Publicado en el nº 2.723 de Vida Nueva (del 2 al 8 de octubre de 2010).
Todo apunta a que las elecciones parlamentarias del 26 de septiembre en Venezuela traerán cambios a la política del país que pueden resultar significativos. Oficialismo y oposición hablan de victoria: unos, porque conservan la mayoría absoluta; otros, porque, gracias a la necesaria unión de sus fuerzas, han logrado acabar con la mayoría cualificada del Gobierno, crucial para la toma de decisiones en el Parlamento.
La nueva composición de la Asamblea Nacional presagia tiempos de cambio o, al menos, de deseos de cambio. La ausencia de la oposición en los comicios de 2005 dejó vía libre a los caprichos y andanadas de Hugo Chávez durante los últimos cinco años, circunstancia que parece poco probable que vuelva a repetirse. Bien es cierto que varios analistas políticos sostienen que la presión opositora puede derivar en “desestabilización” o en una situación de “punto muerto”, con constantes recursos al Tribunal Supremo para sacar adelante las futuras leyes. Sin embargo, a nadie escapa que esta reciente cita con las urnas ha respondido mejor que ninguna otra a lo que la Conferencia Episcopal Venezolana (CEV) pedía pocos días antes en un breve mensaje, convirtiéndose en “una oportunidad para renovar y consolidar la vocación democrática del pueblo venezolano”.
Que Chávez se haya sentido molesto por la “atención mundial” que han acaparado unas “elecciones locales” es síntoma de dos esperanzadoras noticias: que la comunidad internacional parece cada vez más pendiente de lo que ocurre en el país latinoamericano, y que el “caudillo” de la “revolución bolivariana del siglo XXI” se ve asaltado por ciertas dudas. De momento, su partido se queda a un escaño de obtener los tres quintos del Parlamento necesarios para solicitar una Ley Habilitante, que le otorgaría al mandatario poderes extraordinarios para legislar por decreto. Por estrecho margen, pero otro motivo de satisfacción para los demócratas.
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