Goles contra la violencia

Jóvenes mutilados en la guerra de Sierra Leona demuestran la capacidad del deporte para fomentar la paz

(José Carlos Rodríguez Soto– Fotos: Sergio Blanco) Hay otros mundiales de fútbol de los que nadie habla: los de “fútbol con una pierna”, que se celebrarán en octubre de este año en Argentina. Abraham Kagu, de 26 años, se prepara con ilusión para participar en él junto con sus 15 compañeros del equipo One Goal, de Sierra Leona. Todos ellos tienen en común haber sufrido amputaciones, y no precisamente en un quirófano: “A finales de enero de 1999, los rebeldes del RUF (Frente Revolucionario Unido) lanzaron una ofensiva contra la capital, Freetown”, recuerda Abraham, que tenía entonces 15 años. “Varios de ellos entraron en nuestra casa y empezaron a violar a una de mis hermanas. Cuando traté de impedirlo, me tiraron al suelo y me cortaron la pierna con un machete”, rememora horrorizado. [Goles contra la violencia – Extracto]

Miles de sierraleoneses, en su mayoría niños y jóvenes, tienen historias como éstas que contar y que reflejan el horror y la crueldad con que se emplearon los diversos grupos armados que se enfrentaron en la guerra que arrasó a este pequeño país de África Occidental de 1991 a 2002. Jabati Mambo perdió su brazo derecho el mismo día que Abraham: “Yo era un estudiante de Primaria de 14 años. Cuando el RUF empezó a entrar a saco en Freetown yo estaba en mi casa con mi madre. Los rebeldes tiraron la puerta de una patada y me gritaron que por qué no me había unido a ellos para luchar contra el Gobierno. Me quedé paralizado de terror y, antes de irse, me agarraron entre varios y me cortaron el brazo”.

Jabati es hoy portero de One Goal y demuestra una habilidad extraordinaria parando balones con una mano y un muñón. Abraham es delantero y, como el resto de sus compañeros, apoyándose en sus dos muletas corre como una gacela por el terreno de juego y dispara a puerta con una fuerza imparable. Porque jugar contra este equipo es peligroso, como pudieron comprobar varios periodistas españoles que disputaron un encuentro contra ellos el pasado 23 de mayo en la Casa de Campo de Madrid y perdieron 1-2. Al día siguiente, otro partido contra el equipo de fútbol de la Universidad Complutense terminó en empate. Éstos y otros partidos se celebraron como parte de los actos del Día de África este año en España. La ONG One Goal, con sede en Barcelona, se encargó de organizar la logística de traerlos a nuestro país, donde, además de la Ciudad Condal, visitaron Burgos y Madrid. En estas tres ciudades presentaron el documental que lleva el mismo nombre, realizado por el director Sergi Agustí, sobre la experiencia de estos futbolistas que, con su juego, transmiten un mensaje de esperanza y muestran el poder que tiene el deporte para unir y construir la paz. Algunos organismos españoles, como Caja Burgos y la Fundación Atlético de Madrid, se han comprometido a ayudarlos con algunos programas deportivos y de microcréditos.

Según cuenta Mambud Samay, uno de sus entrenadores, “todo empezó en febrero de 2001, cuando una mujer canadiense, ella misma discapacitada, visitó el campo de desplazados de Aberdeen, en Freetown, donde había cerca de 300 amputados”. La señora Di Marchi, como se llamaba, les insistió en que no se quedaran sin hacer nada y les propuso organizarse en equipos de fútbol. Ella misma buscó ayudas para que pudieran dar sus primeros pasos. Desde entonces hay ya 250 futbolistas mutilados que juegan en  ocho equipos. Todos ellos entrenan los sábados en la playa de Freetown. Ni ciudades deportivas, ni contratos millonarios para estos futbolistas que son estrictamente aficionados y tienen que ganarse la vida como pueden. Abraham cuenta que tras hacer un cursillo de formación profesional al finalizar la guerra, montó un pequeño taller de electricidad y soldadura en un kiosco que tiene en la calle, y con ese trabajo mantiene a su mujer y a sus seis hijos. Para él, jugar al fútbol les ayuda a estar unidos y a desarrollar un orgullo que les impide vivir como personas derrotadas. “Hemos participado en campeonatos internacionales en el Reino Unido, Brasil, Rusia, Turquía, y ahora tenemos que ir a ganar a Argentina”, asegura Mambud Samay.

