Jaime Salmoreno: “Tenía todo y no era verdaderamente feliz”

Seminarista y cantante

(Miguel Ángel Malavia) Arquitecto, viajero, canta, toca la guitarra… y acaba de publicar su primer disco. Sin duda, es un paradigma de lo que, hoy en día, incluiríamos en el ámbito del “éxito”. Sin embargo, hay algo que tal vez no concuerde con lo que algunos presuponen en un joven vitalista y moderno: hace dos años ingresó en el Seminario. Después de un tiempo de “rebeldía” y de dar “pasos hacia delante y hacia atrás”, Jaime Salmoreno trata ahora de responder a la llamada que siente que Dios le hace.

Confidencias, contradicciones y conversión, así se titula su primer trabajo en solitario, tras una experiencia anterior en La voz del desierto, un grupo de rock cristiano formado por laicos y sacerdotes de su diócesis, Alcalá de Henares, que, en apenas unos años, se están haciendo un hueco en el campo de quienes evangelizan a través de la música. Jaime ha compuesto un trabajo que, articulado en dos grandes bloques, explica cómo ha sido su relación con Dios a la largo de sus 28 años de vida. Las primeras cinco canciones hablan de “lucha y deseos que no acaban de cumplirse”. Hace un tiempo, “lo tenía todo”. Además de disfrutar con la arquitectura, sentía que su compromiso eclesial era fuerte: participaba en el coro, tenía dos grupos de catequesis y no se perdía ningún evento diocesano o parroquial. Como muchos otros. Pero él sabía que no era suficiente. O era demasiado: “Me sentía agobiado. Necesitaba salir”.

Y eligió Nueva York. Allí se empapó de la arquitectura más vanguardista, se contagió, en metros y clubs, de la sensibilidad musical de anónimos intérpretes de jazz, soul y gospel… “Tenía todo y era feliz,… pero no verdaderamente feliz”. Entonces comprendió que debía volver a casa: “Marcharme a Estados Unidos fue darme una última oportunidad. Lo que antes me agobiaba es que, aunque participaba en muchas cosas de Iglesia, sabía que Dios me pedía un compromiso absoluto, a tiempo completo. Lo que conllevaba dejar atrás mis propios sueños. Por mi rebeldía natural, me dije a mí mismo que debía intentar seguir con mis planes. En Nueva York, hasta me alejé voluntariamente del Señor… Pero no tardé en darme cuenta de que me había empachado de mi propia voluntad, y que, por sus muchos caminos, Dios me había mostrado que sin Él no hay posibilidad de nada, que Él era la felicidad que anhelaba”. Fue entonces cuando volvió a Alcalá e ingresó en el Seminario.

Un epílogo especial

De este segunda etapa es de la que hablan las cinco siguientes canciones: plenitud en el encuentro con Dios. Aunque no todo es tan fácil. Las dos últimas composiciones, a modo de epílogo, están dedicadas a dos personas muy especiales. La primera, su madre. Pese a regalarle su primera guitarra, instrumento que le ha ayudado a expresar su vocación, no lleva bien que su hijo haya dejado todo para ser sacerdote: “No entiende lo que significa encontrarse con Dios, pero me ha alimentado de Él sin saberlo. Me bautizó, me llevó a un colegio religioso, me apuntó a catequesis… Y, lo más importante, me ofrece cada día un ejemplo moral muy grande. Sin buscarlo, el suyo es un testimonio de vida empapada de Dios. Poco a poco, lo va aceptando y está aprendiendo a ser la madre de un seminarista”.

La última es para Pablo Domínguez, el sacerdote que, tras morir hace un año, ha inspirado a tantos a la hora de ver con otros ojos la figura presbiterial –la película La última cima, inspirada en él, ha sido vista ya por 100.000 personas–. Sólo le conoció cinco meses antes de su muerte, cuando éste era su profesor en San Dámaso: “No entendí por qué me impactó tanto. Creo que era su modo de ser pastor. Contagiaba, llamaba a seguirlo. Hoy, por la oración, me siento más unido a él que cuando vivía”.

En esencia

Una película: Lo que el viento se llevó.

Un libro: Trilogía de Nueva York, de Paul Auster.

Una canción: Eres tú, de Mocedades.

Un deporte: el tenis.

Un rincón del mundo: el barrio de la Santa Cruz, en Sevilla.

Un deseo frustrado: no he dejado nada por hacer.

Un recuerdo de la infancia: el cuento de mi padre sobre el pez luz.

Una aspiración: el cielo.

Una persona: mi hermano Alberto.

La última alegría:
el día de hoy.

La mayor tristeza: cuando aparté a Dios de mi vida.

Un sueño:
ver el rostro de Dios cara a cara.

Un regalo: mi familia.

Un valor:
la vida eterna.

Que me recuerden por… haber sido testigo de Dios ante los hombres.

En el nº 2.717 de Vida Nueva.

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