Matilde Moreno, una religiosa desescombrando almas en Haití

Éste no es un verano cualquiera. Es el verano de 2010 y esto es Haití, un país que se paró el 12 de enero, hace ya algo más de seis meses, y todavía no ha logrado arrancar. Éste es el verano del desescombre, del encontrar cadáveres enterrados en los edificios después de estos largos meses de descomposición, del dolor y de la desesperanza. Se calcula que para desescombrar Puerto Príncipe, la capital de este país caribeño, harían falta mil camiones que trabajasen durante mil días.

Para la mayoría del pueblo haitiano, la vida se traduce en un constante milagro de vivir sin ni siquiera lo mínimo necesario. Y yo, religiosa del Sagrado Corazón, comparto mi vida desde hace ocho años con esta querida gente, aprendiendo de ellos toda su constancia y todo su tesón.

El día del “goudougoudou”, que es como aquí llamamos al temblor de tierra, nuestra casa se derrumbó. Eso mismo es lo que le sucedió al 80% de las de Puerto Príncipe y de tantas otras en muchos kilómetros a la redonda. Sé lo que es luchar contra el miedo de que la casa se siga derrumbando mientras intentas salvar los principales enseres antes de que otro, más rápido que tú, se los lleve. Ahora vivo “refugiada” en la casa de las Hijas de Jesús de Kermaria, con las que siempre estaré en deuda.

Yo, como todo el mundo a estas alturas del año, y con el mes de julio ya avanzado, continúo con mi trabajo. No es justo aquél en que me empleaba antes del 12 de enero. Ese día todo cambió y mi vida también. Sigo comprometida en el campo de la educación, sí, pero ahora desde una urgente plataforma que la Conferencia Haitiana de Religiosos y Religiosas organizó desde el mes de febrero. Se trata de lo que denominamos Célula de Ayuda Psicosocial, cuyo fin no es otro que el de colaborar en la “reconstrucción de personas”.

Formo equipo con el P. Michel Eugene, psicólogo y provincial de la Congregación de la Santa Cruz, y con la Hna. Mari-Pierre Santamour, de la misma congregación. Damos talleres de terapia al profesorado de los colegios para ayudarles a superar su trauma y, a la vez, les facilitamos herramientas para que puedan ayudar al alumnado. De esta última parte me encargo yo, y también de las sesiones de terapia que realizamos por medio de la música y la danza.

Pero no todo mi verano va a ser trabajo. Necesito un corte, un tiempo de descanso para poder seguir en la brecha sin caer yo también en la desesperanza. Por eso, tengo pensado ir a España. En el mes de agosto tenemos programada una semana de encuentro en el monasterio soriano de Santa María de Huerta para dialogar en torno a Cosas que nos importan. Terminaré  mi descanso con un tiempo en Zabaldika, una preciosa aldea navarra, en pleno Camino de Santiago, donde tenemos una comunidad que acoge a los peregrinos que van de paso hacia Pamplona.

Y después volveré a esta tierra, porque éste es también mi país y ésta es mi gente. Volveré porque nos espera el reto de construir un Haití nuevo. Volveré porque creo en el Resucitado, en que la vida siempre vence a la muerte.

Más información en el nº 2.717 de Vida Nueva. Si es usted suscriptor, vea el testimonio íntegro aquí.

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