Puerto Príncipe, la ciudad azul

Cinco meses después del terremoto de Haití, muchos refugiados sobreviven sin la ayuda prometida

(Texto y fotos: Javier F. Martín) Puerto Príncipe es azul. Hace cinco meses largos, cuando la vida sobrevivía entre lo cotidiano y lo anecdótico de cualquier gran ciudad, la capital haitiana era multicolor. La raza, el cielo, el mar, los tenderetes, la ropa, los exóticos autobuses populares –conocidos como tap-tap– o el bullicio de cualquier calle hacían de la ciudad un lugar sin predominio de tonos. Hoy la ciudad es azul. Azul por el cielo y por el mar. Pero sobre todo por las miles de tiendas de campaña que se reproducen por toda la capital. Más de medio millón de personas vive en Puerto Príncipe bajo ‘plásticos’, en su mayoría de esa tonalidad.

En realidad, Puerto Príncipe es azul y negra. Azul de día. Negra de noche. Desde Petion Ville, con toda la ciudad en el campo visual que establece tu mirada, ves más oscuridad que luces. Las escasas bombillas desperdigadas informan de dos aspectos a tener en cuenta: primero, que la normalidad no ha vuelto todavía; segundo, que no todo el mundo tiene acceso a un generador. Por la noche hay más ruido que luz artificial. Ni siquiera el aeropuerto internacional está iluminado; las pistas sólo existen en la imaginación, se convierten en líneas imaginarias que transcurren paralelas a la costa. El aeropuerto se deconstruye con la oscuridad, para volver a aparecer al día siguiente, con el amanecer.

Vuelve el día y vuelve el azul y lo que puede esconder este color: un número incontable de personas que viven en campos de refugiados, cuyo número está también por determinar. Según el Gobierno haitiano, unos 300 asentamientos. Los que trabajan aquí y conocen bien la realidad sitúan por encima de 500 los agrupamientos de personas que se quedaron sin hogar, o que debido al miedo prefieren dormir en parques, campos, laderas de montañas, tan sólo al amparo del sueño. Campos como el de Petion Ville, el de Jalouisse, el de los jardines que hay frente al palacio presidencial y cuyos moradores –con resignado orgullo– se autoproclaman ‘los vecinos del presidente Preval’. Son campos de refugiados establecidos en cualquier lugar, y en los que también hay diferencias. Hay asentamientos con pequeños hospitales de campaña, cierta seguridad y dignidad. Pero también los hay inhóspitos y escabrosos, convertidos en una concatenación de miedos, miserias y llantos; lugares en los que prolifera la indignidad, en los que se han montado prostíbulos en tiendas de campaña con tarifas que rondan los 40 céntimos de euro.

Como la vida en estos momentos bulle en los campos de refugiados, las prostitutas que ya ejercían antes del seísmo han pasado a trabajar allí. Pero también hay muchas mujeres, jóvenes y no tanto, que se han visto obligadas por el hambre y por el hombre (su padre, su marido o su hermano) a intercambiar su cuerpo por unas humildes monedas con las que saciar el hambre del estómago.

Esta situación se ha hecho más habitual en la capital haitiana tras el terremoto. La gente que se arremolina en los campos de refugiados recibió promesas de asistencia y atención en los primeros días después de la sacudida. Muchos de ellos la siguen recibiendo, pero otros muchos dejaron de tenerla hace meses, como los que habitan los campos de Primature o Santa María. En esta situación está también el asentamiento ubicado en la casa de un alto jerarca del Gobierno haitiano. La piscina y el gran jardín delatan la posición del propietario del lugar, que algunos de sus actuales moradores identifican con el primer ministro. Hoy la piscina es sólo una oquedad pintada de azul, con cuatro palmos de agua sucia. Alrededor, centenares de familias. Les prometieron ayuda diaria; pero la realidad contradice las promesas. Desde últimos de enero nadie reparte comida entre los refugiados de este campo. Desde hace semanas nadie limpia los sanitarios portátiles. Como la gente necesita comer, entiendes la prostitución, la delincuencia, el desasosiego y el empeño legal o ilegal por hacerte un hueco en la vida. Una vida que, sin duda, se va a multiplicar pronto.

