(Pablo Romo Cedano– México DF) “La situación de inseguridad y violencia que vive México exige una respuesta urgente e inaplazable de la misión evangelizadora de la Iglesia”, señalan los obispos de ese país, que acaban de presentar una amplia exhortación pastoral sobre la violencia y la construcción de la paz.
El amplio documento, cuyo título es Que en Cristo Nuestra Paz, México tenga Vida Digna, está organizado en tres grandes secciones correspondientes al método ver, pensar y actuar. La primera describe cómo la violencia ha escalado en la sociedad y la inseguridad social se convierte en generadora de miedo y tensión entre la gente, y enuncia con detenimiento los factores que contribuyen a este crecimiento desde la actividad económica, en la vida política, en la vida social y en la cultural. La segunda parte es una reflexión cuidadosa del Evangelio y de la Doctrina Social de la Iglesia ante esta realidad. Por último, la tercera parte es una invitación a la construcción de la paz desde la raíz de la sociedad, donde “todos tenemos algo por hacer”. El conjunto del documento, de más de un centenar de páginas, concluye con la urgente necesidad de actuar ante la gravedad del crimen organizado, confiando para ello plenamente en el Cristo que venció la muerte.
En la descripción de los hechos, los obispos reconocen que “en los últimos meses, en toda la geografía nacional, suceden hechos violentos, relacionados, en numerosas ocasiones, con la delincuencia organizada; esta situación se agrava día con día. Recientemente se ha señalado que una de las ciudades de la República Mexicana tiene el índice más alto de criminalidad en el mundo. Esta situación repercute negativamente en la vida de las personas, de las familias, de las comunidades y de la sociedad entera; afecta la economía, altera la paz pública, siembra desconfianza en las relaciones humanas y sociales, daña la cohesión social y envenena el alma de las personas con el resentimiento, el miedo, la angustia y el deseo de venganza”.
La descripción de los pastores es severa y clara, no se detienen a suavizar los adjetivos con los que describe la vida del México de doscientos años de vida independiente. A la ciudad a la que se refieren es Ciudad Juárez (Chihuahua), en donde el Gobierno federal ha tenido que cambiar en los últimos días nuevamente su estrategia de “guerra” porque la presencia del Ejército no garantiza la paz. Al contrario, hace unos días se ha cometido allí, en una ciudad prácticamente tomada por los soldados, la peor masacre contra un grupo de jóvenes indefensos. Quince adolescentes festejaban un cumpleaños cuando un comando armado abrió fuego contra ellos y los mató. Nadie sabe la razón; simplemente fueron ejecutados en esta ola de terror que padece la población indefensa. El hecho, primero, fue calificado por el presidente Felipe Calderón como un “ajuste de cuentas entre criminales”, y, después, en un hecho sin precedentes, pidió disculpas a las familias ante la evidencia de la inocencia de los muchachos asesinados. La indignación creció al trascender que el Ejército no impidió que el comando actuara. En lo que va del año, sólo en esa ciudad se han verificado más de 350 homicidios en el contexto del crimen organizado.
Ante hechos como estos, los obispos reconocen el dolor y pesar del pueblo: “Nos duele profundamente la sangre que se ha derramado”. Y agregan que “nos interpela el dolor y la angustia, la incertidumbre y el miedo de tantas personas, y lamentamos los excesos, en algunos casos, en la persecución de los delincuentes. Nos preocupa, además, que de la indignación y el coraje natural, brote en el corazón de muchos mexicanos la rabia, el odio, el rencor, el deseo de venganza y de justicia por propia mano”. Y no es para menos, pues ya se escucha que en algunas partes del país agrupaciones contratan no sólo guardaespaldas, sino grupos armados que cometen “crímenes preventivos”, en orden a lo que denominan limpieza social.
Infiltración social
La exhortación pastoral señala que el crimen organizado, en sus distintas modalidades, ha infiltrado lo mismo a las empresas, grandes y pequeñas, grupos y asociaciones civiles y sociales, y al Gobierno y al Estado en sus diferentes niveles de autoridad.
