Musulmanes y judíos intervienen en el Sínodo, lo que refuerza la apuesta por el diálogo
(Antonio Pelayo– Roma) Los tiempos de esta Asamblea especial para Oriente Medio del Sínodo de los Obispos son mucho más breves que los de las precedentes asambleas ordinarias o extraordinarias: sólo dos semanas frente a las tres o, casi siempre, cuatro de duración. Todo va, por lo tanto, más rápido; cuando apenas hemos informado de su apertura –el pasado 10 de octubre– ya estamos en vísperas de la clausura, el domingo 24. Pero nadie piense que esto supone una minusvaloración de los temas tratados o superficialidad en los debates. Al ser menor que en anteriores ocasiones el número de participantes y ser más concretos los problemas tratados, el trabajo se facilita.
Al cierre del número 2.726 de Vida Nueva, se han celebrado once de las catorce congregaciones generales previstas en el calendario y los circuli minores se han reunido o lo harán en seis ocasiones. Los trabajos concluirán con la publicación de un Mensaje dirigido a toda la Iglesia (en cuya elaboración trabaja una comisión de diez miembros, presididos por monseñor Cyrille Salim Bustros, arzobispo melquita de Newtonm, en los Estados Unidos, y por monseñor William Hanna Shomali, obispo auxiliar del Patriarca Latino de Jerusalén) y con un elenco de propuestas sometidas al Santo Padre que decidirá su destino final, probablemente una exhortación postsinodal.
No nos es posible intentar siquiera una síntesis de las numerosas intervenciones que se han registrado en el aula, ya que son de naturaleza muy diversa entre sí y reflejan la polivalente situación de los católicos en los países de las zonas.
Nota distintiva de esta Asamblea ha sido la participación de dos altos exponentes del mundo islámico y de un rabino. No podía ser de otra manera, podrá pensar alguno tratándose de Oriente Medio, pero lo cierto es que esta invitación a tomar la palabra ante los padres sinodales ha sorprendido agradablemente en muchos ambientes y supone una apertura al diálogo que ojalá se consolide.
El primero de los musulmanes intervino ante la séptima Congregación General del jueves, 14 de septiembre, y fue Muhammad Al- Sammak, consejero político del Muftí de la República del Líbano. Su intervención tuvo algunos pasajes sorprendentes, como cuando afirmó que “la emigración de los cristianos es un empobrecimiento de la identidad árabe, de su cultura y de su autenticidad”.
Este representante del islam sunita planteó una doble premisa: “El problema que afrontan los cristianos de Oriente presenta dos puntos negativos: el primero es la falta de respeto a los derechos de los ciudadanos con plena igualdad ante la ley de algunos países. El segundo es la incomprensión del espíritu de las enseñanzas islámicas específicas relativas a las relaciones con los cristianos que el Santo Corán ha calificado como “los más amigos de los creyentes (…). Por eso estamos llamados, como cristianos y musulmanes, a trabajar juntos para transformar estos dos elementos negativos en puntos positivos. En primer lugar, mediante el respeto de los fundamentos y reglas de la ciudadanía que aplica la igualdad en los derechos y luego en los deberes. En segundo lugar, oponiéndonos a la cultura de la exageración y del extremismo en su rechazo al otro y en el deseo de tener el monopolio exclusivo de la verdad, reforzando y difundiendo la cultura de la moderación, del amor y del perdón, entendido como el respeto de la diferencia de religión y credo, de lengua, de cultura, de color y de raza”.
Presencia necesaria
Su conclusión era la siguiente: “La presencia cristiana en Oriente, que obra y actúa con los musulmanes, es una necesidad tanto cristiana como islámica. Es una necesidad no solamente para Oriente, sino también para el mundo entero. El peligro que representa la erosión de dicha presencia a nivel cuantitativo y cualitativo es una preocupación tanto cristiana como islámica, y no sólo para los musulmanes de Oriente, sino para los de todo el mundo”.
Esa misma tarde dirigió su palabra a la Asamblea sinodal el ayatolá Seyed Mostafa Mohaghech Ahmadabadi, profesor de la Universidad de Teherán y miembro de la Academia iraní de Ciencias. “En las sociedades donde se han establecido diferentes grupos étnicos, con sus propias lenguas y religiones –dijo el representante del chiismo– es necesario por el bien de la estabilidad social y de la ‘salud étnica’ respetar su presencia y sus derechos (…). Es bueno para la esencia de cada religión y para sus fieles que los discípulos de cada credo puedan practicar sus derechos sin ningún temor o vergüenza y vivir según su propio legado y cultura. La estabilidad del mundo depende de la estabilidad que tengan los pequeños y grandes grupos y sociedades para subsistir”.