Nirva y Methilde realizan ‘pastoral integral’

Por todas partes se escucha el mismo comentario: “Dentro de unos meses, Puerto Príncipe va a experimentar un crecimiento demográfico significativo”. Lo dicen todos. Nirva Desdunes, fundadora de la Casa de la Misericordia de Betsaida, reflexiona: “¿Qué van a hacer veinte personas viviendo en una tienda de campaña? Los padres violan a los hijos, la impunidad es total… Por eso, la promiscuidad es lo de menos”.

Nirva y su compañera en Betsaida, Methilde Marcello, desde enero se dedican a la pastoral integral. La enumeración de las actividades que han desarrollado en Puerto Príncipe en estos últimos meses precisaría de centenares de palabras y decenas de párrafos: atención a seminaristas, apoyo psicológico a niños traumatizados, transporte de enfermos y cadáveres, asistencia en la Universidad Católica, atención a la gente que se quedó en la calle, trabajo en familias… Nirva es escéptica respecto al futuro del país cuando señala que “hace falta mucho tiempo para que el Gobierno se reactive. Podría ser una solución convertirse en un nuevo Puerto Rico, pero ahora no hay nadie que proponga un plan de futuro para el país”. Con todo, el escepticismo no frustra sus ganas de trabajar, comprometidas en mejorar las condiciones de vida de los campos de refugiados. ¿Cómo les ayudan a superar la situación? Desdunes responde que “el dolor es grande, pero el hombre es más grande que el dolor. Y el pueblo haitiano tiene una reserva que, además, es un don: el deseo de Dios”.

Azul en el cielo, en el mar, en las tiendas de campaña… y en los colegios. Las aulas provisionales también se visten de ese color. Bueno, las aulas no, sino las sombras que se proyectan sobre los alumnos: las mesas, sillas y pizarras de los aularios están bajo toldos azules. Todo es azul. Uno de esos ejemplos se encuentra en el Colegio de la Inmaculada de María, en el corazón de Puerto Príncipe. Se trata de uno de los siete colegios que las Hijas de María Paridae dirigen en la capital haitiana. Seis de esos colegios, entre los que está el de la Inmaculada, son hoy un montón de escombros. Los alumnos, sofocados e ilusionados a partes iguales, han comenzado a recibir las clases bajo lonas sintéticas. Apenas tienen agua y deben acotar las clases a las horas del día en las que el sol no aprieta demasiado. A pesar de tener abiertas las tiendas de par en par, el calor hace casi imposible que fragüe la educación.

Las Hijas de María Paridae, como los salesianos o como otro número destacado de congregaciones han perdido los centros educativos que acogían a miles de alumnos de todas las edades. Hoy siguen albergando sus presencias, pero en situaciones precarias que tardarán en normalizarse. Cuando los ves, sin embargo, intuyes que hay una infancia haitiana en peor situación.

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“Dame una oportunidad”


“Dame una oportunidad para tener una vida nueva”. Catorce, quince, es posible que veinte niños y adolescentes se juntan. Los más pequeños y bajitos delante. Los más mayores y altos, detrás. Todos, a coro, cantan su esperanza, su deseo, es posible que su oportunidad. Son huérfanos. Impresiona lo que cantan y cómo lo cantan. Sus voces llegan al corazón del que lo escucha, pero sus ojos no se encuentran con los que les miran. Te cantan pero no te miran, como si tuvieran más confianza en la música que en la sinceridad del encuentro de dos miradas. Sobre todo esquivan tus ojos los chicos y las chicas más mayores, de catorce, quince, dieciséis años, muchos de ellos rebotados de otros orfanatos, con una vida sin padres, acogidos en ocasiones en lugares no apropiados y que han acabado, al final, en el Hogar de María, Madre de la Divina Misericordia, en Thomasique.

Con sus ojos esquivos y su actitud confirman, entre las líneas del pentagrama imaginario, que ya han pasado demasiadas veces por esta situación; que ya han entonado demasiadas veces esta melodía y que nadie se ha dignado a ofrecerles lo que ellos reclaman, una vida nueva. Aquí, en Thomasique, no hay huérfanos del terremoto. Arrastran un peso que se alarga en el tiempo mucho más allá del 12 de enero. Los dejas con su música y su mirada esquiva y, de nuevo, emprendes el regreso a la ciudad azul.

En el nº 2.712 de Vida Nueva.

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