Crucifijos en espacios públicos, ¿con las horas contadas?

Ilustración-crucifijos(Vida Nueva) Una sentencia del Tribunal de Estrasburgo ha dictado retirar los crucifijos del espacio público. Es legítimo, pero ¿por qué molesta este símbolo en nuestra sociedad? El coordinador de Andalucía Laica, Rafael Gallego, y el teólogo Federico de Carlos abordan este asunto en los ‘Enfoques’.

Símbolo de una escuela que fue, pero que ya no es

Rafael-Gallego(Rafael Gallego Sevilla– Catedrático de la Universidad de Granada y coordinador de Andalucía Laica) La reciente sentencia del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo contra el Estado italiano ha reanimado la polémica en España sobre la presencia de símbolos religiosos en las aulas. Aunque cada sentencia es diferente, pues se basa en la particularidad del caso presentado, es evidente que la entidad del tribunal que la emite puede tener consecuencias en el debate que sobre este tema se desarrolla en nuestro país.

En primer lugar, conviene destacar que tanto quienes critican la sentencia como quienes estamos a favor de la misma tenemos muchas ideas comunes, pues todos aceptamos grandes principios generales tales como “la separación Iglesia(s)-Estado”, la “educación de los hijos de acuerdo con las convicciones de los padres”, o la “no discriminación en razón de creencias o convicciones”. El debate está en la frontera, en si los principios generales que todos compartimos implican o no que los símbolos de una religión particular deban presidir las aulas del sistema público de enseñanza, u otras dependencias del Estado. En resumen, “el diablo está en los detalles”.

La presencia de crucifijos en las aulas españolas, al igual que en Italia, se debe meramente a la inercia heredada, pero no a ninguna decisión de carácter pedagógico. Ninguna ley o decreto en España regulan su presencia o establecen qué órgano se encarga de su compra o mantenimiento: simplemente, están ahí, porque ahí nos los encontramos cuando el Estado pasó de ser nacional-católico a laico o aconfesional. En aras de una transición pacífica, nadie se ha ocupado en muchos años de ver los “detalles” que semejante cambio implicaba. Si la religión católica ya no es la religión oficial, ¿qué sentido tiene que los símbolos de esta religión sigan presidiendo actividades civiles que se financian con el dinero de todos los españoles, sean o no católicos?

De hecho, los crucifijos están desapareciendo de las aulas: habitualmente, nadie se encarga de reponer un crucifijo si éste se descuelga y se rompe; nadie compra crucifijos para las aulas en los colegios de nueva planta; incluso nadie vuelve a colgarlos cuando se repintan las paredes del centro. Nadie lo hace porque el crucifijo no forma parte de un proyecto educativo plural y respetuoso con la diversidad y, por ello, en la escuela pública actual, es un símbolo anacrónico, un símbolo de una escuela que fue, pero que ya no es.

Quienes defienden su permanencia en las aulas argumentan que el crucifijo transmite valores que van más allá de lo religioso. Eso es cierto, pero de hecho, algunos de esos valores son negativos, ya que la historia de la influencia católica en España tiene luces y sombras, y quienes son católicos tienden a minimizar las segundas y resaltar las primeras. El símbolo de la cruz es, primordialmente, un símbolo religioso, y negarlo es un ejercicio de desvalorización más propio de personas que no lo aprecian en toda su dimensión, como, por ejemplo, ha hecho recientemente el director cinematográfico Pedro Almodóvar, tildándolo de “icono pop”, o que pretenden ocultarlo.

Quienes nos oponemos a que el crucifijo presida cualquier actividad financiada por el Estado lo hacemos desde el respeto a ese símbolo, desde la conciencia de su fuerza como transmisor de una forma particular de ver la vida. La imposición del crucifijo en el aula es, por ello, una forma de proselitismo religioso mantenida por el Estado. El crucifijo en el aula transmite a los alumnos el mensaje de que existen creencias o convicciones que, aunque no sean las suyas, son más “válidas”, más “propias” de la escuela. Pero la separación entre la Iglesia y el Estado implica no sólo que éste no ha de coartar la práctica de ninguna religión, sino que no ha favorecer, facilitar o privilegiar la difusión de alguna en particular.

El argumento a favor de la presencia del crucifijo en las aulas en función de su carácter tradicional o cultural olvida que esa tradición o cultura se ha construido, también, en años relativamente recientes, mediante la imposición, mediante la persecución o silenciando al discrepante, al diferente: es un argumento que, por el contrario, destaca el carácter controvertido del crucifijo como representación de valores comunes compartidos por los ciudadanos españoles.

En resumen, la retirada de los crucifijos de las aulas, así como de otros espacios públicos tales como ayuntamientos, juzgados, hospitales… no es una persecución contra la Iglesia católica, ni contra el conjunto de los católicos, ni siquiera contra este símbolo particular y lo que representa para los creyentes, sino que meramente se trata de obligar al Estado a cumplir con la exigencia mínima de neutralidad frente a las creencias o convicciones de los ciudadanos.