En un posterior encuentro con algunos periodistas, este profesor de la Universidad “Shahid Beheshti” de la capital iraní afirmó: “No hay combate entre el islam y el cristianismo: son conflictos políticos bajo la cobertura de la religión. Según las enseñanzas del Corán, en la mayoría de los Estados islámicos, concretamente en Irán, de acuerdo con nuestras leyes, los cristianos deben convivir en paz unidos con sus hermanos musulmanes. Gozan de todos los derechos legales, como unos ciudadanos más, y realizan libremente sus prácticas religiosas”.
Ambos religiosos fueron recibidos esa misma tarde del jueves en audiencia por Benedicto XVI. Un día antes había sido el turno del rabino David Rosen, consejero del Gran Rabinato de Israel y Director del Departamento para Asuntos Interreligiosos del Comité Judío americano. La suya fue una amplia intervención –iniciada con un simpático pax vobis– en la que presentó un mapa general de las relaciones entre judíos y cristianos, pero la parte más importante de sus palabras fue la relativa al diálogo entre cristianos, judíos y musulmanes.
“En Oriente Medio –subrayó citando la frase de Benedicto XVI, según la cual las relaciones con los musulmanes son ‘una necesidad vital’–, esto es una evidencia. Si se comprende el concepto de ‘dar el islam’ en un contexto únicamente geográfico/cultural o bien en un contexto teológico, la pregunta crítica para el futuro de nuestras comunidades es saber si nuestros hermanos musulmanes pueden considerar la presencia de los cristianos y de los judíos como formando parte plena, legítima e integralmente de la región en su conjunto. Ciertamente, la necesidad de abordar esta cuestión es una necesidad vital (…) de la que depende nuestro futuro. Se une a la verdadera cuestión que está en la raíz del conflicto árabe-israelí”.
Según Rosen, la “ocupación” no es la “base” del conflicto. “La ocupación –dijo– es precisamente una consecuencia del conflicto y la verdadera razón que está en la base del mismo es saber si el mundo árabe puede tolerar una política soberana no-árabe en su seno”. Finalmente, deseó que las realidades políticas de Oriente Medio no sean obstáculo para el milagro deseado por Juan Pablo II: “La floración de una nueva primavera en las relaciones mutuas”.
Encontrándose poco después con la prensa, David Rosen dijo que “la visita de Juan Pablo II a Israel en marzo del 2000 fue algo irrepetible. La del papa Ratzinger en mayo del 2009 ha sido aún más importante para las relaciones judeo-cristianas”.
Como es lógico suponer, no todos los padres sinodales concordaron con esta visión de los hechos. Según Su Beatitud Gregorios III Lahan, patriarca de Antioquía de los Melquitas y arzobispo de Damasco, “las crisis, las guerras y las calamidades de Oriente Medio son producto y resultado del conflicto israelo-palestino. Europa y Estados Unidos no deben intentar la división del mundo árabe. Si conseguís dividir a los cristianos y a los musulmanes, viviréis siempre con el temor al mundo musulmán y árabe”. Por su parte, el cardenal Emmanuel III Delly, patriarca de Babilonia de los Caldeos y presidente delegado ad honorem del Sínodo, agradeció a todos los que han mostrado su simpatía hacia Irak, “cuna de los cristianos de la Iglesia caldea y, en general, de las Iglesias orientales en el área persa”. El patriarca recordó que el 78% de los cristianos de Mesopotamia son caldeos católicos que viven pacíficamente con los musulmanes de la zona y que, a pesar de las situaciones políticas en el país, hay libertad religiosa, respeto por las jerarquías y estima por las instituciones y obras de la Iglesia.
Todo el caudal de información y opiniones ha sido recogido por el relator general, Su Beatitud Antonios Naguib, patriarca de Alejandría de los Coptos, en su relación de los días de debate y de trabajo en los círculos linguísticos. “Es lamentable –dijo– que la política mundial no tenga suficientemente en cuenta la trágica situación de los cristianos en Irak, que son las principales víctimas de la guerra y de sus consecuencias”.
Una guipuzcoana, a los altares
Los padres sinodales se permitieron una pausa en sus trabajos para asistir, el sábado 16, al concierto ofrecido por la Fundación alemana Enoch zu Gutemberg a Benedicto XVI con la Misa de réquiem de Giuseppe Verdi como programa.
