Luis Mateo Díez: “El perdón está en la naturaleza de lo que somos”

El académico y novelista publica ‘El animal piadoso’, una novela que explora el mal, la culpa y la piedad

Luis-Mateo-Díez(Juan Carlos Rodríguez) Luis Mateo Díez (Villablino, León, 1942) utiliza en El animal piadoso (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores) a un comisario de policía jubilado acosado por los fantasmas de un crimen que quedó sin resolver para reflexionar sobre la soledad y la vejez, la piedad y la culpa. El académico y novelista recrea una atmósfera extrema y llena de elementos físicos que, en cierto modo, rememora su primera novela, Las estaciones provinciales. En cualquier caso, Luis Mateo Díez conjuga “elementos de intriga, de misterio y de indagación” para circundar los límites de la novela policíaca y conducir al lector al centro de algunas de las contradicciones del hombre contemporáneo.

“Como todas mis novelas, es una fábula moral –afirma– que discurre en las ciudades de Armenta y Ordal dentro del territorio narrativo de Celama. Es una indagación sobre la culpa, la soledad y la vejez, pero no puedo desmentir que haya elementos policiacos y criminales”. El encuentro casual del comisario –“un mal policía dueño de una mala conciencia”, un “hombre perseguido”, que necesita “perdón y misericordia y piedad”, escribe– con el anciano Elicio Cedal, implicado de alguna forma en un asesinato sin resolver, remueve la memoria de Mol, y lo lleva a recorrer de nuevo los escenarios del crimen en busca de respuestas.

¿Por qué esta aproximación a lo negro y criminal?

Básicamente, necesitaba un personaje relacionado con la experiencia del mal, con el lado oscuro de lo que somos. Y lo encontré en ese “callejón sin salida plagado de desconocidos” que, según Irène Némirovsky, está en nuestra imaginación y es la esencia de cualquier novela. Mol tiene un mundo interior muy profundo y convulso, casi secreto. Es un hombre de una soledad extrema. Todo le ha ido abandonando. Ha avistado el mal, lo más provecto del ser humano, pero en algún sentido ha dudado de la necesidad de que el asesino purgue su culpa. Años después, la memoria de muchos de esos seres malvados y exculpados; espectros que deambulan por la ciudad y que le acompañan y atormentan, le perseguirán.

Culpa, soledad, vejez… pero estamos hablando, sobre todo, de una novela acerca de la piedad…

La culpa es un elemento crucial en esta fábula moral. Y es uno de los grandes asuntos del siglo XX. Mi protagonista está perseguido por la culpa, porque su oficio ha sido el de la sospecha y haberse asomado al mundo del delito, pero al mismo tiempo es un hombre lleno de piedad por la que ha llegado a la exculpación. Es un mecanismo que le pone en contradicción con sus obligaciones policiales. Por eso todo está contado desde su conciencia. El elemento moral que ha dibujado la personalidad de Samuel durante toda su carrera fue siempre la piedad. Su capacidad por la misericordia le llevó incluso a apiadarse de los culpables, a veces de forma azarosa y buscando incluso la exculpación. Este componente ético regresa como un boomerang y hace que reencontrarse consigo mismo, con esa misma piedad que siempre ofreció a los demás, le resulte imposible.

Hay un pulso en el interior de Mol entre culpa y perdón…

Una gran tensión moral que le ha hecho dudar de la necesidad de resolver los crímenes, ya que ha vivido en un camino de comprensión y piedad donde su corazón ha sufrido de conmiseración. Él es también un ser religioso, de alma imprecisa, que hace un uso extraño de la religión. Pero el perdón, uno de los sentimientos más unidos a la piedad, está en la naturalidad de lo que somos. Es la conciencia del sufrimiento la que nos convierte en animales piadosos. Samuel Mol es un ejemplo. No quiso o no supo resolver un crimen terrible y, catorce años después, ese caso regresa y con él todo un legado que le abruma hasta el punto de provocarle espasmos morales.

