Vidas rescatadas de un conflicto olvidado

Una casa para devolver la esperanza a mujeres violadas en RD del Congo

(Texto: María Gómez / Fotos: África Tumaini) “Me llamo Kinja Solange. Tengo 14 años y nací en Ihembe (Nindja, República Democrática del Congo). Habíamos vuelto de trabajar en el campo y era ya de noche cuando sentimos que empujaban la puerta. Entraron en nuestra casa unos militares que hablaban kinyaruanda [la lengua de Ruanda] y kishwahili [la lengua más hablada en África] con acento ruandés. Nos pidieron dinero. Mi padre les dio tres conejos y todo el dinero que teníamos. Después cogieron toda la ropa. Me encontraron donde estaba escondida y le dijeron a mi padre: ‘Nos llevamos a ésta, será nuestra mujer’. Papá les suplicó que me dejaran, que era todavía una niña y que se lo llevaran a él. Pero ellos replicaron que si seguía hablando, le iban a matar. Me ataron las manos con el pañuelo de mi madre, después me bajaron hacia Cikundushi. Esa misma noche me violaron. Empecé a sangrar por aquí, abajo… Nos llevaron a la selva, no lejos de Nindja. Me violaban dos veces al día, día y noche. Había un señor que nos ‘guardaba’, pero él también, durante el día, cuando los demás no estaban, nos violaba”.

El javeriano P. Donato

Kinja Solange fue una de las nueve chicas secuestradas en aquella incursión y es una de las 200.000 jóvenes violadas en la República Democrática del Congo (RDC) desde 1998, el país donde, según Médicos sin Fronteras, se registran el 75% de los casos de violación a nivel mundial. Leer su testimonio estremece mucho menos que oírselo contar en persona. Cuando el P. Donato la conoció, probablemente sintió lo mismo que cuando supo de otros casos, en 2006, recién llegado a su Congo natal tras cuatro años estudiando Teología en España. A su regreso, este misionero javeriano se encontró con un fenómeno nunca visto: niñas obligadas a prostituirse, niñas que habían sido secuestradas como trofeo y repudiadas por sus familias; las que tenían más suerte, las que pudieron escapar de la muerte, acababan alojadas en ‘casas de tolerancia’ a cambio de vender su cuerpo, cobrándole menos al cliente si querían que éste se pusiera condón.

“Lo que sentí –explica el P. Donato a Vida Nueva desde Bukavu– fue una rebelión ante una situación que deshumaniza a unas inocentes, víctimas de una guerra injusta e injustificada. Sentí que había que hacer algo, porque las mujeres son los pilares de nuestra sociedad. No sabía por dónde empezar, pero tenía las tripas tan revueltas que no me podía quedar con los brazos cruzados”. La rabia le llevó a movilizar a sus contactos en España. Quería montar un centro de referencia donde las chicas pudiesen tener un techo, recuperarse de lo que habían pasado en un ambiente familiar y recibir una formación para que el día de mañana lograsen una cierta autonomía.

Cuatro años después, la casa de acogida Tumaini ni uzima (‘Sin esperanza no hay vida’) es una alternativa a la explotación sexual para las chicas de Bukavu; una tirita en un cuerpo plagado de heridas, pero una auténtica tabla de salvación para algunas y la constatación para las demás de que hay una salida. El paraguas que la sostiene es África Tumaini, una pequeña asociación sin ánimo de lucro afincada en Madrid, impulsada por el P. Donato. Su presidenta, Cándida Leal, recibe a Vida Nueva el 1 de octubre, el mismo día en que se hace público en Ginebra el informe de Naciones Unidas sobre los crímenes en RDC, y que documenta 671 casos de delitos graves acaecidos entre marzo de 1993 y junio de 2003. A Ruanda no le ha gustado nada el informe, porque sugiere que ha cometido un genocidio en el Congo. Pero Cándida está encantada. Ella es miembro de los Comités de Solidaridad con África–Umoya y cuenta mil entresijos sobre cosas “de las que nunca se informa” porque a muchos países poderosos “no les interesa”. Entre todas las revelaciones, sólo una, referida al fenómeno de las violaciones: “Parece ser que se da mucho dinero para arreglar esto, pero yo creo que no se está haciendo nada, porque hay que ir a la raíz de la cuestión”, denuncia enérgica.