Con claridad y contundencia, enuncian las diferentes expresiones de estos crímenes, como son: la trata de personas, el tráfico de armas, la extorsión, el narcotráfico, la intimidación, el secuestro, el lavado de dinero, la explotación sexual y la servidumbre, la extracción y comercio de órganos humanos, turismo sexual y pedofilia… Y añaden a su análisis algo que parece tan normal, pero que era preciso decir: “Los escenarios de violencia requieren y dependen del tráfico de armas; éstas son consideradas como un bien de intercambio en el mercado global, prescindiendo de las implicaciones legales y éticas de su posesión y comercio”.
Pero, ¿cuáles son las causas de que todo esto exista? Los obispos responden que es “difícil de explicar en una sencilla relación de causalidad”. Por ello, desglosan su respuesta en diferentes niveles: el económico, el político, el social y el cultural. Las respuestas son contundentes en los diferentes planos. Empiezan por el económico, que a todas luces es el pilar del crimen: “La economía es uno de los ámbitos en los que debemos buscar los factores que contribuyen a la existencia de la violencia organizada. La desigualdad y la exclusión social, la pobreza, el desempleo, los bajos salarios, la discriminación, la migración forzada y los niveles inhumanos de vida, exponen a la violencia a muchas personas: por la irritación social que implican; por hacerlas vulnerables ante las propuestas de actividades ilícitas; y porque favorecen, en quienes tienen dinero, la corrupción y el abuso de poder”.
Los obispos afirman esto con gran fundamento. La población en México ha perdido en los últimos tres años un 30% de su poder adquisitivo. La pobreza sigue creciendo, en tanto que los ricos más ricos figuran entre los multimillonarios del mundo. Carlos Slim, la familia Azcárraga y Germán Larrea figuran entre los primeros de la lista de los cien multimillonarios del mundo, compartiendo con otros diez mexicanos más, entre ellos Joaquín ‘el Chapo’ Guzmán, jefe del cártel de Sinaloa. “No sólo se incrementan las formas de pobreza tradicional y de injusticia social que ya existían, sino que aparecen nuevas categorías sociales que se empobrecen y surgen”. A los obispos no les tiembla la voz para decir que “este modelo de economía ha propiciado el crecimiento económico de algunos sectores productivos en algunas regiones del país. También ha originado, en otras regiones, el deterioro de sectores vulnerables que apenas han podido subsistir o que han sido excluidos de una economía moderna que no se interesa por aspectos fundamentales de la vida social y económica, como son el derecho al trabajo, la conservación de los recursos naturales y la preservación del medio ambiente”. Dos caras de la misma moneda.
Impunidad
En el plano político, el texto episcopal advierte que no ha habido reformas profundas que transparenten el ejercicio de sus mandatos y, por ello, “hay disimulo y tolerancia con el delito por parte de algunas autoridades responsables de la procuración, impartición y ejecución de la justicia. Esto tiene como efecto la impunidad, las deficiencias en la administración de justicia –por incapacidad, irresponsabilidad o corrupción–. Se ha hecho evidente la infiltración de la delincuencia organizada en instituciones del Estado. Si no hay justicia, se puede delinquir con mayor facilidad”. Es decir, que existe una relación simbiótica entre las autoridades corruptas y el crimen organizado. En vez de gobernar para todos, se favorece a unos cuantos y se criminaliza la protesta social: “En un Estado democrático y de derecho como pretende ser el nuestro, las demandas sociales y civiles deben ser atendidas y respondidas. Cuando este derecho de los ciudadanos no encuentra cauces adecuados se originan distintas formas de protesta social por parte de grupos y de personas, que dejan de ser legítimas cuando recurren a la violencia y amenazan la paz pública. El gobierno, que actúa en nombre del Estado, tiene la delicada tarea de distinguir entre las formas legítimas de protesta social y las acciones delictivas con las que ésta puede confundirse. No se debe criminalizar la protesta social, y quienes recurren a ella para expre- sar legítimamente sus inconformidades, tienen la responsabilidad social de respetar los derechos de terceros”.
