La validísima invalidez de Lolo

(Joaquín L. Ortega– Sacerdote y periodista)

“Yo nunca había visto otro caso en el que la evidente invalidez de un hombre resultara tan valiosa para el prójimo. Aquello olía a santidad”

Ya tenemos a Lolo inscrito en el libro de honor de los beatos. Y, por si fuera poco, esa ceremonia de inscripción ha tenido lugar en su pueblo, en su Linares del alma. ¡Ni que fuera un homenaje a su imprescindible sillón de ruedas! Su muerte ocurrió el 3 de noviembre de 1971 y yo me enteré en Vida Nueva, donde había aterrizado unos meses antes. Me dio tiempo para saber de él y de sus cosas, que en la redacción de Vida Nueva se seguían con amistoso interés, casi con veneración.

De Lolo se hablaba como si fuera un redactor más de la revista. O, mejor, un enviado especial a las fronteras del dolor, de la silla de ruedas y de la alegría. Por aquel entonces, la redacción de Vida Nueva estaba capitaneada por Martín Descalzo y compuesta por Bernardino Hernando, Armando Vázquez, María Luisa Bouvard, Mari G. Santa Eulalia, Antonio Pelayo, Manuel de Unciti, Pedro Lamet y el que suscribe. Nos asombraba el temple cristiano de Lolo, su poderío sobre la enfermedad que le iba consumiendo y lo alegre y esperanzado de los títulos que ponía a sus libros: Dios habla todos los días, su diario de inválido; Cartas con la señal de la cruz; Las golondrinas nunca saben la hora; o Bien venido, Señor, que fue el último. Yo nunca había visto otro caso en el que la evidente invalidez de un hombre resultara tan valiosa para el prójimo. Aquello olía a santidad.

Por eso celebro ahora, todavía en Vida Nueva, poder expresar en estas páginas mi emoción al ver a Manuel Lozano Garrido instalado ya en la “beatitud”, y ojalá que tocando con sus huesudos y deformes dedos la cima de la “santidad”. El aparentemente inútil Lolo puede ser utilísimo para cuantos se fijen en él.

En el nº 2.713 de Vida Nueva.

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