Ramón Armengod, veranos y espiritualidad de un jubilado

Mis veraneos de juventud son recuerdos de playa valenciana y de montaña aragonesa; luego lo fueron según las posibilidades de las distintas ciudades en las que tuve que vivir por exigencias de mi profesión diplomática.

Así, recuerdo con nostalgia un verano en las costas italianas, otro en el centro de Europa, tres más en las playas cubanas, a pesar de la revolución, y los pasados, desde Kuwait, en las arenas de los otros emiratos del Golfo Arábigo.

Cuando regresé a España, disfruté de meses de estío a las orillas del Cantábrico, en Santander, y ahora, ya jubilado, mis días de verano se han vuelto secos y castellanos: Ávila, con sus maravillosas murallas, contra mis playas juveniles mediterráneas.

Los veraneos, durante la “tercera edad”, que es la situación en la que me encuentro, resultan una ocasión propicia para volver a encontrar parientes y amigos, para leer y meditar libros de espiritualidad, grandes novelas e historias, repasando también álbumes de fotos, hojeando algún papel antiguo personal, recuperando una parte del propio pasado.

Para todos los que tenemos fe y de ella vivimos, las fiestas católicas de los meses de estío (San Juan, Virgen del Carmen, Santiago Apóstol, Patronos y Patronas de los pueblos y ciudades pequeñas…), resultan, a la vez, entrañablemente populares y profundamente espirituales.

Finalizando el verano se acortan los días, se adelantan los crepúsculos y los árboles y plantas empiezan a transformarse en bellezas otoñales. Es el momento en que la espiritualidad de Vida Ascendente, movimiento católico seglar para la Tercera Edad, nos sirve a quienes nos arrimamos a él para tomar fuerzas ante el desenlace ineludible de nuestra vida terrenal.

Su lema “espiritualidad, apostolado y amistad” nos indica ya que su deseo es invitarnos a vivir en plenitud esta nueva etapa a través de un encuentro con nuestros hermanos en la “Tercera y Cuarta Edad”, con quienes se dialoga, se comparten vivencias, reflexión espiritual y, todo ello, dentro de una amistad cristiana que ayuda al crecimiento personal y a la apertura a una etapa vital, no especialmente fácil.

Además, hay una luz permanente en la senectud que da a los creyentes un misterioso valor para su tránsito: la Cruz de Cristo convertida en lámpara del Universo.

Más información en el nº 2.716 de Vida Nueva. Si es usted suscriptor, lea el artículo completo aquí.

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