Hay muchas formas de apostar por Salamanca

(Juan Rubio)

Hay discursos e intervenciones en las aperturas de curso de las universidades de la Iglesia que hay que leer entre líneas. Eso pasa en Salamanca, la única univerdad que tiene la Conferencia Episcopal Española. Es el artilugio de la palabra. No se sabe si lo correcto es “fumar rezando” o “rezar fumando”, que dirimían los estudiantes en los “postes” salmantinos. Ese lugar en el que discutían los verderones de san Pelayo, los golondrinos dominicos, los pardales franciscanos, los cigüeños mercedarios o los tordos jerónimos, nombres que obedecían al color del hábito y que alternaban con sotanas, manteos y bonetes. En Salamanca hay que tener cuidado con las palabras porque no se las lleva el viento. Allí hay que convencer; no sólo vencer. Lo dijo Unamuno en sus últimos tristes días.

Del auge de la Universidad Pontificia de Salamanca son responsables los obispos. También de su caída y desmantelamiento. Hay pecados de omisión que sólo se perdonan con una diligente penitencia. El profesor Alfonso Sánchez, en su discurso inaugural de este año, repasando algunos capítulos de la historia de esta Universidad, invitó a estar atentos a las “instituciones voraces”, tanto civiles como privadas, que pretenden absorber lo existente. En los últimos años, la Pontificia se ha ido abriendo paso, con esfuerzo y con amplitud de miras, con alternativas curriculares a los estudios teológicos, con adaptación inteligente a Bolonia. Las aulas de Teología, sin embargo, han ido mermando y sus centros colaboradores han sufrido acosos descarados. Ya no es Fonseca la que se queda “triste y sola”, como cantan los tunos. También es “La Ponti”, con los nombres de sus preclaros purpurados escritos en las paredes de sus muros. La causa de esta soledad no procede exclusivamente de la crisis vocacional, sino también de esa “voracidad” peligrosa, insistente, que niega el pan y la sal (¡ay, las becas del Fondo de Nueva Evangelización de la CEE!) para alimentar proyectos diocesanos, legítimos, pero diocesanos, en detrimento de este proyecto eclesial común sobre el que se debería volver con respeto y visión de futuro.

Y en este resurgir habría que armonizar “apertura e identidad católica”. De la apertura necesaria habló el rector, Marceliano Arranz, cuando dijo que ha de estar “abierta a todo el hombre y promover una actitud positiva ante la moralidad y la religión”, reclamando la necesidad de “mantener facultades de ciencias eclesiásticas, aunque desde el punto de vista económico sean deficitarias”. Sobre la identidad habló el cardenal Rouco, pidiendo no se olvidara que en toda universidad eclesiástica, los estudios teológicos deben marcar la identidad del resto de facultades. Una tarea complicada, que ha de hacerse con inteligencia, sin avasallamiento, con esmero y respeto a la inteligencia. Hacerlo de otra forma es una tentación, pero sería una traición a la historia de este centro, cuyos cincuenta últimos años han sido recogidos maravillosamente por Olegario Gonzaléz de Cardedal en el próximo número de Imágenes de la Fe que verá la luz en noviembre.

Salamanca tiene solución y perspectivas. No pueden cerrarse los ojos a la realidad. El equilibrio entre “identidad y apertura” dará juego si hay quien lo lidere en la Iglesia española inteligentemente.

director.vidanueva@ppc-editorial.com

En el nº 2.726 de Vida Nueva.

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