Escritores de la conciencia

En cierto modo, hay un paralelismo con el Camus de ‘La caída’…

Somos ambos escritores de la conciencia. Sólo que de manera inversa. En El animal piadoso está presente esa especie de fragilidad llena de fantasmas… Samuel es un huérfano de la piedad y su historia se desarrolla en un clima de gran deriva, en un ambiente dominado por la soledad. El mal tiene la fascinación de la ficción y en esta novela queda claro que la mirada del comisario hacia el mal ha llenado su vida; ha sentido la atracción del abismo. Vuelvo a asomarme al lado oscuro de lo que somos. El delito es la mayor ruptura a la que puede enfrentarse la existencia humana. Es la faceta del mal más directa y cruel. El que ha traspasado esa puerta está reclamado por el abismo.

Y vuelve a Celama…

En mis historias, las ciudades de sombra son todas Celama, ese mundo crepuscular que rige el final de las culturas campesinas. La antigüedad se respira, hasta ese punto es poderosa y todos los recovecos y callejuelas supuran cierta irrealidad. Esa presencia fantasmal se relaciona con el sueño y el contraste con el estado de vigilia. Tal vez está ahí el acercamiento de la novela a la atmósfera celamesca, que es un territorio ante todo de desapariciones.

Si además uno se topa con un personaje memorable.

¡Qué más quisiera yo que nadie olvidara a Samuel Mol! Soy un escritor de muchas ficciones y están llenas de personajes. Si pienso en mi obra a lo largo de estos años, creo que lo fundamental es la propia escritura y los personajes. Más que las historias, que también son importantes, claro. El autor que soy no se nutre de elementos autobiográficos. Es la conquista de lo ajeno lo que más me interesa. No hay nada de mí en Mol. No me intereso como tema literario. Y en ese mundo de mis personajes no puedo hacer un reparto de preferencias. Estoy más cerca del último que fluye. Así que estoy todavía muy cerca de Mol, que, por otra parte, creo que es uno de mis grandes personajes. Y a los lectores les resulta muy entrañable.

La novela trasluce un conocimiento, digamos, certero de la novela negra clásica…

Me considero un gran lector de novela negra, y releo a clásicos indiscutibles, como Raymond Chandler, Ross McDonald o Dashiel Hammett, que destilan sabiduría. Es un género que tiene un enorme interés sociológico; además su estructura narrativa ha sido una suerte de cátedra en que aprendí mucho de lo que sé. En especial de Simenon, a quien tengo por el gran creador de atmósferas del siglo XX, unas atmósferas morales que construye magistralmente. Poco que ver con la novela negra contemporánea, en donde ha habido una deriva desde lo estricto hacia lo expansivo, hacia una fórmula en la que todo se ramifica y que no me ha cautivado. En vez de limitarse a la esencia y jugar con su poderío estilístico, se mete en laberintos inacabables y plagados de artificios.

Últimamente, escribe mucho y publica más. La jubilación le ha sentado bien…

Lo que pasa es que sí tengo una consciencia de que soy escritor de mundo amplio, de una gran onda expansiva. Me gusta verme como un escritor que procede de la estirpe de los contadores de historias y que no se cierra a ninguna posibilidad narrativa. Soy un escritor de los que cuentan la vida, o, mejor, el sentido de la vida. No sufro escribiendo, sino que la literatura tiene para mí una rentabilidad emocional. Podría decirse que encuentro placer en el desasosiego y en la incertidumbre que uno transita a la hora de escribir, y con esta novela he vuelto a sumirme en ellos. Cuando has entregado tu vida al diablo de la escritura, no tienes solución. Lo único que justifica una nueva novela es el reto de ahondar, de hacerla más intensa, de llegar más lejos y ofrecer al lector algo que le enriquezca, que le perturbe y le conmocione, que consiga llevarle a otros territorios de reflexión.

jcrodriguez@vidanueva.es

En el nº  2.675 de Vida Nueva.

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