Mario Vargas Llosa, Nobel de Literatura por fin

La Academia Sueca le concede el galardón por “su cartografía de las estructuras del poder”

(Juan Carlos Rodríguez) Mario Vargas Llosa, Nobel por fin. Escritor de multitudes apasionadas, con una vida y una obra caracterizadas por una exaltación encarnizada de la individualidad y la democracia, el peruano (Arequipa, 1936) era ya un mito en la literatura. Como Borges, era un Nobel andante sin serlo. O “una especie de dios”, que escribió José Donoso. Indudablemente, es uno de los más grandes novelistas en lengua castellana de todos los tiempos, un lugar común ratificado por premios, fama y ventas.

Y que el Nobel avala tras una década en todas las quinielas. Miembro de la Real Academia Española, atesoraba ya todos los premios importantes de su idioma. Autor de clásicos imprescindibles de la literatura contemporánea como La ciudad y los perros (1962), La casa verde (1965), Conversación en La Catedral (1969) o La fiesta del Chivo (2000), hay que rebuscar en su infancia errante y un padre autoritario que creía muerto para comprender la verdadera dimensión de una obra imperecedera. “De un modo u otro, su intento de recuperar el mundo de las libertades a través de la literatura es un intento de retornar a la primera infancia perdida –señala el crítico y novelista Alonso Cueto–. Ese mundo armónico, previo a la llegada del padre, sólo puede volver a él a través de las historias cerradas de sus novelas”.

La historia de un escritor, dice Roland Barthes, es la historia de un tema y sus variaciones: la culpa en Dostoyevski, el juicio en Kafka, la aventura en Hemingway, el laberinto en Borges. En Vargas Llosa ese tema, al igual que en su admirado Flaubert, es la libertad. O, como alguna vez ha escrito Seymour Merton, avistando esa libertad desde otro ángulo: la guerra contra el fanatismo. El Nobel le ha llegado, precisamente, “por su cartografía de las estructuras del poder y sus incisivas imágenes de la resistencia individual, la revuelta y la derrota”, según la Academia Sueca. Definición breve y catódica de una obra amplia, absorbente, ecléctica.

Cueto está de acuerdo: “Es el gran escritor contemporáneo de los maleficios del poder. Nadie ha explorado con más minuciosidad y potencia la atmósfera que rodea a los dictadores y los autoritarios del mundo. Nadie ha mostrado los extremos de humillación a los que llegan quienes se someten a los poderosos. Y nadie ha descrito como él la tensión que impulsa al rebelde, al insurgente, al contestatario frente al poder. Y no es casual. Como la de los rebeldes que describe, su vida estuvo siempre signada por el movimiento”. Eso es: un no detenerse nunca ante nada ni nadie. Su literatura y su vida son una constante toma de conciencia del individuo frente a la colectividad.

Una trayectoria que comenzó en un colegio militar en Lima, que él vivió como una prolongación del padre obcecado en eliminar cualquier atisbo de individualidad y sensibilidad en el hijo. Es el escenario de La ciudad y los perros (1962), novela que, en cierto modo, inauguró el boom latinoamericano aposentado en Barcelona a la sombra de Carlos Barral y, posteriormente, de Carmen Balcells. Novela que, al fin y al cabo, Vargas Llosa ha reescrito una y otra vez, intercambiando personajes y experimentando con múltiples estilos literarios. Porque en ella ya está la idea de libertad como el rasgo definidor del individuo frente al poder, casi siempre coercitivo y dictatorial.

El poderoso, según Vargas Llosa, es un creador. Y como tal juega a ser dios. Por eso, la literatura es la historia de un deicidio. Desde las más literarias, como La casa verde (1965), a las más ensayísticas, como El paraíso en la otra esquina (2006), sus novelas son una llamada a la toma de conciencia y a la acción. Por eso es indispensable entenderle y leerle, por ejemplo en su opúsculo titulado Breve discurso sobre la Cultura: “La cultura puede ser experimento y reflexión, pensamiento y sueño, pasión y poesía, y una revisión crítica constante y profunda de todas las certidumbres, convicciones, teorías y creencias. Pero ella no puede apartarse de la vida real, de la vida verdadera, de la vida vivida, que no es nunca la de los lugares comunes, la del artificio, el sofisma y la frivolidad, sin riesgo de desintegrarse”.

En cierta manera, Vargas Llosa responde a su propia definición de intelectual: “Un escritor puede ser un hombre radical o conservador, pero lo que está obligado a ser siempre es intelectualmente íntegro, y no incurrir en el estereotipo, en el cliché o en la pura mentira retórica para conseguir el aplauso de un auditorio”. Contra viento y marea –título de una de sus colecciones de artículos–, el escritor ha ido construyendo su discurso liberal, fundado en lo que García Márquez llamó una vez el “incentivo ético”, es decir, el que le obliga a ir más allá de la prudencia y de la cautela de un escritor consagrado.

Sin ello es imposible entender su temprana oposición a Fidel Castro, cuando nadie aún había abierto los ojos a la verdad del régimen; su intrusión en la carrera electoral en Perú, en 1990, frente a Fujimori; o su participación en la fundación del partido de Rosa Díez, Unión Progreso y Democracia. Él mismo lo asume: “Sí, soy un escritor conflictivo, tomo posiciones incómodas, me equivoque o no, siempre digo lo que me parecen las cosas”. Es subversivo en cierto modo, porque el único destino de la literatura en la que cree es, precisamente, en aquella que sondea esa misma “intención subversiva”,  o lo que es lo mismo, según su propia definición, aquella que asume y propaga “una gran capacidad crítica”.

Agnosticismo

Ya en los años 70, Vargas Llosa se describió como “escéptico, ecléctico y agnóstico”. Definición de un modo de ser y de pensar política, social y religiosamente que le lleva a estar con todos y no estar con nadie. De ahí sus cercanías a parámetros ideológicos de derecha, pero también con otros de la izquierda –defensa de las parejas homosexuales, por ejemplo–, que le ha costado enemigos fervientes a uno y otro lado de la militancia. Es cierto, como identifica J. J. Armas Marcelo en El vicio de escribir, que “las relaciones de MVLL, como persona y como escritor, con la Iglesia católica (e, incluso, con otras religiones o movimientos religiosos o mesiánicos), tienen un sombreado de ironía, una caracterización que el novelista –consciente o inconscientemente– ha dejado dibujado en cuanto clérigo aparece en sus relatos.

Y esa característica posee además dotes frenéticas de los seres arrebatados por la divinidad”. Agnosticismo temprano que le llegó como una rebeldía adolescente, insertado siempre en la libertad del individuo frente a cualquier colectivo. En este sentido, cada nuevo libro es la búsqueda de un reflejo de sí mismo en el espejo de la historia. Es lo que ocurre con Roger David Casement, diplomático británico que comulgó con la causa irlandesa y denunció las atrocidades en el Congo Belga, protagonista de El sueño del celta, la novela que publicará en unas semanas. La novela de todo un Premio Nobel. El décimo de habla hispana.

jcrodriguez@vidanueva.es

En el nº 2.725 de Vida Nueva.

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