El continuo disenso no es un buen síntoma

(Juan Rubio)

Crece el disenso, espoleado o vituperado por focos informativos que aprovechan la mar revuelta para fijar posiciones en las tribunas mediáticas. ¡Cómo estará la cosa para tener que aprovecharse de la pluma de una anciana religiosa que dice lo que muchos piensan! ¡Qué escaso pudor el de ciertos personajes con mando mitral, agazapados en espacios ultracatólicos que se han erigido en luz de Trento y martillo de herejes! ¡Qué falta de espacio para el diálogo en una Iglesia que tiene que lavar sus trapos en las páginas de una prensa generalista cada vez más esquinada e incendiaria! A falta de espacio en la casa, se marchan a otras. Ésta es la triste realidad. A nada conduce este camino, en el que todos se ven y hacen gestos, pero en el que nadie habla, como en El túnel de Ernesto Sábato. Un diálogo de sordos, mudos y ciegos. La guerra de codazos tiene lista de caídos por su profética bravura en un lado y lista selectiva de teólogos y gacetilleros con patente de corso, con vara alta y con ardor guerrero, por otro. “¡No pasarán!”, me comentó desaforado un prelado a los pies de la Giralda una fría mañana de enero. Y mientras el mundo arde, sigue la guerra entre los que se empeñan en frenar y los que no paran de acelerar. ¡Eterna diatriba entre la Iglesia, institución y carisma! Siempre la tensión cuando se trata del derecho a disentir. Cuando el sano ejercicio del disenso se vuelve costumbre habitual, hay que preguntarse si lo que se esconde no es algo más del legítimo derecho y no un tour de force para que todo gire alrededor del disidente. Cuando, por otra parte, el ejercicio de la autoridad acostumbra al decreto o al baculazo como deporte; a la sospecha continua y a la acusación vehemente, soberbia y  falta de caridad, hay también que preguntarse si no hay una extralimitación de funciones de quienes se creen propietarios de la Iglesia. Ambas actitudes tienen sus terminales mediáticas y ambas trabajan con tesón por hacer oír sus voz enquistada, aguerrida, sin posibilidad de abrazo. “Disentir es no ajustarse al sentir o parecer de alguien”. Sin embargo, “estamos en una cruzada sin cuartel contra quienes siembran cizaña con sus opiniones heterodoxas”. Son frases textuales leídas en un rotativo madrileño. Cuando se entra al campo de batalla, el disenso se instala en la trinchera, de la que sólo salen balas cargadas de mortífera munición. Se pierde la razón cuando no alienta la caridad y se abre un escenario en el que prima la confusión. En las bambalinas crecen las vanidades. Hora es de un consenso que, en los documentos del Vaticano II, tiene su más claro exponente. Hora es de tener claro que cualquier opinión no es dogma.

No todos los disensos son iguales. No se puede medir igual el disenso teológico o moral con el pastoral, dentro de esa eclesiología conciliar que tanto molesta a quienes quieren olvidarla en beneficio de otra más personal, hecha de certezas y anatemas. El disenso es un valor en la Iglesia plural siempre que se dé en un ambiente de diálogo fraterno. Nunca desde la trinchera. A los de una y otra, recordarles las sabias palabras de san Agustín: “En lo esencial, unidad; en lo dudoso, libertad; en todo y siempre, caridad”. Si nadie lo remedia, será en la prensa en donde haya que celebrar cualquier debate. Si en la Iglesia no hay espacio, ¿dónde acudir?

director.vidanueva@ppc-editorial.com

En el nº 2.715 de Vida Nueva.

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