“La condena por delitos de abusos del clero ha sido siempre firme”

Entrevista con monseñor Scicluna, ‘promotor de justicia’ de Doctrina de la Fe

(Vida Nueva) El 13 de marzo de 2010, el diario Avvenire publicó una entrevista exclusiva con Charles J. Scicluna, ‘promotor de justicia’ de la Congregación para la Doctrina de la Fe, sobre la actividad investigadora y judicial de este dicasterio acerca de los delicta graviora, que incluyen los delitos de pedofilia cometidos por miembros del clero. En una práctica poco habitual, la Sala de Prensa de la Santa Sede distribuyó dicha entrevista a los medios de comunicación. En ella, entre otras cosas, se cifra en 3.000 los casos de sacerdotes pedófilos investigados por esta oficina en los últimos nueve años, y se asegura que “la condena por esta tipología de delitos ha sido siempre firme e inequívoca”.

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Monseñor Charles J. Scicluna es el ‘promotor de justicia’ de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Prácticamente, se trata del fiscal del tribunal del antiguo Santo Oficio, cuya tarea es investigar los llamados delicta graviora, los delitos que la Iglesia católica considera en absoluto los más graves, es decir: contra la Eucaristía, contra la santidad del sacramento de la penitencia y el delito contra el sexto mandamiento (No cometerás actos impuros) por parte de un clérigo con un menor de 18 años. Delitos que con un motu proprio de 2001, Sacramentorum sanctitatis tutela, ha reservado como competencia a la Congregación para la Doctrina de la Fe. De hecho, el ‘promotor de justicia’ es el encargado, entre otras cosas, de la terrible cuestión de los sacerdotes acusados de pedofilia, que salta periódicamente a las páginas de los medios de comunicación. Y monseñor Scicluna, un maltés afable y cordial, tiene fama de cumplir la tarea encomendada con absoluta escrupulosidad y sin distingos de algún tipo.

Monseñor, usted tiene fama de “duro”, y sin embargo se acusa sistemáticamente a la Iglesia católica de ser tolerante con los llamados “curas pedofilos”.

Puede ser que en el pasado, quizá también por un mal entendido sentido de defensa del buen nombre de la institución, algunos obispos, en la praxis, hayan sido demasiado indulgentes con este tristísimo fenómeno. En la praxis, digo, porque en el ámbito de los principios la condena por esta tipología de delitos ha sido siempre firme e inequívoca. Por lo que respecta solamente al siglo pasado, basta recordar la famosa instrucción Crimen Sollicitationes de 1922.

¿Pero no era de 1962?

No, la primera edición se remonta al pontificado de Pío XI. Más tarde, con el beato Juan XXIII, el Santo Oficio se ocupó de una nueva edición para los padres conciliares, pero la tirada fue sólo de dos mil copias que no bastaron para la distribución, aplazada sine die. De todas formas, se trataba de normas de procedimiento en los casos de solicitudes durante la confesión y de otros delitos más graves de tipo sexual, como el abuso sexual de menores.

Sin embargo, eran normas en las que se recomendaba el secreto…

Una mala traducción en inglés de ese texto dio pábulo a que se pensara que la Santa Sede imponía el secreto para ocultar los hechos. Pero no era así. El secreto de instrucción servía para proteger la buena fama de todas las personas involucradas, en primer lugar las víctimas, y después los clérigos acusados, que tienen derecho –como cualquier persona– a la presunción de inocencia hasta que se demuestre lo contrario. A la Iglesia no le gusta la justicia concebida como un espectáculo. La normativa sobre los abusos sexuales no se ha interpretado nunca como prohibición de denuncia a las autoridades civiles.

