La revelación de los objetos

(Pablo d’Ors– Sacerdote y escritor)

“Las cosas no quieren nada de nosotros: están, son. Pues así es Dios: Aquél que está, Aquél que es. Creer en Dios no te saca del mundo, sino que, por contra, te introduce amorosamente en él”

Nunca hasta ahora había reparado yo en el misterio de una pluma estilográfica o en el de unas tijeras. En su aparente sencillez, he descubierto cómo las tijeras o la pluma son instrumentos preciosos y perfectos, y ello tanto en su materialidad y forma física cuanto en vistas a su misión de escribir o recortar. Las cosas no quieren nada de nosotros: están, son. Pues así es Dios: Aquél que está, Aquél que es. Creer en Dios no te saca del mundo, sino que, por contra, te introduce amorosamente en él.

Más allá de lo que puede haber escrito o dibujado en él, otro ejemplo, por su propia condición –blanco y rectangular–, un papel es… sencillamente maravilloso. Pero no es una maravilla que compita contra la de una sábana –arrugada o no–, o contra la de un simple tenedor, que hace unos días contemplé durante largo rato como si fuera un auténtico fenómeno de la técnica y de la civilización. Sé que suena exagerado, pero mentiría si no dijera que en todo objeto –en cualquiera– nos espera una revelación.

Es milagroso que existan las puertas, y que pueda uno abrirlas o cerrarlas, dando así paso al misterio de la comunicación y al de la intimidad. ¡Qué milagro las camisas, el contacto de su tejido en nuestra piel! Y que un pájaro trine, un niño llore y su madre le cante una nana mientras le acuna entre sus brazos. Muchos días se me han pasado últimamente así, estupefacto ante la maravilla de los objetos que me rodean, silenciosos y útiles, olvidados hasta entonces por la torpeza de mi mirada. Una sandalia, por ejemplo, ¿no es preciosa? Un clavito en la pared, ¿no es extraordinario?

En el nº 2.727 de Vida Nueva.

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