Francisco Carriscondo: “Sigue habiendo sabios, pero ya no son un referente social”

El autor publica ‘La épica del Diccionario’, una apasionada obra sobre los dos grandes lexicográficos del siglo XVIII y sobre la vida secreta de las palabras

(Juan Carlos Rodríguez) En cierto modo, ya lo dijo Ramón y Cajal: “Toda obra grande, en arte como en ciencia, es el resultado de una gran pasión puesta al servicio de una gran idea”. La frase preside la obra con la que el profesor y colaborador de Vida Nueva, Francisco M. Carriscondo Esquivel, ha desatado su pasión por la lexicografía y su honda sabiduría: La épica del Diccionario: Hitos lexicográficos del XVIII (Calambur). Profesor de Lengua Española en la Universidad de Málaga e investigador de amplio espectro –abarca desde la dialectología a la literatura del Siglo de Oro–, ha escrito un libro apasionante acerca de Vincencio Squarzafigo y Esteban de Terreros, pero que va mucho más allá: un verdadero tesoro sobre la vida secreta de las palabras, sobre quiénes las definen y sobre la responsabilidad social del saber.

Un amante del diccionario como usted mira alrededor, escucha… ¿No hablamos cada vez peor?

Absolutamente cierto. Cada vez hablamos y escribimos peor. Y no es un problema exclusivo que compete a los medios de comunicación y a los personajes públicos. La sociedad en general debería sentirse afectada.

¿Piensa que falta mirar más al diccionario o que lo que falta es educación?

Falta más sensibilidad hacia uno de nuestros más importantes valores culturales: la lengua.

¿El diccionario es una herramienta en desuso?

Completamente. Ya ni siquiera acudimos a él para ver si una palabra está bien escrita. Para eso ya están Google o los correctores ortográficos de los procesadores de texto.

Las versiones digitales han quitado presencia al diccionario en papel. Es el mismo  producto, pero con menos encanto…

Para un usuario común, la única ventaja que le reportan las versiones digitales es cargar con menos peso a la hora de consultarlo. No sé si encanto, pero sí que se pierde curiosidad a la hora de conocer más palabras, porque antes y después de las que se buscan siempre hay otras.

Hay cierto componente épico en el carácter divulgativo de este trabajo, a fin de que el público en general conozca de primera mano la labor de los autores de diccionarios. Es lo que usted denomina “el factor humano”. ¿Por qué?

Porque hasta ahora, y dudo que algún día suceda lo contrario, los diccionarios los hacen hombres y mujeres. Las máquinas son sólo herramientas que ayudan a confeccionarlos, pero los matices que poseen los significados de unas palabras frente a otras sólo son capaces de distinguirlos las personas.

Lexicografía

Como dice Juan José Millás, la palabra lexicógrafo, si uno no supiera lo que es, podría sonar a una especialidad médica. Bien visto, también podría ser una perversión, un vicio. ¿Qué es un lexicógrafo para usted?

Un ser que cada vez es menos de este mundo, cuyo paraíso terrenal es un espacio de clausura donde poder enfrentarse durante horas y horas a infinidad de textos, dotado de una curiosidad insaciable y de una paciencia infinita, pues sabe que su labor sólo consigue fructificar con el paso lento del tiempo.

Y la lexicografía: ¿mitad disciplina, mitad arte?

Más arte que disciplina: los mejores diccionarios siempre han sido, de cara a su lectura, los que jamás siguieron a pies juntillas un método lexicográfico. Ahí están el de Sebastián de Covarrubias, en el siglo XVII, o el de Ramón Joaquín Domínguez, ya en el XIX.

Hay un aspecto que me llama, sobre todo, la atención en su libro. Es su reivindicación de la ética y de la responsabilidad social. Y no sólo del lexicógrafo…

Es que el investigador, como cualquier otro profesional, debería realizar un ejercicio serio acerca de su trabajo y su necesidad de que sirva a la sociedad, no sólo a sus propias aspiraciones, a su medro personal.