No obstante, ese documento sale siempre a relucir para acusar al pontífice actual de haber sido –como prefecto del antiguo Santo Oficio– el responsable objetivo de una política de encubrimiento de los hechos por parte de la Santa Sede

Es una acusación falsa y una calumnia. A propósito me permito señalar algunos datos. Entre 1975 y 1985 no resulta que se haya sometido a la atención de nuestra Congregación ningún aviso de casos de pedofilia por parte de clérigos. De todas formas, tras la promulgación del Código de Derecho Canónico de 1983 hubo un período de incertidumbre acerca del elenco de delicta graviora reservados a la competencia de este dicasterio. Sólo con el motu proprio de 2001 el delito de pedofilia volvió a ser de nuestra exclusiva competencia. Desde aquel momento, el cardenal Ratzinger demostró sabiduría y firmeza a la hora de tratar esos casos. Más aún, dio prueba de gran valor afrontando algunos casos muy difíciles y espinosos, sine acceptione personarum. Por lo tanto, acusar al pontífice de ocultación es, lo repito, falso y calumnioso.

¿Qué pasa si un sacerdote es acusado de un ‘delictum gravius’?

Si la acusa es verosímil, el obispo tiene la obligación de investigar tanto la credibilidad de la denuncia como el objeto de la misma. Y si el resultado de la investigación previa es atendible, no tiene ya la facultad de disponer en materia y debe referir el caso a nuestra Congregación, donde será tratado por la oficina disciplinaria.

¿Quienes forman parte de esa oficina?

Junto a mí, que por ser uno de los superiores del dicasterio debo ocuparme de otras cuestiones, hay también un jefe de oficina, el padre Pedro Miguel Funes Díaz, siete eclesiásticos y un penalista laico que siguen esos procedimientos. Otros oficiales de la Congregación dan su valiosa aportación según sus diversos idiomas y competencias.

Se dice que esa oficina trabaja poco y con lentitud…

Es una observación injusta. En 2003 y 2004, una avalancha de casos cubrió nuestras mesas. Muchos procedían de los Estados Unidos y se referían al pasado. En los últimos años, gracias a Dios, el fenómeno se ha reducido mucho. Y, por tanto, intentamos tratar los casos nuevos en tiempo real.

¿Cuántos han tratado hasta ahora?

En los últimos nueve años (2001-2010) hemos analizado las acusaciones relativas a unos 3.000 casos de sacerdotes diocesanos y religiosos concernientes a delitos cometidos en los últimos cincuenta años.

Es decir, ¿3.000 casos de sacerdotes pedofilos?

No es correcto definirlo así. Podemos decir que, grosso modo, en el 60% de esos casos se trata más que nada de actos de “efebofilia”, o sea, debidos a la atracción sexual por adolescentes del mismo sexo; en el otro 30% de relaciones heterosexuales; y en el 10% de actos de pedofilia verdadera y propia, esto es, determinados por la atracción sexual hacia niños impúberes. Los casos de sacerdotes acusados de pedofilia verdadera y propia son, entonces, unos 300 en nueve años. Son siempre demasiados, es indudable, pero hay que reconocer que el fenómeno no está tan difundido como se pretende.

De los 3.000 acusados, ¿cuántos han sido procesados y condenados?

Podemos decir que en el 20% de los casos se ha celebrado un proceso penal o administrativo, verdadero y propio, que normalmente ha tenido lugar en las diócesis de procedencia –siempre bajo nuestra supervisión– y, sólo raramente, aquí en Roma. Haciéndolo así se agiliza el procedimiento. En el 60% de los casos, sobre todo debido a la edad avanzada de los acusados, no hubo proceso, pero se emanaron contra ellos normas administrativas y disciplinarias, como la obligación de no celebrar misa con los fieles, de no confesar, de llevar una vida retirada y de oración. Hay que reafirmar que, en estos casos, entre los cuales hubo algunos de gran impacto, de los que se han ocupado los medios de comunicación, no se trata de absoluciones. Ciertamente no ha habido una condena formal, pero si a una persona la obligan al silencio y a la oración, será por algo.

Nos queda por analizar el 20% de los casos…

En un 10% de los casos, particularmente graves y con pruebas abrumadoras, el Santo Padre asumió la dolorosa responsabilidad de autorizar un decreto de dimisión del estado clerical. Se trata de un procedimiento gravísimo, emprendido administrativamente, pero inevitable. En el restante 10% de los casos, los mismos clérigos acusados pidieron la dispensa de las obligaciones derivadas del sacerdocio, que fue aceptada con prontitud. Los sacerdotes implicados en estos últimos casos tenían en su poder material de pornografía pedófila y por eso fueron condenados por las autoridades civiles.

