África, medio siglo de sueños destrozados

La Iglesia católica, protagonista de 50 años de independencia

(José Carlos Rodríguez Soto) “Sueños destrozados”. Así de claro definieron los obispos de la República Democrática del Congo el balance de los 50 años de independencia de su país, en una reciente carta pastoral en la que lamentan las “oportunidades perdidas” como consecuencia de “una visión y una práctica del poder político contrarias a los ideales de la independencia y de las sociedades democráticas” (VN, nº 2.715).

Aunque son palabras que parecen dejar poco lugar para el optimismo, no suenan fuera de lugar en un país que ha padecido los 35 años de dictadura de Mobutu, un saqueo interminable de sus recursos naturales por parte de compañías extranjeras y una sucesión de guerras que desde 1996 han dejado un reguero de cinco millones de muertos. Por si fuera poco, la celebración oficial de estas bodas de oro como nación, a finales de junio, no podía haber caído en un momento más inoportuno: tres semanas antes, el país quedó conmocionado por el asesinato de Floribert Chebeya, un prominente activista de derechos humanos muy crítico con el Gobierno, que apareció asesinado en su propio coche tras haber sido llamado a declarar la noche antes por el jefe nacional de la Policía. Como si adivinaran el origen del crimen, los obispos congoleños afirmaron: “Es impensable construir un Estado democrático ahogando la voz de quienes defienden los derechos humanos”.

R.D. Congo es uno de los 17 países africanos que celebran este año el 50º aniversario de su independencia. En 1960, además de este país, se estrenaban como nación: Camerún, Togo, Malí, Senegal, Madagascar, Somalia, Benín (entonces Dahomey), Níger, Burkina Faso (entonces Alto Volta), Costa de Marfil, Chad, República Centroafricana, República de Congo, Gabón, Nigeria y Mauritania. Aunque antes de ese año había ya en África otros diez países soberanos, fue en 1960 cuando África entró en la escena internacional con pleno derecho, como una fuerza con la que había que contar.

Pero la singladura de estos nuevos países independientes empezó con muchos vientos en su contra. Primero, los países colonizadores que concedieron las independencias (Francia, Inglaterra y Bélgica) no lo hicieron por verdadera convicción, sino más bien forzados por las circunstancias: mantener las colonias se había convertido en algo caro, y aunque en ninguno de estos países hubo guerras anticoloniales, continuar con la relación de dominio podía desembocar en conflictos en los que ningún país europeo (excepto Portugal) deseaba enredarse. En la mayoría de los casos el traspaso de poderes se hizo a toda prisa y con poca preparación. Baste pensar que R.D. Congo tenía el día de su independencia cuatro graduados universitarios, una población mayoritariamente analfabeta y una red de carreteras y comunicaciones inexistente en un país casi tan grande en extensión como cinco veces España. Además, las antiguas metrópolis continuaron desarrollando lazos de dependencia económica y política con los nuevos países. Y éstos izaron sus nuevas banderas en un mal momento en la escena internacional: la Guerra Fría estaba en auge, y los dos bloques enfrentados (EE.UU. y la URSS) se afanaron en conseguir aliados en suelo africano, arrastrando a muchos de ellos a guerras interminables.

Cincuenta años después, sorprende poco que se hable de “sueños rotos” y “oportunidades perdidas”. A ello han contribuido dictadores y regímenes militares que se han eternizado en el poder, la dependencia de las economías africanas de monocultivos con precios muy fluctuantes en los mercados internacionales y guerras que han arrasado más de la mitad de los actuales 53 países africanos (54, si incluimos el Sáhara Occidental, reconocido por la Unión Africana). Aunque en África hay historias de éxito como el fin del apartheid en Sudáfrica, gobernantes ejemplares como Senghor o Nyerere, avances económicos notables en países como Mozambique, Cabo Verde y Mauricio y democracias libres de corrupción como Botswana y Ghana, todos los países de África subsahariana puestos juntos (con excepción de Sudáfrica) siguen representando apenas un 1% del comercio mundial, y sus materias primas (especialmente el petróleo y muchos minerales) siguen siendo esquilmadas por potencias extranjeras, a las que se han añadido desde hace pocos años China, Japón, Irán y bastantes países árabes. A esto hay que añadir problemas recientes, como el cambio climático, el alza brutal de los precios de los alimentos básicos o la crisis económica, que África padece más que otros continentes.

