¿Ingenuas pretensiones?

(Santiago García Aracil– Arzobispo de Mérida-Badajoz)

Hay muchísimas cosas en las que centrar la atención y a las que dedicar nuestras reflexiones. Sin embargo, creo que es mi responsabilidad salir al paso de algunos comentarios informalmente difundidos pero que pueden acechar la paz y la serenidad de algunos fieles cristianos. Me refiero a quienes pretenden extender la impresión de que la Iglesia debería desaparecer o que, cuanto menos, tiene contados sus días de credibilidad a causa de los desórdenes internos y de los pecados de algunos de sus miembros (reales unas veces, otras veces inventados y en casi todos los casos bastante exagerados a través de los medios de comunicación social).

Ante estas apreciaciones o afirmaciones, inquietantes para muchas personas de buena voluntad, es muy oportuno manifestar que estos comentarios y presiones subliminales no tienen seriedad alguna. Nacen más de una actitud agresiva y claramente enemiga de la Iglesia, que de una probada capacidad de criterio en quienes las expresan y promueven desde tantas y tan diversas instancias.

Es necesario manifestar la inconsistencia e ingenuidad de las pretensiones o comentarios contrarios a la estabilidad de la Iglesia, principalmente a causa de la llamativa ignorancia sobre esta institución divina por parte de quienes así se expresan. La afirmación de Jesucristo garantizando su presencia y su acción entre nosotros hasta el fin de los tiempos resulta más que suficiente para desechar toda validez y competencia de estos maestros de la sospecha y agoreros de lo que les gustaría y no conseguirán. El poder de Dios es infinitamente superior al de los hombres. Esto lo entendían bien algunos de los maestros del judaísmo. Por eso, cuando algunos intentaban borrar del mapa el Nombre de Jesucristo y toda acción en su Nombre, alguien dijo, refiriéndose a los Apóstoles: dejadles, porque si es obra de hombres, terminará como otras que conocimos anteriormente. Pero si es obra de Dios, permanecerá por encima de todo. La Iglesia es obra de Dios.

Pero además, quienes pretenden el descrédito radical de la Iglesia a partir de errores cometidos por miembros suyos, carecen de la lógica más elemental. Porque ¿afirman lo mismo de la familia, de los partidos políticos, de los sindicatos, de las asociaciones culturales y deportivas, y de tantas otras realidades corporativas que existen en nuestra sociedad? ¿Y hay alguien que pueda afirmar y probar que alguna de estas realidades está exenta de graves pecados por parte de sus miembros e incluso en sus mismas decisiones y acciones corporativas? ¿O es que los pecados de los que se acusa a la Iglesia a causa de algunos de sus miembros no tienen una presencia destacadísimamente superior en sus miembros? ¿Habrá que dejar de creer en el amor y la dignidad de los padres porque algunos destrozaron material y espiritualmente la vida de sus hijos? ¿Habrá que suprimir la vocación política y la acción gubernamental porque tenemos constancia de auténticas barbaridades, de muy diverso estilo y grado, cometidas por muchos políticos, sindicalistas, empresarios, obreros, etc.?

Es urgente una insistente llamada a la cordura que modere esta algarabía morbosamente sensacionalista y agresiva que siembra la desconfianza, el pesimismo, la convicción de que cada uno ha de arreglárselas como pueda, y que mina en su raíz el espíritu de colaboración entre personas e instituciones absolutamente necesario para el crecimiento humano y social en todos los órdenes.

En este quehacer de recuperación y sensatez, los cristianos debemos colaborar con buen criterio, manteniendo la confianza en la bondad interior de las personas, aportando la imprescindible serenidad en el juicio y en la atención de los comentarios negativos que llenan las páginas, las pantallas y las horas de nuestros medios de comunicación. La conciencia de nuestras propias limitaciones y pecados no niega la posibilidad de superarlos, sino que nos urge a trabajar para que vayan desapareciendo. El hombre, creado por Dios, no está incapacitado para descubrir la verdad y para obrar el bien. Al contrario, está llamado por Dios a crecer constantemente dominando cuanto el Señor ha puesto a su disposición como instrumento para su desarrollo integral y para construir un mundo siempre nuevo en el que brillen la verdad, la justicia, el amor y la paz.

Queridos fieles cristianos y gentes de buena voluntad: hagamos un esfuerzo por vencer vanas sospechas, por sobreponernos a ingenuas pretensiones, y por mantener clara la mente y sereno el ánimo ante los acontecimientos que constantemente se agolpan sobre nosotros por distintos caminos y con diversa intensidad. Ni todos son ciertos, ni todos tienen la envergadura que se les pretende asignar desde posiciones interesadas, ni tienen consistencia para durar más que el buen ánimo y la capacidad humana para descubrir la verdad y alcanzar el bien.

Compartir