¿Cuál es la procedencia de estos 3.000 casos?

Sobre todo de los Estados Unidos, que entre 2003-2004 representaban alrededor del 80% de la totalidad de los casos. Hacia 2009, el porcentaje estadounidense disminuyó, pasando a ser el 25% de los 223 nuevos casos señalados en todo el mundo. En los últimos años (2007-2009), efectivamente, la media anual de los casos señalados a la Congregación en todo el mundo ha sido de 250 casos. Muchos países señalan sólo uno o dos casos. Aumenta, por lo tanto, la diversidad y el número de los países de procedencia de los casos, pero el fenómeno es muy limitado. Hay que tener en cuenta que son 400.000 en total los sacerdotes diocesanos y religiosos en el mundo. Esa estadística no se corresponde con la percepción creada cuando casos tan tristes ocupan las primeras planas de los periódicos.

¿Y en Italia?

Hasta ahora no parece que el fenómeno tenga dimensiones dramáticas, aunque lo que me preocupa es un tipo de “cultura del silencio” que veo todavía muy difundida en la península. La Conferencia Episcopal Italiana (CEI) ofrece un óptimo servicio de asesoría técnico-jurídica para los obispos que deban tratar esos casos. Observo con gran satisfacción el compromiso de los obispos italianos por afrontar cada vez mejor los casos que les señalan.

Decía hace poco que los procesos, propios y verdaderos, atañen al 20% de los 3.000 casos examinados en los últimos años. ¿Se han resuelto todos con la condena de los acusados?

Muchos procesos ya celebrados se resolvieron con la condena del acusado. Pero tampoco han faltado otros en que el sacerdote fue declarado inocente o en que las acusaciones no fueron consideradas lo suficientemente probadas. De cualquier modo, en todos los casos se analiza siempre no sólo la culpabilidad o no culpabilidad del clérigo acusado, sino también el discernimiento sobre su idoneidad al ministerio público.

Una acusación recurrente a las jerarquías eclesiásticas es que no denuncian también a las autoridades civiles los delitos de pedofilia que les señalan.

En algunos países de cultura jurídica anglosajona, pero también en Francia, los obispos que saben que sus sacerdotes han cometido delitos fuera del secreto sacramental de la confesión están obligados a denunciarlos a las autoridades judiciales. Se trata de un deber pesado, porque estos obispos están obligados a realizar un gesto como el de un padre que denuncia a su hijo. A pesar de todo, nuestra indicación en estos casos es la de respetar la ley.

¿En los casos en que los obispos no están obligados por ley?

En estos casos no imponemos a los obispos que denuncien a los propios sacerdotes, sino que les alentamos a dirigirse a las víctimas para invitarlas a denunciar a estos sacerdotes de los que han sido víctimas. Además, les invitamos a proporcionar toda la asistencia espiritual, pero no sólo espiritual, a estas víctimas. En un reciente caso concerniente a un sacerdote condenado por un tribunal civil italiano, esta Congregación sugirió precisamente a los denunciantes, que se habían dirigido a nosotros para un proceso canónico, que lo comunicaran también a las autoridades civiles en interés de las víctimas y para evitar otros crímenes.

Una última pregunta: ¿está prevista la prescripción por los ‘delicta graviora’?

Ha tocado un punto crítico. En el pasado, es decir antes de 1889, la prescripción de la acción penal era una norma ajena al derecho canónico. Para los delitos más graves, sólo con el motu proprio del 2001 se introdujo una prescripción de diez años. Sobre la base de estas normas, en los casos de abuso sexual el decenio comienza el día en que el menor cumple 18 años.

¿Es suficiente?

La praxis indica que el término de diez años no es adecuado a este tipo de casos y sería deseable volver al sistema precedente, en el que no prescribían los delicta graviora. El 7 de noviembre de 2002, el Venerable Siervo de Dios Juan Pablo II concedió a este dicasterio la facultad de derogar la prescripción caso por caso ante una petición motivada por parte del obispo, y la derogación normalmente se concede.

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