Auge del cristianismo

La Iglesia católica ha sido uno de los protagonistas de pleno derecho durante estos últimos cincuenta años en África. Para empezar, tras la explosión de las independencias ha experimentado un crecimiento espectacular. Basta cotejar estos datos: en 1960 había en África 18 millones de católicos (de un total de 277 millones). En 2010, cuando el continente acaba de rebasar los mil millones, los católicos son –según el Anuario Estadístico de la Iglesia– 183 millones, casi el 18%. En números redondos, los cristianos de otras confesiones representan más o menos el mismo porcentaje. Los países mayoritariamente católicos son: Angola, Burundi, Cabo Verde, Guinea Ecuatorial, Gabón, R.D. Congo y Congo Brazzaville.

Durante los últimos años, hay un dato importante que se repite en el Anuario Estadístico: África es el continente donde crece más el número de católicos y de vocaciones. Naturalmente, hablamos en términos absolutos, ya que –echando mano de ejemplos conocidos por el autor de este artículo– no es lo mismo el florecimiento vocacional de la Diócesis de Butembo (R.D. Congo), con más de 250 sacerdotes diocesanos y noviciados a rebosar, que la situación de Rumbek, en Sudán meridional, donde sólo hay un cura diocesano y la diócesis sobrevive gracias a misioneros extranjeros. Pero, en general, a diferencia de Europa, el problema de muchas diócesis en África es que los seminarios se queden pequeños. Y para completar esta imagen, pensemos que en las comunidades africanas los líderes laicos desempeñan un papel más prominente de lo que es habitual en las Iglesias europeas.

Con un crecimiento tan espectacular, el rostro de la Iglesia ha cambiado a gran velocidad: si hace 50 años la gran mayoría de los obispos eran misioneros europeos, hoy casi todos ellos (656) son africanos, como también lo son la mayor parte de sus 23.000 sacerdotes diocesanos, 11.400 sacerdotes religiosos, 7.000 hermanos y 61.000 religiosas. Un signo de madurez es el envío como misioneros que muchas diócesis hacen de su propio personal a otros países africanos e, incluso, a otros continentes. Esto está cambiando el rostro de la misión, que ya no se concibe tanto como países de la vieja cristiandad que envían a su personal apostólico a evangelizar a africanos supuestamente sumidos en el paganismo, sino como un intercambio y solidaridad entre Iglesias que comparten su fe y sus recursos, sobre todo humanos.

Juan Pablo II visitó Nairobi (Kenia) en 1995

Aunque el porcentaje de católicos varía mucho de un país a otro, no es arriesgado afirmar que en África la Iglesia católica ha tenido durante estos años un gran peso social, en parte debido a que las diócesis suelen gestionar eficazmente una cantidad nada despreciable de servicios de salud, educación, promoción de la mujer, microproyectos, asistencia a los más pobres y otros. Su prestigio ha hecho que en algunos países africanos que han querido hacer una transición política se eligiera a obispos o sacerdotes para presidirla. Así ocurrió en Benín con el arzobispo De Souza o en Congo (entonces Zaire) con monseñor Monsengwo. El presidente de la Comisión Electoral Independiente de R.D. Congo es el joven sacerdote Malumalu. Y en algunos lugares sumidos en conflictos desgarradores, como Mozambique y el norte de Uganda, las partes en conflicto eligieron en su momento a obispos católicos para ser mediadores en procesos de paz.

Pero tampoco se puede olvidar que el martirio es la piedra de toque de una verdadera fidelidad al Evangelio. Durante los últimos 50 años, a la Iglesia en África le han caído encima persecuciones en lugares como Sudán, Angola o Burundi. Y no han faltado figuras heroicas que han pagado su compromiso con su propia vida. Así ocurrió con el cardenal de Congo Brazzaville Emile Biayenda, secuestrado y asesinado en 1977; con el obispo Christophe Munzihirwa, tiroteado por fuerzas pro-ruandesas en Bukavu (R.D. Congo) en 1996; con el obispo de Gitega (Burundi) Joachim Ruhuna, muerto en una emboscada de la guerrilla en ese mismo año; o con el jesuita camerunés Engelbert Mveng, asesinado por una de las sociedades secretas que están detrás del poder político en su país. Sin olvidar a Anuarite Nengapeta, la religiosa congoleña martirizada durante la rebelión de los simbas, que fue beatificada por Juan Pablo II. En la Sudáfrica del apartheid, sacerdotes como Smangaliso Mkhatswa y obispos como Denis Hurley fueron verdaderas bestias negras del régimen racista. Y obispos sudaneses como Paride Taban y Joseph Gasi han vivido durante muchos años bajo amenaza.