Y en su labor de constructores de paz, señalan con acierto que “la superación pacífica de los conflictos sociales requiere de quienes actúan en nombre del Estado la pericia del diálogo y de la mediación política antes que el recurso a la represión o la judicialización de los conflictos. De los líderes sociales requiere un claro sentido del bien común, del respeto al derecho ajeno y de capacidad de diálogo y concertación”.
Los obispos hablan con datos concretos en la mano que son irrefutables. Miles de obreros han sido lanzados a las calles despedidos, y aquéllos que protestan y exigen ser readmitidos, son criminalizados con campañas de desprestigio.
Cautamente señalan, en lo que se refiere a las Fuerzas Armadas, que deben regresar a sus cuarteles cuanto antes: “Recordemos que una emergencia no debe ser permanente”. Y piden con finura diplomática que los asuntos del crimen organizado sean atendidos por la Policía civil. Ésta ha sido una voz que se ha generalizado en los últimos meses, empezando por la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, hasta los intelectuales más reservados. Hay que recordar que muchos miembros de las Fuerzas Armadas han dejado esta institución, una vez entrenados, para engrosar las filas de la delincuencia organizada.
Tipos de violencia
El documento, que arremete contra la impunidad y la parcialidad en la administración de Justicia, fue presentado justamente en medio de una polémica, muy pública en los medios escritos, en la que se señala que la guerra contra el crimen está dirigida casi exclusivamente a combatir a los enemigos del gran capo del cártel de Sinaloa, protegiendo al ‘Chapo’ Guzmán.
En el ámbito social, los obispos categóricamente delimitan el terreno contra ciertas tendencias que criminalizan la pobreza: “No hay correlación directa entre violencia y pobreza. Sí la hay, en cambio, entre violencia y desigualdad. Hay ricos que son promotores de injusticia y violencia. Los pobres no son delincuentes por ser pobres; están expuestos a ser actores y víctimas de la violencia como cualquier otra persona que canaliza en formas violentas su frustración, el sinsentido de su vida y su desesperación”. El documento dedica varios apartados a describir los tipos de violencia que perciben y desenmascaran la violencia intrafamiliar, aquélla que se comete contra las mujeres y los abominables crímenes contra la infancia.
El último factor que se apunta como elemento que incrementa la violencia y el crimen es el cultural, resaltando que el comportamiento violento no es innato: se adquiere, aprende y desarrolla. “En ello –afirman– influye el contexto cultural en que crecen las personas”. Reconocen que son muchos y distintos los prejuicios culturales que legitiman o inducen prácticas violentas. “La crisis de valores éticos, el predominio del hedonismo, del individualismo y competencia, la pérdida de respeto de los símbolos de autoridad, la desvalorización de las instituciones –educativas, religiosas, políticas, judiciales y policiales–, los fana- tismos, las actitudes discriminatorias y machistas, son factores que contribuyen a la adquisición de actitudes y com- portamientos violentos”.
Al concluir esta parte del documento, se señala la urgencia de atender esta situación como un problema de “salud pública”, teniendo que atajar necesariamente la crisis de legalidad, fortaleciendo el tejido social y re-articulando los valores de la sociedad ante la crisis de moralidad.
