Una purificación necesaria

(María Gómez) En 2008, durante su visita a los Estados Unidos, Benedicto XVI fue claro: “Quien es culpable de pedofilia no puede ser sacerdote”. Es muestra inequívoca de la ‘tolerancia cero’ que se demanda desde la Santa Sede. A cualquier persona le escandaliza que haya clérigos capaces de infligir ese daño a un niño, pero la gravedad de los delitos no es sólo una cuestión numérica. Lo que indigna es el silencio cómplice de ciertos eclesiásticos. Casi cada día surgen nuevos casos, y el problema ya no es de la Iglesia en EE.UU., en Irlanda, en Alemania, o lo que esté por venir, sino de la Iglesia universal. Es verdad que ha tardado en reaccionar, pero la seriedad con la que la Iglesia aborde este oscurísimo capítulo será fundamental para reparar su credibilidad y, de paso, liderar la lucha contra un fenómeno que ni mucho menos le afecta sólo a ella. Un estudio de 2008 de la Red Irlandesa de Crisis sobre Violaciones (RCNI) asegura que el 50,8% de los agresores son los padres; el 34%, vecinos o amigos, y el 3,4%, figuras de autoridad. El Informe Ryan que destapó los casos de la Iglesia irlandesa en mayo de 2009 responsabilizaba también a las autoridades civiles. No se trata de distraer la atención señalando al otro, ni se puede seguir barriendo bajo la alfombra. Queda mucho por purificar.

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