Al día siguiente, muchos de ellos estuvieron presentes en la misa de canonización de seis nuevos santos de la Iglesia, entre los que se encontraba la Madre Cándida María de Jesús, la monja guipuzcoana fundadora de las Hijas de Jesús, más conocidas, al menos en España, como las jesuitinas. Con ella también subieron a los altares un sacerdote polaco, un religioso canadiense y tres religiosas más, entre las que destacaba Mary Hellen Mackillop, primera santa australiana de la historia. La Plaza de San Pedro conoció un importante llenazo de fieles, que quisieron asistir a esta “fiesta de la Santidad”.
De la Madre Cándida, Benedicto XVI recalcó que “vivió para Dios y para los que Él más quiere; llegar a todos, llevarles a todos a la esperanza que no vacila, especialmente en quienes más lo necesitan. “Donde no hay lugar para los pobres, no hay lugar para mí”, decía la nueva santa, que con escasos medios, contagió a otras hermanas para seguir a Jesucristo y dedicarse a la educación y a la promoción de la mujer”.
En torno al Papa en el altar había una importante representación del episcopado español, a cuya cabeza figuraba el cardenal Rouco Varela, arzobispo de Madrid. También concelebraron con él los arzobispos de Toledo y Valladolid, Braulio Rodríguez Plaza y Ricardo Blázquez, así como los obispos de Salamanca, Málaga y San Sebastián, Carlos López, Jesús Catalá y José Ignacio Munilla, e igualmente el P. Rodríguez Carballo, ministro general de los franciscanos, y el P. Urbano Valero, jesuita.
La delegación del Gobierno español estuvo por debajo de lo que pudiera esperarse (estaban presentes el presidente de Polonia, Bronislaw Komorowski, y el primer ministro australiano, Kevin Rudd). La presidía Juan Carlos Campo Moreno, secretario de Estado de Justicia, a quien acompañaban Antonio López Martínez, subsecretario del Ministerio de Asuntos Exteriores, y el alcalde de Andoain –pueblo natal de Juana Josefa Cipitria y Barriola, como se llamaba la nueva santa–, Estanislao Amuchastegui.
A todos ellos, y a los cardenales Julián Herranz y Antonio Canizares, les ofeció una cena en el Palazzo di Spagna nuestro embajador cerca de la Santa Sede, Francisco Vázquez.
Al día siguiente, los miles de peregrinos –españoles, brasileños, americanos del norte y del sur, etc.– venidos a Roma con las jesuitinas se reunieron en la Basílica de San Pedro para asistir a una misa de de acción de gracias que ofició el jesuita monseñor Luis F. Ladaria, secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
————
LUJOS, por Antonio Pelayo
No han tenido mucho tiempo para regodearse los que en el fondo se alegraban de que Benedicto XVI hubiese recuperado la tiara (“imperial, autoritaria” según los críticos) en su escudo papal en vez de la mitra (“menos opulenta”, en opinión de los exegetas de heráldica vaticana). Fuentes autorizadas han aclarado que el escudo papal sigue como está y, de hecho, volvimos a verlo igual que siempre el domingo en la Plaza de San Pedro durante las canonizaciones. “Nada ha cambiado”, se nos ha dicho, y el tapete con el nuevo escudo regalado al Papa fue utilizado “una tantum”.
Es una noticia para alegrarse no tanto por la frustrada recuperación de la tiara, sino por el mantenimiento de una cierta sobriedad en las liturgias y protocolos vaticanos. Desde hace algún tiempo hemos asistido a un rebrote de puntillas, encajes, pedrería fina, etc. que parece escasamente concorde con la sencillez que debe rodear al Sucesor de Pedro, que no debe tampoco entenderse como una fingida pobreza, porque no es incompatible con la dignidad que debe revestir.
Fuera de la liturgia, y en lo que podríamos llamar “vida civil” de la Curia romana, resulta evidente que se han aflojado los criterios posconciliares de llevar un ritmo de vida sobrio y austero. No hay más que ver el parque automovilístico de algunos cardenales y monseñores para comprender que estamos muy lejos del Fiat 127 que Monseñor Benelli impuso al personal que trabajaba el servicio del Papa.
Sin fariseísmos, me parece razonable llamar la atención sobre lo que puede constituir piedra de escándalo, sobre todo en tiempos de crisis.
apelayo@vidanueva.es
En el nº 2.726 de Vida Nueva.