Reflexión teológica
La segunda sección se titula Con la luz del Evangelio y de la Doctrina Social y, en ella, los obispos abordan una reflexión teológica sobre la violencia y la urgencia de atender a las víctimas de la injusticia desde las propias raíces del tejido social. El punto de partida es el reconocimiento de que Dios nos ama con amor misericordioso, y si bien el “pecado acecha a tu puerta, tú puedes dominarlo”. Los pastores recuerdan con Isaías (9,5) la vocación humana a la construcción de la paz y reconocen que “en Jesucristo, Dios cumple esta promesa mesiánica de la paz que engloba para nosotros todos los bienes de la salvación. En Él, “‘imagen de Dios invisible’ (Col 1,15), se nos descubre plenamente el misterio de Dios y el misterio del hombre. Él es el nuevo Adán, el hombre inocente, que con una visión transformada por la experiencia del amor de Dios, es capaz de contemplar la bondad de Dios en la realidad creada y descubrir el bien que hay en toda persona. Su mirada no se fija en el pecado de la humanidad; se fija en su sufrimiento necesitado de redención”.
El argumento continúa y llaman a oponerse a toda violencia. “Jesús rechazó la violencia como forma de sociabilidad y lo mismo pide a sus discípulos al invitarlos a aprender de su humildad y mansedumbre”. Y ante el deseo de venganza, añaden: “El amor al enemigo es expresión de la regla de oro, no es masoquismo; es señal de una reciprocidad fundamental en el comportamiento de las personas. Con el amor al enemigo se espera que éste cambie de actitud, que alcance a captar la diferencia entre su comportamiento destructor y la actitud sanante de quien más allá del resentimiento es capaz de responder con la fuerza del amor y del perdón. Quien perdona, no cierra el futuro al adversario o al enemigo; confía en que la persona puede cambiar. Y si no hay cambio, por lo menos se cierra al paso de la violencia. Quien perdona al enemigo expresa también su esperanza de la salvación; si el agresor no corresponde al perdón, el gesto no pasará inadvertido para Dios (Cf. Eclo 12,2)”.
Esta segunda parte contiene muchos elementos sustantivos para una argumentación desde la fe que promuevan la paz y la reconciliación, y recoge el gran cúmulo de la doctrina social más reciente.
La tercera parte es muy propositiva. Los obispos manifiestan no sólo su disposición, sino compromiso, a trabajar por la paz en las múltiples dimensiones que han descrito. Así, hablan de la necesidad de crear un nuevo lenguaje para la paz, una educación en la verdad y en el respeto a los derechos humanos e invitan a los diferentes sectores sociales, políticos y a las propias familias, a trabajar por la paz. Paz enraizada en el desarrollo, en la justicia y en la verdad. “Construir la paz exige el respeto de la dignidad de todas las personas y de los pueblos y el esfuerzo de vivir la fraternidad”. De ahí que apelen al desarrollo humano como responsable de acabar con la pobreza, pero no al que beneficia a unos pocos. Y convocan a católicos y personas de buena voluntad a crear espacios y centros de derechos humanos, de reflexión y actuación que acaben con la impunidad.
Si bien hasta el momento ha tenido muy poca difusión, seguramente este documento se convertirá en instrumento de discusión en muchos sectores de la sociedad mexicana, ansiosa de palabras de consuelo y de construcción de paz.
“DEBEMOS RECONCILIARNOS”
Este importante documento de Episcopado mexicano concluye subrayando la grave situación y la confianza en Cristo: “Vivimos tiempos difíciles, pero tenemos la certeza de que Cristo venció a la muerte y en Él hemos puesto nuestra confianza (Cf. 2 Tim 1,12). La historia de nuestro pueblo no ha sido fácil, pero siempre ha contado con la nobleza de sus hombres y de sus mujeres. Hoy no puede ser distinto, pero debemos reconciliarnos, debemos reconstituir la unidad nacional en la riqueza de la pluralidad de sus culturas y de la sociedad. Debemos unirnos en la construcción de la paz y en el impulso del desarrollo humano integral y solidario de cada mexicano y de todos los mexicanos”.
Los obispos se ponen al servicio de la reconciliación “ofreciendo no sólo nuestra reflexión, sino nuestra disposición a caminar con todos los católicos y con todos los hombres y mujeres de buena voluntad en la búsqueda del cielo nuevo y tierra nueva que todos anhelamos”.
En el nº 2.698 de Vida Nueva.