Inocencio Rodríguez: “Creo que he llevado una vida coherente con mis principios”

Salesiano centenario

(Texto: Victoria Lara. Fotos: Luis Medina) Historias como la del salesiano Inocencio Rodríguez (Vilaboa de Allariz, Orense, 1910) –don “Ino”, como todos le conocen cariñosamente en el San Miguel Arcángel de Madrid, “el Colegio del Paseo de Extremadura”– son la prueba de que la vida puede estar plagada de sorpresas inesperadas. Sin ir más lejos, él mismo se maravilla de haber podido celebrar su centenario el pasado 3 de junio: “¿Qué méritos he hecho yo para llegar a los 100 años? Ninguno; al contrario, lo que he hecho precisamente son actuaciones que me debían de haber llevado a la muerte”.

Esto último lo dice porque vivió en primera persona la Guerra Civil, donde, milagrosamente, consiguió salvar la vida. Tras ser detenido por los republicanos en Santander, donde se encontraba al frente de una colonia escolar de jóvenes de Madrid y Asturias, esperaba en una fila para ser fusilado. Dirigiéndose a uno de los soldados, “le presenté la hoja que me habían dejado los milicianos asturianos cuando vinieron a recoger a los chicos. Él cogió el papel y al ver tantos sellos con la hoz y el martillo quedó alucinado. Dándole vueltas al papel y simulando que lo estaba leyendo, porque lo tenía al revés, me dice: ‘Pero si tú eres de los nuestros, ¿cómo te han traído aquí? Anda, vete’”. “Para mí, fue una gracia especial de la Virgen”, asegura.

Pero años antes de este curioso episodio, había tenido otra gran sorpresa, la de su propia vocación. Decidido a estudiar Arquitectura, un libro con el que el director del colegio de Salamanca en el que estudiaba –el beato Enrique Sáiz– le obsequió, Alegrías del Paraíso, acabó prendiendo en su interior la llama de la vocación religiosa. Aquel “librito” llevaba una dedicatoria que don Ino todavía recuerda: “’Toma y lee’, dijo una voz a san Agustín. Leyó y encontró su camino. Lee”.

Pero no acabaron ahí los giros inesperados. Tras terminar la Guerra, los salesianos necesitaban hermanos para que se dedicaran a la enseñanza y don Inocencio tuvo que cambiar sus planes y entrar en la Universidad para estudiar Ciencias Naturales, mientras que, durante los veranos, terminaba el Teologado y, así, su preparación al sacerdocio. De esta manera fue como orientó su carrera a la docencia, que ejerció en Guadalajara, Salamanca y Madrid, donde se jubiló y donde reside actualmente.

Falta de religiosidad

Apasionado del mundo de los minerales, atesora una importante colección, hoy en posesión del Colegio del Paseo de Extremadura. Aún conserva en su habitación algunas de las mini colecciones de minerales que regalaba a sus alumnos, como también guarda una antigua prensa para encuadernar libros y su vieja máquina de escribir, que sigue usando a pesar de que cada día es más difícil encontrar cintas de recambio.

Como sacerdote, continúa diciendo misa todos los días a las 8 de la mañana en la parroquia. De la Iglesia actual le preocupa, sobre todo, “la falta de sentido religioso de muchos jóvenes”, aunque también observa esperanzado cómo “hay grupos de gente muy comprometida con la vida cristiana y el seguimiento de Jesús”.

Hoy, con 100 años a sus espaldas, la sorpresa más reciente que ha recibido ha sido la fiesta-homenaje que le ofrecieron el pasado 29 de mayo en el colegio donde vive, con la presencia de muchos de sus antiguos alumnos. Al hacer balance de este último siglo, piensa que es probable que le hayan quedado cosas por hacer, pero está convencido de que “he llevado una vida coherente con mis principios. Todo esto me da tranquilidad de conciencia”.

En esencia

Una película: Parque Jurásico, de Steven Spielberg.

Un libro: Florecillas de Don Bosco, de Michele Molineris.

Una canción: A Virxen de Guadalupe.

Un rincón del mundo: Madrid en otoño.

Un deseo frustrado: aprender en mi juventud a tocar el piano.

Un recuerdo de la infancia: las veladas nocturnas del verano al pie de casa.

Una aspiración: ver llegar a Orense el tren de Alta Velocidad.

Una persona: el beato Enrique Sáiz.

La última alegría: la llegada de María Auxiliadora a China.

La mayor tristeza: la Ley del aborto.

Un sueño: ver al hombre en Marte.

Un regalo: unas cintas negras para la máquina de escribir.

Un valor: el de la beata Alejandrina, que se tiró, por salvar su pureza, por una ventana.

Me gustaría que me recordasen por: mis clases, como profesor.

En el nº 2.710 de Vida Nueva.

Compartir