Los autores que aquí analiza son especialmente Squarzafigo y De Terreros, redactores, respectivamente, del Diccionario de autoridades (1726-39) y del Diccionario castellano con las voces de ciencias y artes (1786-88); obras que revirtieron en beneficio de una nación como era la España del siglo XVIII.

Autores muy vinculados a la orden jesuítica, que vieron la necesidad de recoger todo el valor cultural de nuestra lengua en sendos diccionarios, pues sintieron cierto pudor al ver que otras naciones europeas ya habían hecho lo mismo para sus lenguas.

Herramienta política

Pero el trasfondo general es mucho más. Es la historia de cómo se va forjando este carácter simbólico del diccionario desde el siglo XVI… “La fijación –dice usted, de las lenguas vulgares– surge a partir de intereses políticos, en concreto la creación y legitimación de los distintos estados nacionales”.

En efecto, es el viejo tópico de la lengua como compañera del Imperio. Una lengua puede más que cualquier ejército si se trata de conquistar realmente un territorio. Y qué mejor forma de fijar el uso de las palabras si no es por medio de una obra lexicográfica.

¿Hoy no sigue siendo la lengua una herramienta política?

Lo sigue siendo, pero, más que para conquistar, lo es para manipular. Todos los días se acuñan expresiones nuevas, eufemísticas, para ocultar la verdadera realidad, según determinados intereses.

Volvamos al diccionario. En la actualidad, incluso ha habido jueces en Estados Unidos que, a falta de una Biblia, han acudido a un diccionario —imagino que por su volumen, aunque también quizás por su autoridad— para tomar juramento en un juicio. Esta misma, digamos, sacralidad, ¿no cree que perjudica al diccionario?

Perjudica, más bien, a la creatividad de los hablantes. Esta “sacralidad” del diccionario hace que quienes lo consulten, a veces, se sientan cohibidos, lo que supone poner trabas a nuevas formas de expresión y a nuevos sentidos. Pero aquí, como en todo, tampoco cabe la permisividad absoluta, como tampoco cabe que los grupos de poder dicten lo que deben significar las palabras. En una auténtica democracia, es la sociedad en su conjunto quien decide, a través de su uso, los sentidos de las voces que maneja. Por ello, es necesario enseñar a la ciudadanía el verdadero valor del lenguaje.

La RAE, precisamente, busca una popularización de su Diccionario, quizás, incluso excesiva. No sé cómo ve usted el DRAE actual.

Lo veo como un inmenso tesoro, con muchas joyas léxicas ocultas que, de cuidarlas sus mantenedores, podría servir para descifrar el sentido de los textos del pasado y no sólo los del presente.

Eugenio Coseriu, como usted recuerda, decía que “las palabras no son nunca exactamente las mismas, cambian”. Asimismo, los lexicógrafos no son nunca los mismos. Cambian también.

Como cambian las herramientas de trabajo. Lo que hay que preguntarse es si estas nuevas herramientas se erigen hoy como un fin más que como un medio, porque, de ser así, estaríamos cayendo en una tecnocracia, en una dictadura de la tecnología.

Me quedo con su denuncia final: “Sucede además que otro monstruo del sistema como es la barbarie del especialismo —así la denominó José Ortega y Gasset en La rebelión de las masas (1930)— producto de la diversificación del saber, ha ido despojando a los investigadores de una necesaria cultura integral”. ¿Ya no hay sabios?

Claro que los hay, pero no relumbran, porque ya no son un referente para la sociedad.

Sí lo eran los lexicógrafos del XVIII. Como usted dice, su ejemplo nos vale “para buscar referentes en una sociedad y en un sistema completamente en crisis”.

En efecto, buscar en el pasado modelos que nos puedan servir para el presente, por encima de modas, a fin de imitarlos, o incluso superarlos gracias al progreso que hemos podido alcanzar. Sólo así podremos decir que, en el conocimiento y uso de nuestra lengua, estos tiempos son mejores que otros pasados.

jcrodriguez@vidanueva.es

En el nº 2.726 de Vida Nueva.

Compartir