Pero hay otro juego en el que estos futbolistas, tal vez sin ser conscientes de ello, también ganan: el de impedir que sus propios conciudadanos y el resto del mundo se olviden de las miles de víctimas que sufren en silencio el recuerdo de sus experiencias traumáticas. Así piensa el misionero javeriano Chema Caballero, con largos años de experiencia en Sierra Leona, que conoce muy bien a bastante de estos futbolistas: “Cuando terminó el conflicto, el Gobierno quiso borrar cualquier señal  visible de la guerra y se apresuró a reconstruir la capital y a enviar a los desplazados de vuelta a sus aldeas”. Pero si los niños que fueron obligados a combatir como soldados y las mujeres violadas no tienen escrito en sus rostros el sufrimiento por el que pasaron, con los mutilados la cosa cambia. Los amputados son la única señal visible que recuerda que en el país hubo una guerra, y por eso el Gobierno –con ayuda de algunas ONG que se prestaron a ello– se los llevó a poblados construidos para ellos en zonas apartadas de las ciudades, para que no se les viera”, señala el religioso y colaborador de Vida Nueva. Para él, el resultado ha sido un derrumbe humano: “Hoy se han convertido en guetos donde estas víctimas tratan de olvidar su frustración con el alcohol y las drogas. Otros jóvenes que no se prestaron a participar en esto decidieron organizarse alrededor de los equipos de fútbol y buscaron recursos para ayudarse a ellos mismos”. La experiencia les ha demostrado que ese convencimiento de que saldrían adelante por sus propios medios ha sido mejor que vivir de ilusiones: “Mucha gente de distintas organizaciones que han llegado a Sierra Leona les han hecho muchas fotos y les han prometido infinidad de cosas que nunca se han materializado”, concluye.

Fútbol para salir de la desidia

Para Chema, “lo más importante que enseña el deporte es saber perder”. De esto se convenció durante los años que trabajó en el centro Saint Michael de rehabilitación de niños soldado: “Allí utilizábamos el deporte como un medio para ayudar a estos chicos a descargar la agresividad que tenían acumulada después de haber pasado por una experiencia de mucha violencia brutal en la guerrilla del RUF. Jugando al fútbol aprendían el valor de trabajar en equipo y también a ver el perder como algo normal. Hay que tener en cuenta que venían de un ambiente en el que les enseñaron que siempre hay que vencer, porque perder significaba la muerte”.

Durante los últimos años, el misionero se ha volcado en la promoción de la educación en Madina, una remota zona rural muy deprimida de Sierra Leona que en la guerra siempre estuvo en manos del RUF. “Cuando yo llegué, sólo el 10% de los niños estaban escolarizados, y ahora ya son el 60%, aunque hay que tener en cuenta que en ese ambiente la asistencia a la escuela puede ser algo muy irregular. En este contexto de posguerra, el deporte nos ayuda a fomentar una cultura de paz. Tenemos equipos de excombatientes y de personas que fueron sus víctimas, y cuando entrenan juntos empiezan a entablar una relación nueva de amistad y compañerismo”.

Y es que África es escenario de horrores sin fin, pero también una fuente de donde fluye reconciliación y alegría con un empuje que sorprende a todos. Tal vez éste es el mensaje con el que los jugadores sierraleoneses de “fútbol a una pierna”  llegan más a los aficionados que presencian asombrados sus pases y jugadas. Antes de empezar el encuentro, en el centro del campo, levantan todos a una sus muletas y el capitán entona un canto que todos repiten a coro a pleno pulmón. La melodía sube de volumen y el ritmo aumenta, mientras los jugadores saltan alegres y uno de ellos suelta sus muletas y comienza un baile apoyado en una sola pierna mientras contornea el resto de su cuerpo. La música les sube la moral. Los jugadores del equipo rival –que juegan con las manos a la espalda para igualar las oportunidades– miran asombrados sin perder detalle. Avanzo para mirar más de cerca y descubro que me tiemblan las manos cuando intento tomar las últimas notas en mi cuadernillo.

En el nº 2.710 de Vida Nueva.

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