Como parte de la Iglesia universal, en los últimos 50 años la Iglesia africana ha vivido tres momentos álgidos: primero, la visita de Pablo VI a Kampala (Uganda) en 1969, donde dijo: “Vosotros, africanos, debéis ser misioneros de vosotros mismos… podéis y debéis tener un cristianismo africano”, que sirvió de espaldarazo teológico para la inculturación. Segundo, el I Sínodo Africano (Roma, 1994), que se centró en la imagen de la Iglesia como ‘Familia de Dios’, y cuyas conclusiones se plasmaron en el documento Iglesia en África, entregado por Juan Pablo II en Nairobi en 1995. Hasta la fecha, el último momento importante de Iglesia africana en su conjunto ha sido el II Sínodo Africano (Roma, 2009), cuyas discusiones giraron en torno a la paz, justicia y reconciliación. Aunque se ha achacado a ambas asambleas sinodales el no haber contado con suficiente preparación en parroquias y comunidades, su documento final –claro y hasta duro en muchas de sus expresiones– ha quedado como un hito del magisterio de una Iglesia africana que, aunque no suela abundar en demasiadas teologías, vive una experiencia en el terreno de compartir las difíciles condiciones de vida de los africanos de a pie.

Desafíos actuales

Benedicto XVI en Camerún

O dicho en un lenguaje más episcopal: “La Iglesia católica ha sido herida en muchos de sus miembros y en sus estructuras y ha compartido el destino del pueblo del Congo también en sus sufrimientos”. Ésta es una de las conclusiones del mensaje de los obispos congoleños para el 50º aniversario de la independencia de su país. Otros publicados por otros Episcopados de países que celebran la misma ocasión van en la misma línea, como el caso de los obispos de Madagascar, un país que desde hace dos años marcha a la deriva, sin un gobierno que funcione: “La inseguridad reina en todas partes, las familias están divididas, el paro aumenta, las divergencias políticas provocan desórdenes…” (VN, nº 2.713). Los obispos malgaches expresaron su preocupación por la situación que vive su país y pidieron la reanudación de las negociaciones de paz: “El diálogo está bloqueado porque nadie quiere escuchar al otro a causa de sospechas y de odios recíprocos. Nadie busca el bien común y el patriotismo ha perdido fuerza”.

Tampoco ha tenido pelos en la lengua el presidente de la Conferencia Episcopal de Nigeria y arzobispo de Ibadán, Felix Alaba-Job, quien al inicio de la Plenaria en la que los obispos nigerianos hicieron balance de estos 50 años, señaló que la desgracia de su país ha sido tener “líderes nada patrióticos y ciudadanos irresponsables”. Su colega, el arzobispo de Abuya, John Onaiyekan, advirtió además que “cualquier celebración de los 50 años de independencia será sólo un jolgorio sin sentido, a no ser que vaya acompañado de un proceso genuino de búsqueda de la verdad, reparación y reconciliación”. Los obispos pidieron al actual presidente, Jonathan Goodluck, garantizar que las próximas elecciones –previstas para abril de 2011– sean libres y justas.

Pero otros mensajes episcopales han tenido un tono más positivo, seguramente porque no todos los países africanos que festejan esta efeméride han pasado por una historia tan trágica. Es el caso de Burkina Faso, cuyos obispos han animado a la población: “Aunque no todo ha sido hermoso en nuestra historia, debemos ser felices y estar orgullosos de lo que hemos construido juntos. Nos queda aún trabajar más para que dejemos un país mejor a las generaciones venideras”.

Una cosa es segura: no hay un solo país de África donde la Iglesia no lleve ya muchos años haciendo esto.

jcrsoto@vidanueva.es

En el nº 2.717 de Vida Nueva.

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