Rotas las alianzas entre el Congo y sus países vecinos, la invasión del este del país en 1998 por tropas ruandesas fue el inicio de cinco años de guerra que han costado la vida a cuatro millones de personas y ha provocado casi un millón y medio de desplazados. En este contexto, la violencia sexual parece una consecuencia irremediable, porque el conflicto está enquistado y la cruel práctica de abusar de la mujer ya no es sólo un botín de guerra, sino un arma, un modo de debilitar la sociedad africana.

“Desde 1998, las violaciones han sido utilizadas para humillar al pueblo congoleño”, lamenta el P. Donato. Como le ocurrió a Regina Bisimwa, una madre de familia que vivía con su marido y sus dos hijos. “Un día, mientras dormían –narra el religioso–, entraron los interahamwe [ex militares ruandeses] y mataron a su marido de un bastonazo en la nuca. Después violaron a la mujer ante sus niños. Quisieron matar a los chavales, pero la madre suplicó entre lágrimas, así que los echaron a la calle y a ella se la llevaron a la selva. Cuando consiguió escaparse, estaba embarazada. Dio a luz a dos gemelitas muy majas, pero no sabía qué hacer con ellas, porque, además, le recordaban todo lo pasado. Así que había decidido llevarlas a Ruanda y abandonarlas en la frontera…”.

‘Oficinas de escucha’

No frivolizando, sino para desdramatizar y mostrar que hay esperanza, Cándida todavía se ríe al recordar cuando Donato llamó y pidió permiso para acoger a Regina y a sus dos pequeñas: “Conociéndole, supongo que ya llevaban semanas en la casa y luego nos lo dijo… por decir”. Aunque la casa de acogida se concibió para las mujeres, la realidad es que hay que admitir también a los niños. “Ya lo tenemos asumido, porque de otro modo, las destrozas”, explica la presidenta de África Tumaini.

Ella asegura que “somos poquitos y tenemos poquitos medios”, pero han sabido convencer a amigos y contactos para conseguir ayudas de las Ursulinas de Madrid, Cáritas, el Fondo Riojano de Cooperación… Hoy por hoy, el edificio donde acogen a las chicas está prácticamente rematado (no sin muchas dificultades, incluido un terremoto en 2008) y el siguiente paso está siendo la puesta en marcha de diversos talleres, como el de tinte de ropa, el de costura o la panadería. Ahora mismo hay 20 chicas y nueve pequeños. “Estamos contentos, aunque siempre quieres hacer más”.

Cándida aplaude efusiva el papel de la Iglesia local en esta problemática: en casi todas las parroquias se han instituido ‘oficinas de escucha’ donde se acoge a las mujeres y se las deriva al médico o al psicólogo. “La Iglesia está haciendo una labor de reconciliación, procurando que, a pesar de lo ocurrido, las familias no se desgarren. Y en el caso de que la víctima esté infectada con sida, intenta dar soluciones prácticas, incluidos los retrovirales”, cuenta el P. Donato. Él celebró una misa en agosto, tras conocer que 300 chicas fueron violadas en Luvungi: “Tuvimos que pedir perdón, también por no hacer todo lo que esté a nuestro alcance para luchar contra este fenómeno. Pero abriendo un poquito algunas ventanas, me parece que, como cristianos, tenemos mucha fuerza”.

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Luvungi, la penúltima tragedia


El verano pasado, entre el 30 de julio y el 3 de agosto, grupos de las Fuerzas Democráticas para la Liberación de Ruanda (FDLR) y de la guerrilla local Mai-Mai violaron a unas 300 chicas en Luvungi, una aldea en Kivu Norte, a 30 kilómetros de la base de la misión de la ONU en el Congo, MONUC (cuya presencia e inoperancia son muy cuestionadas). “Cuando me enteré –dice el P. Donato– sentí una ira mezclada con una sensación de debilidad; como alguien que tiene la necesidad de luchar pero que, a la vez, toma consciencia de sus limitaciones y rompe a llorar”.

“¿Cómo solucionar todo esto? La primera acción que le seguimos pidiendo a nuestros gobernantes es que luchen contra la impunidad –explica el religioso–. Lo segundo es que la comunidad internacional impulse un diálogo interruandés, para que los refugiados ruandeses que siguen viviendo en las selvas congoleñas vuelvan a Ruanda. Es verdad que también los militares congoleños han violado, pero no con la misma barbaridad que los agresores ruandeses y ugandeses. Que se vayan es una necesidad para que por fin se acabe la inseguridad en el este del Congo y que las mujeres puedan vivir en paz”.

Más información: www.africatumaini.org

En el nº 2.726 de Vida Nueva.

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