inocente se ha vuelto cristiano atormentado, lleno de remordimiento y abocado al pecado”. Más allá de sus poemas políticos, Hernández es un poeta hondo, perseverante, que sufre en torno al pecado, la pena y la muerte, única vía de materializar su “aspiración a la pureza absoluta”. Nicolás de la Carrera lo ha reiterado en El Dios de Miguel Hernández (Verbo Divino): “Mi propósito al redactar este ensayo fue investigar las raíces cristianas de la obra del poeta oriolano y su evolución. Tenía la impresión de que se fue alejando del catolicismo porque hería su sensibilidad el deshumanizante corsé represivo que habían tejido en torno a sus necesidades en materia sexual y el escaso compromiso de tantos cristianos de su tiempo con el mundo de la pobreza y la justicia social”.

En el poema Sonreídme, de 1935, Hernández dice: “Me libré de los templos;/ sonreídme,/ donde me consumía con tristeza/ de lámpara/ encerrado en el poco aire/ de los sagrarios”. José Antonio Monroy afirma que “se libró de los templos, pero no se libró de Dios”. Machado dijo de él que buscaba a Dios entre la niebla. Leopoldo de Luis escribió: “La poesía de guerra y de posguerra de Miguel Hernández puede verse a la luz de la dialéctica marxista de la lucha de clases, pero sus sentimientos hondos de justicia social coinciden igualmente con las bienaventuranzas”.

Con la Guerra Civil de por medio, muchos no le perdonaron que su poesía dejara de ser “viento de Dios” para ser “viento del pueblo”. De ahí que Eutimio Martín acuse a la Iglesia de ser la responsable de la muerte del poeta porque su amigo Almarcha no pudo sacarlo de la cárcel, donde murió de tuberculosis: “Ni la vida, ni la obra, ni la época de Miguel Hernández cobran sentido sin tener en cuenta el papel determinante de la Iglesia católica –dice en su biografía Oficio de poeta–. Ella le aupó al ejercicio de la literatura y ella le abandonó a su suerte”. Almarcha, sin embargo, escribió en 1951: “En sus procesos y en sus indultos afirmé que se podía haber desorientado en sus ideas políticas, pero que no había pasado de la región de la poesía a la de los hechos delictivos teñidos de sangre y ello era causa de conservar mi amistad”.

jcrodriguez@vidanueva.es

En el nº 2.728 de Vida Nueva.

Compartir