No es un derecho, es una gracia

Federico-de-Carlos(Federico de Carlos Otto– Doctor en Teología) La sentencia del Tribunal de Estrasburgo sobre los crucifijos ha devuelto al debate público un tema que se venía planteando periódicamente en diversos países de Europa: la conveniencia o legitimidad de que en lugares públicos se pueda exhibir el símbolo cristiano por excelencia: la cruz de Cristo.

Cuando el otro día recibí la invitación de Vida Nueva para dar mi opinión sobre este asunto, lo primero que pensé fue: en realidad, yo podría adoptar o defender cualquiera de las dos posibles posiciones –sí o no; a favor o en contra– sin ser necesariamente infiel a mí mismo. Y no porque crea que las razones de ambas opciones tengan el mismo peso, ni porque el virus del relativismo me haya privado de clarividencia, sino porque, como intentaré explicar, se trata, sobre todo, de una cuestión de enfoque previo, de comprensión, o pre-comprensión radical de la realidad humana y social en toda su indiscutible profundidad. Empezaré, pues, tratando de mostrar en qué sentido –o mejor, desde qué supuestos– me parece posible adoptar una u otra posición sin incurrir en una flagrante incoherencia. Hecha esa clarificación, diré cuál es mi opción, intentando demostrar que goza de un plus de humanidad y de una mayor capacidad de transformación de nuestras sociedades, víctimas hoy día de la dictadura de la corrección política.

El pensamiento de san Pablo viene en mi ayuda para poder plantear con cierta hondura un tema casi siempre tratado en un plano burdamente anecdótico. Como todos sabemos, el meollo de la propuesta paulina en su predicación se puede formular así: lo mejor que os ha pasado a los que habéis conocido a Cristo, es que ya no estáis bajo la ley, sino que podéis vivir bajo la gracia. Esta visión de las cosas, tan sencilla como profunda, resulta aplicable, a mi juicio, a no pocas cuestiones de importancia existencial para los creyentes, y muy concretamente, a este asunto que algunos, con infantil simplismo, están llamando ya guerra de los crucifijos.

Esos padres italianos que han apelado a Estrasburgo en demanda de amparo ante lo que consideraban una agresión –la presencia de la cruz– estarían, en terminología paulina, “bajo la ley”; es decir, están en su derecho; su demanda es pertinente, y hasta irreprochable. Por su parte, el alto tribunal ha procedido, como era su obligación, en el ámbito de la ley; y haciendo de ella una interpretación jurídicamente discutible, pero perfectamente legítima, ha fallado como todos conocemos. Por eso estoy convencido de que si uno se pone “bajo la ley”, es decir, si se remite en exclusiva al universo jurídico, puede tranquilamente aceptar de buen grado la sentencia, al margen de sus personales preferencias. Ahora bien, hecha esta clarificación, ¿es la plataforma jurídica la única posible, también en una sociedad que se precia del imperio de una ley igual para todos? ¿No resulta igualmente legítimo, además de humanamente más profundo y enriquecedor, situarse, también en este asunto, “bajo la gracia”? A mí me parece que sí. Veamos.

Creo que aceptar esta posibilidad resulta más humano, porque supone consentir y asumir con todas sus consecuencias el universo simbólico como fuente de sentido y matriz generadora de libertad; como fuerza capaz de incorporar a la existencia la nostalgia y el sueño de una reconciliación posible. ¿Y qué otra cosa es la cruz, sino señal que anuncia lo que podemos llegar a ser –humanidad reconciliada en el perdón y la entrega–, siempre que renunciemos a ser lo que de hecho somos: humanidad rendida a la esclavitud de la violencia que aniquila a los pacíficos?

La cruz, es verdad, no tiene “derecho” a presidir las aulas de las escuelas, las habitaciones de los hospitales, o los lugares públicos en general. Tampoco pretende tenerlo. Ahora bien, es precisamente esa rotunda renuncia a tener derecho alguno, a imponerse, siquiera por la vía legítima de lo jurídico, la que le permite ofrecerse como “gracia” en estado puro, es decir, como símbolo, fuerte y humilde a un mismo tiempo, de la entrega total, universal, y a fondo perdido; como símbolo de una humanidad nueva, y como recordatorio permanente de que Dios está de parte de los débiles y de los que se dejan matar para lograr la reconciliación.

Siempre he creído en la capacidad de los símbolos para abrir la vida de los hombres a profundidades insospechadas. Pocos símbolos tan poderosos –desde su paradójica debilidad– como la cruz. De modo que prefiero ponerme y vivir “bajo la gracia” –tan cálida–, aun respetando sinceramente la ley –tan fría–.

En el nº 2.683 de Vida Nueva.

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